Pregunta 23

¿Por qué los adventistas ponen tanto énfasis en las profecías, especialmente en Daniel 8 y 9? ¿No deberíamos, antes bien, insistir y colocar nuestro afecto en Jesucristo y en la salvación por la fe en él? ¿No son las frustradas esperanzas de 1844 un fundamento más bien inseguro sobre el cual basar nuestra esperanza del inminente regreso de nuestro Señor?

Las profecías de Daniel 8 y 9, las cuales creemos indisolublemente unidas, nos son muy apreciadas por la sencilla razón de que entendemos que su propósito fundamental consiste en la presentación de Jesucristo como nuestro sacrificio expiatorio, hecho en el Calvario diecinueve siglos atrás, y nuestro sacerdote mediador en el cielo durante los siglos subsiguientes, previamente a su venida como eterno Rey de reyes en gloria suprema.

Creemos que los capítulos 8 y 9 están inseparablemente relacionados el uno con el otro, porque se refieren a los maravillosos acontecimientos preparatorios y a las admirables provisiones de la primera y la segunda venidas de Jesucristo nuestro Señor. Y para nosotros, estas dos venidas constituyen los dos centros relacionados entre sí de las provisiones redentoras de Dios para el hombre.[1] Deben constituir los puntos focales del tiempo y la eternidad. Para nosotros no hay en toda la Palabra profética otro despliegue mayor de las provisiones del Evangelio.

En la primera venida, el Hijo de Dios encarnado vivió sin pecado entre los hombres, como el gran siervo de Dios, como revelador y como nuestro ejemplo. Luego, como el Cordero de Dios, padeció una muerte vicaria, expiatoria y reconciliadora, en favor de un mundo perdido (2 Cor. 5:19). Y este tremendo acto redentor ocurrió en “medio” de la septuagésima “semana” de años de la profecía de Daniel.

Este acontecimiento trascendente certificó delante de todo el universo la integridad de las múltiples promesas de redención mediante Cristo. Y fue confirmado por su resurrección triunfante de los muertos y su ascensión al cielo, donde, como nuestro gran Sumo sacerdote, ministra en la presencia de Dios los beneficios de la expiación hecha en el Calvario. Y creemos que, según la promesa y la profecía, entró en la segunda y final fase, el juicio, de ese ministerio celestial cuando terminó el gran período de 2300 años de días en 1844, tal como está predicho en Daniel 8:14.

A la conclusión de su obra como mediador, entendemos que terminará para siempre el tiempo de gracia concedido a los hombres, porque cada caso habrá sido decidido para la eternidad, y la justicia de Dios habrá sido vindicada ante todas las inteligencias creadas del universo. Entendemos que esto será seguido por la segunda venida personal de Cristo con poder y gloria, para resucitar a los justos muertos y darles el estado de inmortalidad, y al mismo tiempo para trasladar a los justos vivos (1 Cor. 15:51-54). Ambos grupos de redimidos —los resucitados y los que estaban vivos— serán arrebatados juntamente para recibir al Señor en el aire, para estar para siempre con él (1 Tes. 4:17).

Tal es, para nosotros, la gloriosa relación y la maravillosa revelación de estos dos capítulos. Describen, e implican, la milagrosa encarnación del Señor su vida sin pecado, su ungimiento confirmado divinamente, su muerte expiatoria, su resurrección triunfante, su ascensión literal, su ministerio mediador— y luego su glorioso regreso para reunir a sus santos para que estén para siempre con él. Creemos que en esto consiste el corazón y la plenitud del Evangelio. Por esto encontramos .Satisfacción en espaciarnos en estos capítulos proféticos, que describen los dos admirables advenimientos de nuestro Señor, y sus aspectos relacionados con la redención.

Los siglos de la era cristiana, a partir de la cruz, que ahora se aproximan a su final, aparecen esquematizados profética- mente en estos capítulos para que comprendamos la secuencia de los acontecimientos, que están anclados a una fecha inicial inamovible. Así podemos conocer los’ tiempos, o los días finales, en los que vivimos en la realización del gran plan de redención de Dios para todos los hombres de todas las épocas.

