A pesar de sus notables triunfos, la iglesia puede y debe hacer mucho más. Y la Biblia es clara cuando presenta las condiciones según las cuales ella puede experimentar otro Pentecostés.

     Nuestro texto, Juan 7:37 al 39, nos presenta a Jesús mientras habla en la fiesta de los tabernáculos. “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado”.

     En cada uno de los siete días de la fiesta, los líderes, en conmemoración del milagro ocurrido 1.500 años antes, cuando brotó agua de la roca en beneficio de sus antepasados, conducían al pueblo en procesión hasta el estanque de Siloé. Ahí bebían agua tanto como podían, y entonces seguían a los sacerdotes mientras estos volvían al templo con grandes recipientes llenos de agua donde, entre los sones de los clarines y las trompetas, se entonaban alegres cantos y se proferían hosannas, mientras depositaban el agua en los recipientes preparados con ese fin.

     Juan dijo que esa agua era un símbolo del Espíritu Santo, que no había venido aún (Juan 7:39), indicado que a pesar de que ellos disponían de los pergaminos de los profetas, e incluso de la presencia del mismo Jesús, todavía no habían recibido el Espíritu Santo.

     Al reflexionar sobre este asunto surgen muchas lecciones importantes. La primera es que debemos considerar el papel que desempeñó el Espíritu Santo en la vida de la iglesia primitiva. Detrás de la expresión “aún no había venido”, con respecto al Espíritu Santo, había algo curioso, incluso contradictorio. Después de todo, el Espíritu Santo aparece mencionado por lo menos 89 veces en el Antiguo Testamento. Era él el que “en el principio” se movía “sobre la faz del abismo” (Gén. 1:1, 2), para transformar el caos en el cosmos. Él le dio su fuerza a Sansón, le dio mensajes especiales a Josué, a Gedeón, a Saúl; acerca de él dijo David: “No quites de mí tu santo Espíritu” (Sal. 51:11).

     ¿Cómo podía decir Juan, entonces, que el Espíritu Santo aún no había venido”? Pero podía hacerlo porque, a pesar de haber sido testigo de las formas maravillosas como había obrado el Espíritu antes del Pentecostés, también fue testigo ocular de las consecuencias de su presencia después de ese acontecimiento.

     Jesús trató de enseñar a sus discípulos acerca del papel especial que desempeñaría el Espíritu Santo, y de la influencia que este ejercería sobre la iglesia después de su partida. Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador’ (Juan 14:16). La expresión griega traducida por otro Consolador” es állos parákletos. La palabra parákletos quiere decir “ayudante”, “abogado”; y állos “otro” igual a él, pero que, libre de las limitaciones humanas que Jesús había asumido voluntariamente, podría hacer obras mucho mayores por medio de ellos.

    Este era un misterio que los discípulos no podían desentrañar en ese momento. Jesús ascendió al cielo, y el Espíritu vino. Y ellos se lanzaron a hacer la obra, poseídos por un poder tan grande que pudieron hablar en lenguas desconocidas, sanar enfermos, expulsar demonios y un día lograr la conversión de tres mil personas. Entonces entendieron el misterio. De modo que, en realidad, Juan estaba comparando el desempeño del Espíritu antes del Pentecostés con la poderosa experiencia de después del Pentecostés.

EL IMPACTO SOBRE LA IGLESIA

    Segunda lección: en esas palabras verificamos no sólo la influencia que ejerció el Espíritu Santo sobre la iglesia primitiva cuyos líderes lo mencionan 240 veces en el Nuevo Testamento—, sino también su prometida influencia sobre la iglesia remanente. Y, ¿cuál es esa influencia? Joel la estableció: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Joel 2:28, 29).

     Elena de White, al referirse a la lluvia tardía y a la explosión final del poder del Espíritu Santo, dice que “el derramamiento del Espíritu en los días apostólicos fue la lluvia temprana’, y glorioso fue el resultado. Pero la lluvia ‘tardía’ será más abundante”.[1] Y añade: “Como la ‘lluvia temprana’ fue dada en tiempo de la efusión del Espíritu Santo al principio del ministerio evangélico, para hacer crecer la preciosa semilla, así la ‘lluvia tardía’ será dada al final de dicho ministerio para hacer madurar la cosecha”.[2] Al contrastar esa explosiva promesa con nuestro desempeño, nos vemos obligados a admitir que “el Espíritu Santo no ha sido dado aún”.

