El Dr. Franklin H. Martin, fundador del Colegio Americano de Cirujanos, abrió la última sesión anual de esa entidad con la siguiente pregunta, formulada a cinco mil cirujanos: ‘‘Señores, ¿cuánto vale una vida con salud?”
Yo no puedo contestar esa pregunta, ¿podéis hacerlo vosotros? Podríamos preguntárselo al joven de 20 años, cuyo cuerpo está siendo literalmente comido vivo por ese cruel asesino, el cáncer. Pasa sus noches de insomnio revolviéndose de dolor en la cama. Sus días se arrastran tediosamente sin que vislumbre la menor esperanza de cumplir sus sueños de una vida feliz.
Según un informe estadístico reciente emitido por la Sociedad Norteamericana del Cáncer, “mueren más niños de tres a quince años de cáncer que de cualquier otra enfermedad”.
Debiéramos buscar la respuesta a la pregunta del Dr. Martin en el joven de 24 años que sufre un angustioso y desesperante ataque coronario. Esta enfermedad, que con frecuencia resulta fatal, es el nuevo ‘‘capitán de los hombres de la muerte”, y en los Estados Unidos se ha convertido en el matador número uno. La enfermedad orgánica del corazón siega cada año la vida de 300.000 personas. Es lamentable el hecho de que la mayor parte de estas víctimas desaparezcan en el período más productivo de la vida; en efecto, algunas de ellas apenas han superado la etapa de la adolescencia.
¿Es un decreto del destino este desenfrenado despilfarro de las vidas humanas? ¿Ha decretado la naturaleza que el cáncer “debe herir a uno de cada cuatro norteamericanos”? Este es el pavoroso cálculo hecho por la Sociedad Norteamericana del Cáncer. ¿O ha ordenado la naturaleza que la muerte prematura a causa de la enfermedad orgánica del corazón se convirtiera en el asesino nacional número uno?
¿Cuál es el precio de la salud?
Hace algunos años tuve a mi cuidado, en uno de nuestros sanatorios, a un hombre que sufría intensamente. Era el inventor de un famoso linimento ampliamente anunciado como un buen remedio para el dolor; pero su linimento había sido completamente ineficaz para aliviar sus propios dolores. Al cabo de un día terrible le dijo a su enfermera: “Estoy dispuesto a traspasarle libre de pago una de las mejores granjas del Estado de Massachusetts si es capaz de proporcionarme una noche libre de dolores”. ¿Cuánto vale una vida con salud?
En Hollywood vivía la joven Elaine St. Maur, ‘‘cuyas bien formadas manos eran tan solicitadas por los escultores, que decidió asegurarlas por 150.000 dólares”. ¿Cuánto valen vuestras manos? ¿Cuánto estaríais dispuestos a cobrar por uno de vuestros ojos? ¿Qué cantidad aceptaríais por quedar tan sordos como una tapia? ¿Cuánto aceptaríais por entregar vuestro corazón sano y sufrir de ataques coronarios? ¿Y por cambiar vuestros pulmones normales por otros afectados de tuberculosis o cáncer? ¿Qué parte de los tesoros terrenales recibiríais a cambio de vuestra salud sabiendo que pasaríais el resto de vuestra vida en una silla de ruedas o en una cama para inválidos, soportando el tedio, las noches de insomnio y el dolor? Cualquiera que sea el precio de la buena salud vale la pena pagarlo para disfrutarla, aunque a muchos les parezca que es demasiado elevado.
¿Cuál es el precio de la salud vigorosa, de la aptitud y eficiencia físicas, de la libertad del dolor y de la longevidad? ¿Son los hados del destino o los dioses, como se creía en la antigüedad, los que imparten estos tesoros inapreciables? ¿O acaso los recibimos por el capricho de la Providencia? ¿Es la enfermedad casual o es causal? ¿Es un mero accidente la mala salud? ¿Realiza su obra la naturaleza al azar o se rige por leyes físicas divinamente establecidas, que están escritas en cada órgano y tejido del cuerpo: en el corazón, en el estómago, en el hígado, en los pulmones, en los nervios y el cerebro?
Las enfermedades mentales
“Las afecciones mentales se han convertido en el descuido más espantoso de la nación norteamericana. Según el cálculo actual, uno de cada doce niños nacidos este año requerirán algún día tratamiento mental.” Tal es el informe da la Asociación para la Salud Mental, de Oklahorna.