La profecía es, básicamente, la revelación de la actividad redentora de Dios mediante Jesucristo. Estos capítulos, por lo tanto, nos resultan preciosos, porque constituyen la piedra profética fundamental del imponente arco de la completa y gloriosa salvación mediante Jesucristo. Para nosotros, esto no significa honrar y amar menos a Cristo, sino que es otra revelación, no muy puesta de relieve en la actualidad, de nuestro incomparable Señor y Salvador. Por esto nosotros, como adventistas del séptimo día, tenemos un interés tan grande y una creencia tan profunda en la majestuosa presentación de las profecías de Daniel 8 y 9.

En lo que se refiere a la segunda pregunta —concerniente al chasco de 1844—. Pensamos que estos dos capítulos no solamente describen los acontecimientos que conducen a los dos advenimientos, sino que también ambos fueron acompañados por una grave incomprensión inicial y un chasco. La primera frustración la experimentaron los discípulos cuando Jesús murió en la cruz como el Cordero de Dios. La otra la sufrieron los que esperaban el regreso de su Señor en gloria en 1844, y que, como los discípulos, descubrieron su error de interpretación concerniente al acontecimiento predicho. Cuando los discípulos vieron que Jesús moría en la cruz, se chasquearon amargamente. Sus esperanzas quedaron deshechas, porque se persuadieron de que Jesús era el Mesías prometido, según había sido confirmado por su ungimiento por el Espíritu Santo. Lo habían oído declarar que el “tiempo” profético de su aparición se había “cumplido” (Mar. 1:15). Indudablemente se refería a la terminación de las 69 semanas de años y al comienzo de la sexagésima semana de la profecía de Daniel. Habían sido testigos de su muerte en un tiempo prefijado, pero no comprendieron la significación de su sacrificio expiatorio hasta después de la resurrección.

No habían sido capaces de captar la idea de que experimentaría una muerte violenta “a la mitad de la semana” final de esa gran profecía mesiánica. Habían pensado que en ese tiempo restauraría el reinado terrenal de Israel, y que ellos tendrían un lugar prominente en ese reino. Cuando, en lugar de esto, fue juzgado y rechazado, y murió en el Gólgota, sus esperanzas murieron con él. Y cuando depositaron tiernamente su cuerpo en la tumba, sus esperanzas, pensaron ellos, quedaron sepultadas con él.

Pero todo cambió cuando resucitó triunfalmente de su muerte expiatoria. Entonces él mismo les presentó todas las profecías concernientes a su vida, muerte y resurrección. Después de su ascensión, sintieron que se desvanecía su gran chasco causado por su muerte en el tiempo señalado —tanto como su resurrección y ascensión para ministrar como sacerdote celestial en favor del hombre—, porque todo había ocurrido como Dios lo había dispuesto. Y esta secuencia de acontecimientos redentores constituyó en realidad el fundamento sobre el que se edificó la iglesia cristiana. El tiempo era correcto, pero el acontecimiento que se anticipaba —el establecimiento del reino en gloria— era equivocado. Cristo no ocuparía el trono en ese momento, sino que sufriría la muerte como nuestro sacrificio expiatorio, y luego como nuestro sacerdote mediador, ministraría ese sacrificio en el cielo en favor del hombre. Hasta que se cumpliera el tiempo no regresaría como conquistador y rey. Entonces todo se aclaró y pareció sencillo y razonable. Fue simplemente el cumplimiento del inmutable propósito de Dios, plenamente predicho por los profetas de la antigüedad.

Creemos que en forma similar, el grupo adventista de 1844, con los ojos puestos en otro “tiempo’’ futuro —el fin de los 2300 días de años— esperó equivocadamente que Cristo apareciera ese año como Rey de reyes y Señor de señores, para tornar el trono y reinar para siempre jamás. Pero esas esperanzas tampoco tenían garantía, en la promesa o en la profecía. Cristo, nuestro sacerdote celestial mediador, debía simplemente entrar en el momento establecido en la fase final, el juicio, de su doble ministerio sacerdotal, indicado por el juicio purificador, vindicador o justificador que señala el final de los 2300 años —antes de su venida como Rey de reyes con poder y gran gloria. Y creemos que esta venida no ocurrirá hasta el final del tiempo de prueba dado al hombre y el final del ministerio sacerdotal de Cristo.