     Esta sincera evaluación no desestima el progreso que la Iglesia Adventista del Séptimo Día ha hecho en comparación con otros grupos religiosos. Podemos decir que hemos sobrevivido bien, y en efecto podemos proclamar con razón notables éxitos en nuestra continua expansión global. El problema es que todavía estamos en el desierto del tiempo, todavía estamos fuera de los límites de Canaán, y esperando todavía el derramamiento del poder con el propósito de terminar nuestra tarea.

     Con razón, seguimos implorando mediante el himno: “Lluvias de gracia pedimos, Señor”. A la luz del poder prometido somos laodicenses tibios, y nuestros informes revelan esa desagradable realidad: “el Espíritu Santo no nos ha sido dado todavía”.

     La pregunta más importante para la iglesia, mientras tanto, es cómo puede remediarse esta situación y cuáles son las condiciones necesarias para que experimentemos un moderno Pentecostés. La Biblia es bien clara al respecto.

LAS CONDICIONES PARA RECIBIR EL ESPÍRITU

     La primera condición para recibir al Espíritu Santo es la siguiente: “Pedid a Jehová lluvia en la estación tardía. Jehová hará relámpagos, y os dará lluvia abundante, y hierba en el campo a cada uno” (Zac. 10:1).

     El derramamiento no se producirá automáticamente. Al revés del ciclo de la naturaleza, en el que las estaciones están bien establecidas, y también las lluvias y las cosechas —a menos que las interrumpan condiciones atmosféricas excepcionales—, y estas siguen con respeto las órdenes del calendario, y la lluvia tardía no viene sorpresivamente sobre la gente.

     Debemos desearla ardientemente y, tal como Jacob, luchar en angustiosa súplica; si no la lluvia tardía seguirá siendo una catarata de bendiciones no otorgadas. Y si esta situación persiste, nuestra generación, al igual que las que vinieron antes que nosotros, continuará llevando a cabo tareas comunes y rutinarias, irá al descanso, cambiando la traslación por la resurrección y recordando esta triste sentencia: “El Espíritu aún no ha sido dado”.

     La segunda condición la encontramos en el Evangelio de Lucas: “Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (24:49). La palabra castellana más cercana al sentido de la palabra griega traducida por “quedaos” es “sentaos”. Pero en este caso no se trata de un incentivo a la ociosidad. Al contrario, es una invitación a la meditación antes de actuar; una incitación a purificar la mente e iluminarla antes de que las manos y los pies se pongan en movimiento. Es una advertencia en el sentido de que la actividad física sin la presencia de Espíritu logra poco (1 Tim. 4:8), y que cualquier actividad, incluso en favor de la causa de Dios, sin tiempo para la devoción, es deficiente.

     La tercera condición: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos” (Hech. 2:1). ¿Todos? ¿Cómo podrían ciento veinte personas ser “todos” cuando, de acuerdo con 1 Corintios 15:6, más de quinientas personas habían visto a Cristo resucitado pocas semanas antes? Evidentemente los otros 380 estaban tan desanimados por los acontecimientos que, a pesar de esta última evidencia, estaban confundidos con respecto a la orden de esperar juntos en Jerusalén. Pero, a pesar de todo, con sólo ciento veinte presentes en el cenáculo, el Espíritu encontró al consagrado núcleo del Reino de la Gracia.

     La buena actitud de proceder en contra de la opinión popular en obediencia al mandamiento de Cristo fue esencial para su participación en Pentecostés. Lo mismo ocurre con nosotros hoy. Sólo los que viven la “verdad presente”, los que a pesar de las tendencias populares dentro y fuera de la iglesia obedecen los preceptos del Señor, serán bendecidos con la promesa de la lluvia tardía y el fuego del Espíritu, y escaparán de la lúgubre sentencia: “El Espíritu no había sido dado aún”

     En el mismo versículo encontramos la cuarta condición, resaltada por medio de la declaración “estaban todos unánimes juntos”. Esa expresión, que Lucas repite cinco veces en los cinco primeros capítulos de los Hechos, sugiere no un grupo de personalidades monolíticas, sino personas de características diferentes que trabajaban con propósitos y actitudes singulares (Hech. 1:14).

