Una de las cualidades que más llamó la atención de todos aquellos que tenían la oportunidad de contemplar y escuchar a Jesús, era cómo quedaba demostrada su comprensión del alma humana. Su simpatía hacia el ser humano y su compenetración con el que sufría o tenía necesidad eran perfectos.
Con razón se lee de Cristo lo siguiente: “El Salvador se trataba con los hombres como alguien que deseaba su bien. Les mostraba simpatía, atendía sus necesidades, y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Seguidme’ “.[1] Cristo tenía un perfecto método para aconsejar al que necesitaba de ello. Inspiraba confianza, captaba la indivisa atención de aquellos que atendía.
Nuestro Señor Jesús era un perfecto maestro y consejero que procuraba el bienestar, la seguridad y la paz no sólo de los hombres y mujeres que acudían a él, sino de la raza humana toda. Para lograrlo, tenía con ellos un trato digno de ser imitado por todo aquel que desee ser efectivo al atender las necesidades del que sufre, del confundido, del triste, y del deseoso de bien. Cristo el Consejero puede ser visto en plenitud al detenernos en la referencia clásica que presenta a un Maestro enseñando, a un Jesús lleno de simpatía y a un Señor ganando la confianza; en resumen, puede verse a un Cristo Consejero. Aunque con palabras sencillas, pero con sorprendente profundidad en significado, se dice de Jesús y su actuación que “…todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Entonces… le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro,… en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú pues, ¿qué dices?… Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por sus conciencias, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusan? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.[2]
Resulta de veras interesante para una persona observadora captar, en lo dicho por el narrador bíblico, la agudeza del Cristo consejero. En su proceder se podía observar la maestría con que enfrentaba las situaciones, el arte, cuidado y amor que desplegaba y mostraba para llamar la atención y ganarse la confianza de aquellos con quienes se trataba. Lograba una saludable y efectiva ascendencia que le permitía aconsejar a sus oyentes e indicarles seguir o hacer lo que era para su bien. Es admirable verlo ejerciendo la función de Maestro: enseñando y aconsejando.
Para el educador, para el padre o la madre, para el dedicado trabajador, para el profesional o el ejecutivo, en fin, para el que ha de ser en determinado momento voluntaria o involuntariamente consejero, el cuadro, la actitud y las palabras de ese Cristo consejero sin duda hará renacer en su ser el deseo de no sólo aprender de él, sino que revivirá el afán y esperanza de poder conducir a otros por el camino del bien: “edificar su carácter” y “procurar restaurar la imagen de Cristo en los que han sido puestos bajo su cuidado”.[3]Esa es una gran obra, muy necesaria en este tiempo, y en la que conviene imitar a Cristo, el Consejero.
Cristo, el maestro
Entre el grupo de hombres y mujeres que deseaban poder emular como maestros al dulce Rabí de Galilea hubo, sin duda alguna, momentos de gozo, reflexión y dedicación en el cumplimiento de sus tareas. Ocasiones en que miraron hacia el pasado, y días en que vislumbraron el futuro.
No ha de sorprender que una u otra de las ocasiones les haya traído dudas lo mismo que seguridad al enfrentarse a los desafíos de la tarea y al enfrascarse en el cumplimiento de ella. Y esto, debió ser más evidente si en su luchar relució con los destellos que le son propios, el Maestro: Cristo nuestro Salvador. Jesús, que poseía en toda su extensión el arte de explicar de tal manera que era fácilmente entendido, llega a Nazaret, después de una jornada didáctica en campos y ciudades, en colinas y en casas. En cada una de esas ocasiones desplegó sus actividades en forma tal que era notorio su ejemplo como maestro.
“Y venido a su tierra (Nazaret), les enseñaba…, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría…? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas?… ¿De dónde, pues, tiene éste todas estas cosas?”.[4] Al leer esa descripción de esos momentos de la vida del Salvador, nos vemos impulsados a observar con los ojos de la imaginación las características sobresalientes que resaltan aun a primera vista:
1. Jesús enseñaba.
2. La gente estaba maravillada de su enseñanza.
3. Quedaron atónitos porque no esperaban o suponían que tuviera “letras” o que tuviese esa clase de conocimientos.
4. Su cuna y familia no suponían tal actuación.
Aunque a algunos expectadores les resultaba algo muy sorprendente e imposible de creer, la enseñanza de Jesús, su método y los resultados de los mismos, hacían evidente que era un maestro, realmente el Maestro. Es de suponerse que muchas veces, más de un educador, educando, o persona pensante se habrá preguntado: ¿Por qué fue Jesús así? ¿Cómo lograba ser de esa manera? Pues, de veras era diferente.
Algunas veces hay quienes pretenden explicarlo diciendo que esto sencillamente fue porque era divino, el “Hijo de Dios”, porque era el que desde el principio era como Dios y era Dios. Pero, el hijo del hombre, el “hijo de María”, el Salvador que tomó nuestra naturaleza, y que anduvo enseñando en campos y ciudades, en las colinas y en las casas, era diferente, no por ser el hijo de Dios, sino por su forma de ser maestro. El secreto estaba en sus dones o características personales, en su ejemplo y su carácter.