El chasco de los creyentes adventistas experimentado en 1844 fue análogo, en un sentido, al chasco de los discípulos cuando esperaban que Cristo estableciera su reino en su primera venida. Ambos tenían razón en lo que concierne al tiempo, desde el punto de vista del cumplimiento de los períodos de tiempo proféticos, pero ambos estaban completamente equivocados en lo que concierne al acontecimiento que ocurriría. Sin embargo, el gran plan de Dios de efectuar una completa redención mediante Jesucristo siguió avanzando hacia su majestuoso final, y se siguieron cumpliendo cuidadosamente todas las múltiples predicciones, sin desviación alguna, de acuerdo con el eterno propósito de Dios en Cristo.

Por lo tanto, no aceptamos la idea de que la Iglesia Adventista haya surgido simplemente de un concepto equivocado sostenido por miles de miembros que pertenecían a las principales iglesias del Antiguo y Nuevo Mundo, respecto a la inminencia de la segunda venida, como tampoco admitimos que la iglesia apostólica surgió del concepto equivocado referente a los acontecimientos que acompañaron a la primera venida de Cristo.

En ambos casos el error de interpretación humana fue tan sólo un incidente pasajero que dio paso rápidamente a las verdades fundamentales permanentes que constituyeron la ocasión de los acontecimientos que siguieron y que proporcionaron una plena justificación de ellos. En cada caso ocurrió una comprensión más clara de nuestro Señor y de su obra redentora en favor del hombre.

En cada uno de estos dos casos era justificable que se pusiera énfasis en el tiempo, porque la Palabra profética estaba por cumplirse. En cada caso la verdad estaba anublada por las malas interpretaciones humanas. Pero el chasco inicial fue rápidamente seguido por la luz esclarecedora. En cada episodio, a pesar de las expectativas equivocadas iniciales, se había producido un tremendo cumplimiento en la realización de la maravillosa actividad redentora de Cristo en favor del hombre.

Así fue como ese error prematuro acerca del orden de los acontecimientos quedó rápidamente superado por un conocimiento y verdad permanentes. El breve error inicial de cada grupo fue reemplazado prestamente por una clara comprensión del propósito de Dios. La confusión acerca de la secuencia de los hechos en el desarrollo del plan de redención de Dios quedó aclarada prontamente por una nítida comprensión del perfecto plan de redención. La fe del adventismo, por lo tanto, está anclada en la perfección del plan y propósitos de Dios revelados a los hombres, y no en la imperfección del conocimiento y la comprensión humanos.

Nuestras esperanzas y expectativas están basadas sobre certidumbres divinas y no en las debilidades humanas. Se fundan en los hechos establecidos de la revelación divina, y no en una aplicación humana equivocada y pasajera. Se basan sobre el propósito soberano e inconmovible de Dios, y no en los conceptos errados y limitados del ser humano. Tal es el sólido fundamento de nuestra esperanza adventista. Ahí es donde colocamos el énfasis —en la fidelidad omnipotente e inalterable de Dios, y no en las vacilantes limitaciones del hombre. No censuramos a los apóstoles por su error, porque vemos la mano de Dios dirigiéndolo todo y sacándolos de las tinieblas. Tampoco censuramos a nuestros antepasados, porque nuevamente vemos la mano de Dios guiándolos a través de su chasco. Lo que en un principio constituyó una tremenda confusión, se convirtió rápidamente en un movimiento señalado por la bendición del Cielo.

Esta es, entonces, nuestra fe: Cristo ha ido avanzando de una fase a otra en su abarcante obra por la redención de la humanidad perdida y separada de Dios por el pecado. No ha fallado una sola provisión, ni tampoco fallará ninguna. Nuestra esperanza y nuestro triunfo están firmemente arraigados en él.


Referencias

[1] En la primera venida, Cristo se ofreció sin mancha a Dios (Heb. 9:14), para expiar nuestros pecados y reconciliarnos con Dios mediante su propia muerte vicaria. Esto estableció la base de todas las provisiones redentoras que seguirían. Y en la segunda venida, vendrá para realizar la redención de nuestros cuerpos (Rom. 8:23), y para borrar eternamente todo vestigio de los resultados del pecado. Su obra completa de redención gira en torno a estos dos centros.