     Cuando se afina un órgano, por ejemplo, debe probarse todas las teclas para encontrar el tono fundamental. De la misma manera, el objetivo fundamental de los creyentes no es concordar con todos en todo, sino “teclear” todas las ideas y opiniones, y afinar el tono de la concordancia con Cristo. Podemos estar de acuerdo con todo el mundo, y a pesar de eso estar equivocados. Cuando sólo concordamos en todo bajamos la vista y rebajamos las normas. Restringimos el flujo del poder divino y escuchamos el veredicto: “El Espíritu no ha sido dado aún”.

    Pero alguien podría preguntar: “Puesto que hay tantas diferencias culturales, como asimismo diversos niveles de educación en una misma cultura, lo que hace sumamente difícil la comprensión y la aplicación uniformes de las Escrituras, ¿cómo podemos estar verdaderamente en armonía?” La respuesta es: sigamos la metodología que aplicó el primer concilio de la iglesia.

     En el concilio de Jerusalén, que encontramos en Hechos 15, la unanimidad no aparece como una amalgama transnacional o transcultural. Lo que los creyentes consiguieron entonces fue unidad en la diversidad, enraizada en el principio del amor, modelada por la buena voluntad para ver las perspectivas doctrinales de alguien como más normativas que las de otros, y por consiguiente comprometer a la totalidad.

     La quinta condición que cumplieron los cristianos primitivos aparece en las siguientes palabras: “Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados” (Hech. 2:2). Es una ley de la naturaleza que el aire trata de ocupar todo lugar vacío; no el que ya está ocupado. Sus efectos agradables se sienten donde no hay nada: la atracción del vacío. Eso es lo que ocurre con el Espíritu Santo.

     Los discípulos se habían vaciado de todas las tendencias antagónicas, antes de que pudieran llenarse con el Espíritu. Pedro se vació de la presunción; Tomas, de sus dudas; Santiago y Juan dejaron a un lado sus ambiciones; Felipe, su incredulidad; Andrés se vació de su ingenuidad; Simón, de sus resentimientos.

     Si queremos ser llenos debemos vaciar al corazón de todo lo que impide la venida del Espíritu. Nada de lo que sea un obstáculo para la venida del Espíritu debe ocupa nuestro corazón y nuestra mente. En ese caso, el aviso: “No hay vacante” significaría que estamos satisfechos con nuestra actual condición espiritual; nuestra orgullosa falta de disposición para dejar a un lado las ropas de nuestra propia justicia que, en verdad, no es justicia en absoluto. A menos que lo hagamos estaremos destinados a pasar el resto de nuestra vida compitiendo obstinadamente y trabajando para conseguir magros resultados, encerrados en la limitadora realidad de que “el Espíritu no nos ha sido dado todavía”.

LO QUE HIZO CRISTO

     La lección más importante de estos versículos, sin embargo, no se refiere a lo que debemos hacer, sino a lo que Cristo ya hizo para poner a nuestra disposición la lluvia tardía.

     Estudiemos de nuevo Hechos 2:1, que dice: “Cuando llegó el día de Pentecostés”. Notemos que el Pentecostés no era un evento aislado. Era la segunda de las tres grandes fiestas judías, y se celebraba exactamente cincuenta días después de la muerte del cordero que señalaba el comienzo de la Pascua, la primera de las fiestas. En otras palabras, el Pentecostés era la consecuencia de la Pascua: la cosecha estaba vinculada con el sacrificio.

     Esa secuencia contiene una verdad para nosotros hoy, es decir, debemos aceptar la pasión de Cristo antes de poder disfrutar del poder del Espíritu. Sin el Calvario no habría Pentecostés. Sin el sufrimiento del Salvador no habría capacitación por medio del Paracleto. Sin el derramamiento de la sangre del Cordero el fuego no podría descender. Sólo quedaría el triste resumen de nuestro raquítico testimonio: “El Espíritu todavía no ha sido dado”.

     Otra de las condiciones para la recepción del Espíritu la extraemos de nuestro texto original, Juan 7:39, que dice: “Aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado”. Jesús tenía que ser glorificado antes que los discípulos pudieran ser investidos de poder. Y así él murió en viernes de la Pascua, reposó en el sábado de la salvación y regresó en gloria, con sus trofeos resucitados, el domingo de las primicias. A continuación, de acuerdo con el calendario de las fiestas judías, esperó cincuenta días para derramar el Espíritu.

     Durante los primeros cuarenta días de su espera, Jesús se les apareció seis veces a sus seguidores. Lo más revelador es su visita a los discípulos, cuando Tomás estaba ausente. En esa ocasión, como si no pudiera esperar más para disfrutar de la alegría de sus hijos, les proporcionó algo que era un anticipo del Pentecostés; sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Juan 20:22).