Los enfermos mentales atestan nuestras instituciones del Estado. 650.000 de estas personas muertas o perturbadas intelectualmente ocupan más de la mitad de las camas de lodos los hospitales de los EE. UU. Según la Compañía Metropolitana de Seguros de Vida, cada año llegan 171.000 nuevas solicitudes de admisión a nuestros hospitales para enfermos mentales; esto representa para el contribuyente un desembolso de mil millones de dólares anuales por concepto de atención y mantenimiento, “sin decir nada de la pérdida enorme que esto significa hablando en términos de mano de obra”. El 40 % de estos pacientes sufre de demencia precoz —la locura que afecta a la juventud.
¿No existe alguna causa responsable de esta mancha en nuestro progreso intelectual del que nos vanagloriamos tanto, y de nuestra civilización y cultura tan preciadas? Esa causa no es desconocida. Demasiados jóvenes de hoy, y no pocos adultos, viven de las emociones y de la excitación mental. Para ellos la vida es un torbellino vertiginoso y un divertido juego de calesita. El ritmo de la vida se ha acelerado enormemente. Cada día se pide más rapidez, pero la naturaleza no puede soportar durante mucho tiempo esa tensión; por lo tanto recurren, a estimulantes para activarse, y a narcóticos para calmarse, a fin de mantener esa marcha acelerada hasta que la irritada naturaleza se rebela produciendo un trastorno nervioso o mental. Estos estimulantes lo incluyen todo, desde el licor, los cigarrillos, la cafeína y los barbitúricos hasta la marihuana y la heroína.
Dejando de lado las drogas más fuertes, consideremos otra que generalmente se supone inocua: la cafeína, la droga más ampliamente usada en América.
La cafeína, la droga más difundida en América
El Gobierno de los Estados Unidos informa que existen 71 marcas de bebidas a base de cola. Estos cocktails de café contribuyen en no poca medida a producir el desbarajuste que aflige a la juventud. Con pocas excepciones, cada botella de estas bebidas a base de cola contiene hasta 0,06 g de la poderosa droga llamada cafeína.
¿Es la cafeína, el alcaloide del té, del café y de las bebidas a base de cola, una droga tan inocente e inocua como algunos piensan que es, que hasta a los niños les permiten beber grandes cantidades sin sospechar sus efectos nocivos? Los doctores Fisk y Crawford, directores del New York Life Extensión Institute, escriben:
“Sin embargo tales sustancias (como los residuos ácidos) deben considerarse mucho menos nocivas en sus efectos que una droga tan poderosa como la cafeína, que ejerce una acción positiva sobre órganos tan importantes como el corazón, el cerebro y el sistema nervioso’1 (Periodic Health Excunination, pág. 278).
El Dr. Harvey W. Wiley, ex director del Departamento de Química del Gobierno de los EE. UU., dijo:
“La cafeína es la droga más común en este país. Vuestros hijos, ignorando sus efectos perjudiciales, la consumen libremente. Lo hacen causándose un gran daño físico y mental… La cafeína es el alcaloide esencial del café, como la teína lo es del té; ambas son drogas peligrosas y perjudiciales.”
El Dr. William T. Salter, profesor de farmacología de la Universidad de Yale, dice en su texto de farmacología:
“El problema principal… es el posible efecto crónico sobre el sistema nervioso central… aumento de la irritabilidad, pérdida de sueño, palpitaciones del corazón, y hasta temblores musculares. Estos efectos se deben a la intoxicación crónica de carácter leve producida por la cafeína… Los efectos nerviosos se deben en primer término a la cafeína. Ciertas bebidas refrescantes ampliamente usadas contienen tanta cafeína como el café ordinario.”
La afición a la cafeína
El Dr. W. A. Evans, que fué miembro de la junta municipal de la salud, de Chicago, durante 25 años, escribió:
“El café es una droga… Desde el punto de vista de la higiene pública, vale la pena considerar el problema del café. El hábito de beber café constituye la forma más difundida de afición a las drogas.”
El Dr. O. T. Osborne, ex profesor de terapéutica de la Universidad de Yale, observó:
“No hay duda de que el hábito de consumir cafeína puede adquirirse. Ya sea como tal (probablemente bajo la forma de bebidas a base de cola) o como un hábito de ingerir té café o bebidas a base de cola, el apego al té y al café constituyen un hecho común… El mismo hecho de que estas bebidas sean estimulantes nerviosos debiera bastar para prohibir a los niños que las usen; por la misma razón (una bebida a base de cola) no debiera servir de bebida para un niño. El hábito de consumir té o café, o cualquier otra forma de afición a la cafeína, puede adquirirse fácilmente y puede causar tanto daño en algunos como el alcohol y el tabaco.”
