Casi todos los pastores han tenido que enfrentar la pregunta que les hacía su conciencia —si no los miembros de la iglesia— debido a que bautizaron a alguien que posteriormente apostató. ¿Por qué dejó la iglesia? ¿Lo bauticé con mucho apresuramiento? ¿Fallé al enseñarle las doctrinas de la iglesia? ¿Lo llevé realmente al pie de la cruz?

            He sabido de iglesias que se han dividido debido a la apostasía de nuevos creyentes. Algunos sostenían que el culpable era el pastor, porque “sencillamente los había zambullido”. Otros afirmaban que la congregación nunca los había aceptado plenamente. Aun otros afirmaban que el mal residía en los nuevos creyentes mismos.

            No se puede negar que en algunos casos el anhelo de mantener la feligresía o aumentarla ha inducido a algunos pastores a llevar al bautisterio a algunos candidatos no suficientemente preparados para ser miembros de iglesia. La falta de preparación puede deberse a que no han sido suficientemente instruidos, o a la excesiva juventud del candidato. Algunos candidatos no están plenamente convencidos de las “doctrinas probatorias”; otros —los niños— pueden ser demasiado jovencitos para darse cuenta de lo que significa el bautismo y el pertenecer a la iglesia.

            Saber cuándo alguien está listo para el bautismo es más o menos como tratar de descubrir el momento apropiado para casarse o para comprar una casa. Aunque puede haber varios “momentos apropiados”, también algunas de estas cosas se pueden hacer demasiado pronto.

            ¿Es suficiente preparación para el bautismo que alguien le entregue el corazón a Cristo? ¿Es el bautismo el único requisito para ingresar en la iglesia? ¿Puede salvarse alguien sin ser bautizado o sin llegar a ser miembro de la iglesia? Aparentemente, la “salvación”, el “bautismo” y el hecho de ser “miembros de la iglesia” se encuentran en el mismo terreno, pero ¿cuál es éste? Con toda seguridad no podremos contestar la pregunta “¿Cuándo está alguien listo para el bautismo?’ hasta que no hayamos comprendido plenamente la relación que existe entre el bautismo, la salvación y el hecho de ser miembros de la iglesia.

            El “bautismo” y la “salvación” no son palabras que se puedan usar una por otra. No son sinónimos. Pero constituyen parte de un todo al cual también pertenece el hecho de ser “miembros de la iglesia”. La Iglesia Adventista considera que el bautismo es un requisito para ser miembro de iglesia (con algunas excepciones especiales). Esa es la instrucción de la Biblia. Pero el rito del bautismo no fue instituido para producir un cambio milagroso en la vida del candidato, como algunos parecen esperarlo.

            El bautismo debiera ser uno de los resultados evidentes de la transformación que ya ha comenzado a ocurrir en la vida. Tampoco se debiera participar de él con la idea de que producirá, mediante alguna especie de magia santificada, la conformidad permanente a un código de moral o a unas cuántas reglas de conducta. Ni siquiera la conversión —sin renovación espiritual— garantiza la fidelidad permanente a la voluntad de Dios.

            Tampoco debiera considerarse el bautismo como el principal requisito para ingresar en la iglesia. Como puerta de entrada al redil de Dios, este rito sagrado debiera considerarse el último de unos cuántos pasos que conducen de una vida de rebelión a otra de obediencia.

            Posiblemente la confusión que existe en cuanto al verdadero propósito del bautismo, sea uno de los más grandes problemas de la iglesia en la actualidad. El bautismo debiera ser administrado al candidato por el pastor únicamente cuando ambos comprenden el verdadero significado de la ceremonia. Si los ministros o los laicos ignoramos las definidas provisiones bíblicas que tienen que ver con el verdadero propósito del bautismo, nos hacemos un verdadero daño a nosotros mismos y a nuestra causa.

LA CONVERSION DEBE PRECEDER AL BAUTISMO

            Todos los que desean salvarse deben recibir los beneficios y las bendiciones de la conversión y el bautismo. Ni la verdadera conversión del corazón ni el bautismo deben ser ignorados, pasados por alto o reducidos en su importancia. Ninguno de ellos debe reemplazar al otro, y esta secuencia jamás debiera ser alterada. La verdadera conversión del corazón siempre debiera preceder al bautismo. La salvación comienza no con el bautismo sino con la conversión. Es deber del pastor descubrir y evaluar la profundidad de la entrega del candidato a Cristo —su conversión— en la mayor medida posible.

            ¡La salvación no consiste en el acto de unirse a la iglesia! Tampoco consiste en la vinculación formal con la iglesia remanente, por más que nos guste pensar en que esto es así. La salvación ni siquiera se produce necesariamente cuando asentimos con nuestro intelecto a un cierto conjunto de doctrinas o creencias. Mucho menos consiste en decir: “Creo en Jesús”, después de que alguien nos ha sometido a presión para que lo digamos y, al final, lo dijimos para sacárnoslo de encima. La salvación comienza con una genuina aceptación de Cristo y se realiza por medio de su verdad y su poder.

            A veces pensamos que un candidato está preparado cuando lo hemos convencido de que abandone ciertos malos hábitos o se despoje de algún adorno o de alguna prenda inconveniente. Tales actos de negación propia pueden producirse durante el período de instrucción, pero no son en sí mismos una señal plena de que el candidato está preparado para el bautismo. Para que el candidato esté verdadera y cabalmente preparado para el bautismo debe existir una unión viviente entre él y Jesucristo. Su corazón debe ser renovado.

