Un veterano administrador eclesiástico analiza el papel que desempeña la disciplina eclesiástica. Corno equilibrar la justicia y la misericordia en el ejercicio de la disciplina, y como distinguir la conducta censurable.

Aún antes de comenzar a elaborar una respuesta para este interrogante, habría que resolver otro problema: ¿Cuán importante es que la iglesia sea pura y unida? La respuesta es obvia si formulamos una tercera pregunta: ¿Cuán importante son la pureza y la unidad para Dios? Porque Dios programó a la iglesia sobre la base de su propio carácter.

¿Cómo es el carácter de Dios? Dios es santo. Dios es justo. Dios es uno. Por lo tanto, Dios pretende que su iglesia sea pura, inmaculada y unida. Cuando la iglesia no es santa o está desunida, niega el carácter de Dios; y en la medida en que a la iglesia le falte el carácter de Dios, le faltará el poder de Dios para actuar.

Por cierto, una iglesia que riñe y que está dividida proyecta una imagen de Dios que puede desviar a la gente del sendero. La gente cree en el amor, la pureza y la unidad cuando las ven y las experimentan. Cuando la iglesia compromete los principios y se vuelve hipócrita en doctrina o en acción, su poder se disipa. Entonces el testimonio de la iglesia para con el mundo es ineficaz y se frustra el propósito de proporcionar un círculo familiar (koinonía) en el cual los miembros puedan crecer hasta la madurez de Cristo (Efe. 4:11-16). Cuando faltan el amor o la disciplina, se daña la misión de la iglesia en su misma esencia. Aquí nos encontramos frente a frente con un problema básico: ¿Cómo puede la iglesia equilibrar la justicia con la misericordia, la disciplina con la aceptación amorosa? ¿Cómo puede la iglesia mantener la unidad y la pureza al mismo tiempo?

La palabra clave es equilibrio; algo que no es fácil de alcanzar. Parecería que debemos luchar permanentemente con los ardientes unificadores por un lado, y los purificadores profesionales por el otro. La tendencia humana polarizada es la de unir a toda costa, no importa cuánto dejen que desear la doctrina y  o la conducta, o la de proceder a separar el trigo de la cizaña ¡ahora!

Efectivamente, hasta cierto punto la separación es esencial para la santidad. Sin embargo, existe una separación impía separación que descuida el amor y la misericordia, y desciende inevitablemente hasta el juicio indiscriminado y el cisma. De igual manera la unidad es buena es el carácter fundamental de la Divinidad y debe reflejarse en la vida de la iglesia. Sin embargo, la unidad impía aparece cuando el precio que se paga para obtener la unidad es la infidelidad, la componenda y la contaminación de la doctrina.

¡Qué dilema! Sin embargo existe una solución: es el ejercicio de la disciplina eclesiástica apropiada, claramente sancionada en la Biblia. En casos extremos, la disciplina eclesiástica separa a las personas de la comunión con la iglesia. El Nuevo Testamento presenta en términos generales los principios de la disciplina eclesiástica apropiada. El mismo Maestro aclaró a quién se debe disciplinar, por qué se lo debe disciplinar y cómo se lo debe disciplinar. Un vistazo al modelo neotestamentario nos permitirá evitar los excesos y alcanzar el equilibrio disciplinario.

¿A quiénes se debe disciplinar?

El Nuevo Testamento permite ver claramente que se debe disciplinar a una persona cuando es culpable de persistir abiertamente en una conducta inmoral. “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros”, aconsejó el apóstol Pablo (1 Cor. 5: 13). Los apóstoles exigían el mismo trato severo por el culpable de enseñar herejía: “Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gál. 1: 9). Juan llegó a decir de los promotores de herejía: “Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido! Porque el que le dice: ¡Bienvenido! participa en sus malas obras” (2 Juan 10, 11).

Debe notarse que la disciplina recomendada por estos dos cargos es indulgente con el que cae en algún pecado del espíritu o el que peca y se arrepiente (véase 1 Juan 5:13-18). No obstante, debe aplicarse la disciplina más estricta al que peca deliberadamente y continúa impenitente en abierta violación de la ley de Dios. También es importante notar que la disciplina en asuntos de fe no debe aplicarse a los que sólo tienen interrogantes y dudas personales. Judas escribió sobre este punto: “A algunos que dudan, convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego” (Judas 22, 23). Pero cuando las dudas personales se alimentan y se comentan hasta el punto de que se proclaman enseñanzas contrarias a los fundamentos del Evangelio, la disciplina eclesiástica es indispensable.