Cuán extrañamente familiares resultan estas declaraciones científicas recientes cuando se las compara con las que escribió la Hna. Elena G. de White hace 93 años.
Verdades reveladas y su confirmación científica
En 1864, la Hna. White escribió: “El té y el café son estimulantes. Sus efectos son similares a los producidos por el tabaco” (Counsels on, Dict and Foods, pág. 425).
“El efecto del té y el café, como se ha demostrado, obra en la misma dirección que el vino, la sidra, el licor y el tabaco… En algunos casos es tan difícil vencer el hábito del té y el café como difícil es para el borracho dejar de usar el licor” (Christian Temperance, págs. 34, 35).
“El uso del té y el café también es nocivo para el organismo. En cierta medida, el té produce intoxicación… El té es venenoso para el organismo. Los cristianos debieran desentenderse de él. La influencia del café es en cierto modo la misma que la del té, pero su efecto sobre el organismo es todavía peor” (Testimonies, tomo 2, págs. 64, 65).
La verdad revelada no necesita una confirmación científica. No es más verdad una vez que la ciencia la ha demostrado tardíamente, de lo que era antes de esa confirmación.
Citaremos una última declaración de la Hna. White:
“El beber té y café constituye un pecado, una complacencia nociva, la cual, como otros males, daña el alma” (Counsels on Dict and Foods, pág. 425).
¿Puede un hábito dañar el cuerpo y no afectar la mente y el alma? Las Sagradas Escrituras dicen: “¡Comed lo que es bueno, y deléitense vuestras almas en grosura!” (Isa. 55:2, VM). “Y él les dio lo que pidieron, mas envió flaqueza en sus almas” (Sal. 106:15, VM). Y en otro lugar leemos: “Si alguno violare el templo de Dios, Dios destruirá al tal: porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Cor. 3:17).
La primera regla para preservar la salud
La primera regla para preservar la salud y la póliza que proporciona el mejor seguro de vida, es: mantened todos los venenos fuera de vuestro organismo. ¿Por qué hay tantas personas que dejan de practicar un principio tan juicioso? ¡Es cuerdo, sensible, sano y científico!
¿Por qué el hombre tiene que envenenar su propio torrente sanguíneo? La sangre es la vida. En el alimento, en la bebida o en el aire no debiera incluirse ninguna cosa que envenene el torrente carmesí de la vida. ¿Constituye esto un precio demasiado alto a cambio de la energía, de la vida gozosa, de un cerebro lúcido y de una vida más prolongada?
El promedio de la juventud de nuestros días podría fácilmente añadir de una a tres décadas a su vida. Pero algunos de los buscadores de emociones preguntan: “¡Cómo! ¿Vd. no bebe? ¿No fuma? ¿No mastica tabaco? ¿No toma estimulantes? ¿Y qué hace Vd. entonces? ¿Su vida no tiene ningún placer o alegría? ¿No puede divertirse?” ¡Oh, engaño fascinador, espejismo fantástico! ¿Es demasiado elevado el precio?
¿No existe la alegría en otras cosas que no sean las cadenas que aprisionan? ¿No hay placer sino en los venenos que esclavizan? ¿No hay gozo o vivacidad excepto en los vicios que destruyen?^ ¿Hay algún placer en los aflictivos dolores del ataque coronario, o en los dolores lancinantes de una “crisis” de ataxia locomotriz? ¿Hay algún regocijo en las pavorosas alucinaciones del delirium tremens? ¿Existe algún placer real en los venenos que dificultan las inhibiciones y oscurecen la mente, que abren a los hombres las puertas de las prisiones, y que cierran para ellos las puertas perlinas del Paraíso? ¿Hay alguna emoción en el salto al suicidio?
¿Ha alterado Satanás en los jóvenes, y en muchos adultos, los principios que rigen la salud y la vida? No conduce a la felicidad la filosofía moderna de quienes dicen que se les deje comer, beber, fumar, jugar y hacer de la vida un gran carnaval, un torbellino de placeres y emociones sensuales. No puede ser éste el camino que lleva a la longevidad o a la salud. En vez de esto, es un atajo que conduce al desengaño, al chasco, a la derrota y al desastre físico prematuro. Es el camino más directo al cementerio.
¿Quién lo pasa mejor y obtiene mayor placer de la vida, el criminal o el cristiano?
Únicamente el cristiano conoce el verdadero significado de la vida y experimenta el placer puro, los verdaderos goces y emociones de la vida verdadera. Sólo él “tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Tim. 4:8).