            El consejo de la mensajera del Señor es: “La salvación no radica en ser bautizado, ni en tener nuestros nombres registrados en los libros de la iglesia, ni en predicar la verdad, sino en una unión viviente con Jesucristo para tener un corazón nuevo que haga las obras de Cristo en fe, en obras de amor, de paciencia, de humildad y de esperanza” (Evangelism, pág. 319).

            “La relación con una iglesia no reemplaza a la conversión. El aceptar el credo de una iglesia no es de ningún valor para ninguna persona si el corazón no experimenta en realidad un verdadero cambio” (Evangelismo, pág. 16).

JESUS DEBE SER REAL

            El estar preparados para ser miembros de la iglesia implica un encuentro personal con el Salvador de la humanidad. Jesús debe ser real y debe manifestarse evidentemente en la vida. Su influencia no puede ser ni indefinida, ni oculta ni secreta. Si él mora en la vida del creyente, la nueva experiencia de éste será compartida, de alguna manera, con todos los que encuentre.

            Ni los pastores ni los laicos debemos establecer requisitos que Dios no haya ordenado para formar parte de la iglesia. El formar parte de la iglesia implica ingresar en la familia de Dios, y es algo que está administrado por seres humanos. Es un privilegio y una responsabilidad concedida por Dios por medio de su cuerpo representativo aquí en la tierra, sólo a aquellos cuya vida da evidencia de haber sido transformada por la presencia interior del Espíritu Santo. Si esta transformación no es evidente, no debiera concedérsele feligresía en el cuerpo de Cristo a dicha persona, ni siquiera debiera retenérsela en él.

            Es nuestra responsabilidad conducir a la persona que busca la salvación hasta los pies de la cruz de Jesucristo, nuestro maravilloso Señor. Allí el pecador debe rendirse en total sumisión y obediencia completa a los requerimientos de Cristo, su Salvador, con quien ha llegado a relacionarse personalmente. Debe confesar sus pecados a Dios. Entonces entra en el reino de Dios. Se sucede entonces un período durante el cual los frutos de la conversión comienzan a observarse en su vida. Una vez que aparezca ese fruto, por medio de su conocimiento de la verdad y del poder del Espíritu Santo, entonces estará listo para el bautismo, que debiera serle administrado sin más demora. El bautismo por inmersión es una manifestación de que la nueva vida en Cristo Jesús ha comenzado. Es un testimonio al mundo de que Jesucristo vive en el corazón del creyente.

DEBE SER DETERMINADO INDIVIDUALMENTE

            El bautismo es un reconocimiento de una vida que ya ha sido transformada. Es una señal exterior que confirma el hecho de que algo ha ocurrido en el interior del creyente. Algunas veces este cambio se produce con cierta rapidez, de manera que determinar si alguien está preparado para el bautismo o no debe ser el resultado del estudio individual de cada caso. Esto debe ser así porque se trata de una experiencia individual. Presionar a alguien para que se bautice es una equivocación. Conducirlo al bautismo es la clave del éxito. Si nos adelantamos al Espíritu Santo, estamos condenados al fracaso. Estaremos bautizando gente que no se encuentra preparada. En cambio, cuando vamos al paso del Espíritu Santo incorporaremos un verdadero miembro en la familia de Dios. Los pastores deben vivir muy cerca de Dios cada día para saber cuándo están avanzando al paso del Espíritu Santo.

            No todas las conversiones son iguales. Una persona no tiene derecho de juzgar la calidad de la conversión de otra o la falta de ella, comparándola con su propia experiencia, pues no tienen por qué tomar el mismo camino los dos. Pero la conversión, no importa cuándo ocurra ni cómo, debe ser una experiencia previa al rito del bautismo.

            Aveces se bautiza a alguien prematuramente. Es una lástima que esto ocurra. La manera de evitarlo no consiste en mantenerse inactivo. Puede ser que en algunos asuntos esta actitud resulte conveniente, pero no en éste. Podemos cometer una equivocación lamentable si dejamos de bautizar a alguien cuando llega el momento oportuno. A menudo he dicho, especialmente al hablar de los jovencitos de corta edad, que prefiero bautizar a alguien dos veces que no bautizarlo nunca. “Cuando dan evidencia de que entienden plenamente su posición, han de ser aceptados” (Testimonios para los Ministros, pág. 125).

            Muchas veces se insta a la gente a postergar este importante paso, pero la mensajera del Señor dice así: “Hay una cosa que no tenemos derecho a hacer, y ésta es juzgar el corazón de otro hombre o impugnar sus motivos. Pero cuando una persona se presenta como candidato para ser miembro de la iglesia, hemos de examinar el fruto de su vida y dejar la responsabilidad de sus motivos con él mismo” (Evangelismo, pág. 234).

            Que el Señor nos ayude a no estorbar el camino de las almas que quieren entrar en el reino de Dios, y que nos ayude también a estar seguros de que estamos bautizando a los que han manifestado genuina conversión mediante la evidencia del fruto del Espíritu en sus vidas.

Sobre el autor: Pastor de la Iglesia Adventista de Grand Junction, Estado de Colorado,

Estados Unidos