Cuando la iglesia no disciplina en los casos de inmoralidad pública y contumaz y de enseñanza de herejías, se hace culpable del pecado de impureza y de unidad impía y cae bajo el juicio de Dios. Por otro lado, cuando se dispone la separación por otras razones que no sean el abandono moral o la enseñanza de herejías, la iglesia se hace culpable de separación impía y del pecado de cisma, que de igual manera la coloca bajo el juicio de Dios.

Quizá el problema más difícil en relación con esto sea determinar qué constituye herejía censurable. Los principios bíblicos indican que la herejía censurable tiene que ver con los fundamentos de la fe cristiana, las doctrinas cardinales de la iglesia. Enseñar creencias contrarias a tales fundamentos, hasta el punto de participar de una oposición divisiva o desleal contra la iglesia, es herejía. Una prueba segura de herejía estaría dada por la negativa de un miembro a someterse a la autoridad y disciplina de la iglesia.

¿Por qué la iglesia debe disciplinar?

El propósito principal de la disciplina es salvar o restaurar a la persona que ha pecado. La disciplina en los días de Pablo era “a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús” (1 Cor. 5: 5). Por medio de la disciplina, los hombres tenían que aprender a no blasfemar (véase 1Tim. 1:20).

Pablo escribió a la iglesia de Tesalónica: “Hermanos, no os canséis de hacer bien. Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. Mas no lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano” (2 Tes. 3:14-15).

En resumen, la disciplina de la iglesia debe ser un medio de gracia, no de destrucción; una evidencia de amor, no de odio o de temor.

Un segundo motivo para aplicar disciplina eclesiástica es que los otros se escarmienten. En este sentido la disciplina es una fuerza para disuadir del pecado. “A los que persisten en pecar, repréndelos delante de todos, para que los demás también teman” (1 Tim. 5:20).

En la disciplina apostólica podemos observar un tercer motivo legítimo: la disciplina de la iglesia puede ser útil para proteger la reputación de Cristo y de la iglesia. El buen nombre de la iglesia y del cristiano no debe ser infamado por la censura pública. La iglesia debe actuar con prudencia en este sentido. La protección así obtenida se extiende a todos los miembros de la iglesia. No se le debe dar vía libre a la deshonra. Sin embargo, y de manera significativa, el motivo de la protección está en el fondo de esta enseñanza neotestamentaria.

La protección está implícita, pero evidentemente no es el motivo principal en la mente del apóstol. El nombre de Cristo y de la iglesia son fuertes y perfectamente capaces de sobrevivir a los fracasos humanos. También puede serlo el cristiano que confía en Dios. ¿Podría darse el caso, asimismo, de que existiera el temor de que la protección se convirtiera en el motivo principal en lugar del amor por el pecador, y que la disciplina pudiera degenerar rápidamente hasta convertirse en variadas formas de inquisición?

Uno debe observar que el propósito de la disciplina eclesiástica nunca es punitorio o retributivo. Nuestro Dios se reserva la retribución para sí. “Amados míos -escribe Pablo a los romanos- no os venguéis vosotros mismos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Rom. 12:19).

En resumen, la enseñanza bíblica excluye todo legalismo, espíritu de venganza, temor, orgullo, o presunción humana en la aplicación de la disciplina de la iglesia.

En la iglesia sólo Dios puede ser el juez inapelable. Nosotros no somos más que receptores de su misericordia.

¿Cómo debe administrarse la disciplina eclesiástica?

El primer paso en el ejercicio de la disciplina es la oración y el autoexamen. Dijo el Señor: “Saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mat. 7: 5). Pablo estableció las reglas básicas que excluían la presunción, la rivalidad, los celos y la maldad. “Vosotros que sois espirituales -dijo-, restauradle al que yerra con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gál. 6:1, 2).

“Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar nuestro orgullo, y aun de dar la vida para salvar a un hermano desviado, no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estamos preparados para ayudar a nuestro hermano. Pero cuando lo hayamos hecho, podremos acercarnos a él y conmover su corazón. La censura y el oprobio ro rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados” (El Discurso Maestro de Jesucristo, pág. 109).

La persona que no ha examinado cuidadosamente su propia vida está incapacitada para ser agente de Dios para aplicar disciplina.

El Maestro mismo ha bosquejado el modelo neotestamentario para la disciplina eclesiástica (véase Mat. 18:15-18).

El primer paso consiste en ir al hermano para darle un consejo personal. “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano” (vers. 15)

Pablo recalca la importancia de este primer paso (véase Gál. 6:1, 2; Rom. 15:1). Para él era una práctica cismática y perniciosa ir antes a cualquier otro. Cuando uno habla primero con otros, pronto comienzan a circular informes desfavorables en la iglesia. Se entera una persona, y luego otra y otra más, hasta que la salvación del pecador se hace casi imposible.

El segundo paso, en caso de que el primero no surtiera efecto, consiste en hacerse acompañar por otros miembros piadosos para aconsejar al que yerra. “Más si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra” (Mat. 18:16).

Evidentemente, Pablo practicaba este procedimiento, pues aconsejó: “Al hombre que causa divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo, sabiendo que el tal se ha pervertido, y peca y está condenado por su propio juicio” (Tito 3:10, 11). Y no podía admitirse una acusación contra un anciano “sino con dos o tres testigos” (1 Tim. 5:19).

Entonces, como paso final, viene la disciplina eclesiástica colectiva. “Si (el pecador) no los oyere a ellos (esos “uno o dos”), dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mat. 18:17).

En relación con este procedimiento, debe observarse que las personas más indicadas para aplicar la disciplina eclesiástica son las que, además de tener solvencia espiritual, pueden hablar con autoridad en virtud de los cargos que desempeñan. Es peligroso y a menudo confunde a la gente el que alguien asuma la responsabilidad de administrar disciplina sin tener ninguna función específica dentro de la iglesia.

A manera de repaso del tema, me siento impulsado a hacer las siguientes observaciones:

  1. El mundo secular parece volverse cada día más negligente en los asuntos morales y en la observancia de los mandamientos de Dios. En una época tal, la iglesia no debe remover en lo más mínimo los hitos establecidos por Dios La disciplina eclesiástica correcta exige una acción pronta y decisiva. Por otro lado, nadie puede atreverse a sustituir algunas de las normas proclamadas en la Palabra de Dios y adoptadas por la iglesia en favor de normas privadas. Ningún ministro, ninguna iglesia ni asociación tienen autoridad para establecer pruebas de disciplina para la iglesia mundial.
  2. Si hay que separar de la feligresía de la iglesia a los miembros que yerran, esto debe hacerse tal como ha sido expuesto en el modelo apostólico. Además de ésta, desgraciadamente vemos que existen muchas maneras para ahuyentar a un miembro indeseable o para separar, herir, disciplinar o castigar al que yerra. Se suele recurrir, de vez en cuando, a la crítica, a presiones impías desde el púlpito o mediante las publicaciones y a otros métodos antibíblicos. El resultado es a menudo el pecado del cisma, pecado que Dios no mira ligeramente. Pablo pone pleitos, celos, contiendas, disensiones e intrigas junto con otras obras de la carne (véase Gál. 5: 19-21).
  3. El equilibrio divino ante la justicia, el amor y la fidelidad es el camino del Calvario, transitando el cual es imposible tener demasiado amor, o demasiada justicia. Desgraciadamente, sin embargo, es perfectamente posible tener, en vez del amor abnegado del Calvario, una máscara de amor que oculta la infidelidad y una máscara de fidelidad que oculta la falta de amor.

De manera que volvemos a nuestro punto de partida: El carácter de Dios debe reflejarse en su pueblo hoy en día, porque Dios organizó a la iglesia según el patrón de su propio carácter. La disciplina eclesiástica es el instrumento humano que Dios usa para cumplir su designio.

Sobre el autor: Walter Raymond Beach, ex secretario de la Asociación General. Está jubilado y vive en Loma Linda, California.