     Una traducción más exacta de este versículo transmite la idea de que Jesucristo estaba presentando a su amigo, el Espíritu Santo, como el líder que llega para guiar a los discípulos. Entonces, diez días después, descendió tal como David lo describió de forma impresionante y expresiva en el salmo 24, y como también lo hace Elena de White en el libro El Deseado de todas las gentes.[3] En la corte celestial lo recibieron la alabanza y la aclamación de los ángeles.

     Pero en medio de toda esta celebración en el cielo, no se olvidó de sus discípulos aquí en la Tierra. De manera que mientras ellos oraban en un lugar secreto, él estaba suplicando en el Lugar Santo. El derramamiento que ocurrió en el Pentecostés significó la culminación de la celebración de su corazón, y el comienzo de su papel como nuestro Paracleto celestial. Ahora nosotros no sólo tenemos un Paracleto aquí en la Tierra, sino un Paracleto o Consolador Celestial, que obran en conjunto para nuestra salvación.

     El significado del Pentecostés es que Jesús obtuvo la victoria por completo, sus discípulos pudieron ser completamente iluminados y el lugar donde se encontraban se llenó con su presencia, a medida de que se iban impregnando del Espíritu Santo.

¡HAZLO OTRA VEZ, SEÑOR!

     Nuestra ferviente oración debería ser: “¡Obra de nuevo, Señor, obra de nuevo!” Y es animador verificar que no estamos solos al elevar esta petición. Las oraciones de todos los creyentes que formaban parte del remanente, que murieron en la bendita esperanza, también recibieron el impulso de este portentoso evento.

     Se nos ha dicho que “el depósito de gloria que se está acumulando para la conclusión de esta obra… de oraciones que ascienden el Cielo por el cumplimiento de las promesas —el descenso del Espíritu Santo— no es en vano. Cada oración se ha acumulado, lista para rebalsar y fluir en una inundación de influencia celestial y luz sobre todo el mundo”[4]

     Cuando eso suceda, en lugar de lanzarnos los unos contra los otros, nos reuniremos contra las fuerzas de Babilonia. En vez de discutir sobre ciertos puntos oscuros de la teología, estaremos reunidos alrededor de los fundamentos inconmovibles, y predicaremos el evangelio con poder. En lugar de polemizar acerca de quién es el más importante, proclamaremos la doctrina más importante: la justicia de Cristo.

     La declaración de Elena de White acerca de esa experiencia dice: “Vendrán siervos de Dios con semblantes iluminados y resplandecientes de santa consagración, y se apresurarán de lugar en lugar para proclamar el mensaje celestial. Miles de voces predicarán el mensaje por toda la Tierra. Se realizarán milagros, los enfermos sanarán, y signos y prodigios seguirán a los creyentes”.[5]

     Pero, esperen. Creo que oí que se está convocando al concilio celestial ahora. El primer punto del temario es el asunto de la conversión. “¿Hay alguna propuesta para que este proceso se complete en el pueblo remanente?”, pregunta el Padre. “Sí, Padre -responde el Hijo, y añade-: ‘Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad’ ” (Juan 17:23). Y el Espíritu Santo manifiesta su apoyo: “Todos lo que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Rom. 8:14).

     El siguiente punto es el tema de la resurrección. Nuevamente el Hijo propone: “Puesto que vencí el sepulcro, propongo que sean ‘bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor’. Y el Padre pregunta: ‘¿Hay apoyo?’ ‘Sí —dice el Espíritu Santo al dar su testimonio—: descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen’ ” (Apoc. 14:13).

     Todo esto nos lleva al tema de la Segunda Venida y la transformación de la iglesia militante en iglesia triunfante. Otra vez Jesús propone, al decir: “¡Vengo pronto!, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apoc. 22:12). Entonces sucede algo maravilloso; esta propuesta no tiene un solo apoyo, sino dos: “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!… ¡Ven Señor Jesús!” (Apoc. 22:17,20).

Sobre el autor: Doctor en Filosofía. Vicepresidente jubilado de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.


Referencias

[1]  Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana [ACES], 1986), p. 767.

[2] Elena G. de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires: ACES, 1993), p. 669.

[3] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 87.

[4] Elena G. de White, Carta 96 A, 1899.

[5] Elena G. de White, El conflicto de los siglos, p. 670.