Cristo Jesús: “Practicaba lo que enseñaba. Y más aún, él era lo que enseñaba. Sus palabras no sólo eran la expresión de la experiencia de su vida, sino de su carácter. No sólo enseñó la verdad; él era la verdad. Eso fue lo que dio poder a su enseñanza”.[5] Además de hablar según su experiencia y carácter, practicaba lo que enseñaba.
Su método de enseñanza y las palabras contenidas en el mismo se caracterizaban por no ser palabras huecas, por no ser palabras que sólo satisfacían el ego. “Nada dijo para satisfacer la curiosidad o estimular la ambición egoísta. No se ocupó de teorías abstractas, sino de lo que es indispensable para el desarrollo del carácter, con lo que ampliará la aptitud del hombre para conocer a Dios y aumentará su poder para hacer el bien. Habló de las verdades que se refieren a la conducta de la vida, y que unen al hombre con la eternidad”.[6]
He ahí algunos secretos del éxito de la enseñanza de Jesús. Ese magisterio estaba salpicado de simpatía, lleno de fe y amor, y dotado de una profunda comprensión del alma humana. Se revelaba el Señor como el Maestro de los maestros y ejemplo a ser emulado por quienes por medio de la enseñanza desean “transformar la humanidad” y hacer volver al hombre “a la perfección con que había sido creado”.[7] Sus secretos son asequibles a quienes con fe, simpatía y amor se dediquen a no sólo comprender a su prójimo, sino a trabajar por ellos.
Esos secretos hacen que consideremos que: “El que trata de transformar a la humanidad, debe comprender a la humanidad. Sólo por la simpatía, la fe y el amor, pueden ser alcanzados y elevados los hombres. En esto Cristo se revela como el Maestro de los maestros…”.[8] La paciente y amorosa consideración de Cristo, el Maestro, induce a aprender de él y a tratar de ser y hacer como él.
Cristo, el administrador y guía
Al detenernos a pensar y a mirar con toda la vivacidad de nuestra imaginación a nuestro Salvador Jesús al escoger a sus discípulos, y darnos cuenta de quiénes eran, cómo eran y de dónde venían, nos vemos confrontados por situaciones paradójicas muy significativas y dignas de ser analizadas, aprendidas y seguidas.
Jesús estaba a punto de escoger el personal que trabajaría con él en la tarea de dar a conocer al mundo entonces conocido el camino hacia una vida de paz y felicidad plena y eterna. Estaba por seleccionar al grupo de personas que administraría y guiaría en esa delicada labor. Pensaríamos, de estar en su lugar, en escoger para esos fines de entre los más presentables, capaces, educados, inteligentes, etc., con el objeto de que el trabajo resultase efectivo y más fácil para el que habría de administrar el proceso de la labor y guiarlos en la tarea.
Pero, el Maestro, a diferencia de cómo lo hubiéramos hecho tú y yo, y muchos otros, mientras transitaba por los caminos de Galilea, allí, junto al Mar de Galilea, al ver “a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores… les dijo: venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres. Pasando de allí, vio a otros dos hermanos, Jacobo hijo de Zebedeo, y a Juan su hermano, en la barca con Zebedeo su padre, que remendaban sus redes; y los llamó. Y ellos, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron”.[9] A primera vista parecería una selección al azar, un mal principio de administración que diría cualquiera que estaba llamado a dar resultados catastróficos.
Así fueron seleccionados los primeros discípulos. “Escogidos de entre el pueblo común. Estos pescadores de Galilea eran hombres humildes, sin instrucción, cuyo conocimiento no consistía en el saber y las costumbres de los rabinos, sino que provenía de la severa disciplina del trabajo rudo. Eran hombres de capacidad innata y de espíritu dócil, hombres que podían ser instruidos y formados…”.[10]
El grupo de discípulos estaba formado por una variedad de caracteres. Sin embargo, existía en ellos lo que podría llamarse el factor común que el Gran Administrador buscaba: un espíritu dócil que permitiría que fuesen instruidos y formados. Jesús deseaba personas que pudiera guiar, moldear, pulir y transformar en hombres capaces y dedicados a la tarea.
La labor desarrollada por el Maestro con ese reducido grupo probó ser significativa y efectiva, pues se muestra no únicamente en la forma en que se esparció el evangelio que proclamaron, sino en los rasgos de carácter que pudo observarse en ellos después de su relación con el Señor.
Cristo como administrador y guía sentó magníficas pautas al escoger y tratar a sus discípulos, y al administrar el programa de sus actividades. Las pautas establecidas por Jesús, indicadoras de equilibrio en administración y una muestra de su manera correcta de guiar, pueden notarse en la forma en que hizo su selección, y su ulterior proceder con ellos. Al hilvanar los pasos dados por el Maestro, notamos lo siguiente:
1. Los acogió sin los estereotipados y traicioneras distinciones que contaminan la época.
2. Los escogió por cualidades no aparentes a simple vista.
3. Los tomó tal cual eran y los ayudó a desarrollarse y llegar a ser lo que fueron.
4. Desarrolló en ellos los rasgos de carácter y de personalidad que necesitaba para cambiar el curso del mundo.
Ese puñado de hombres fue guiado en forma tal, que Jesús logró desarrollar en ellos los rasgos de carácter y de personalidad que necesitaba, y las cualidades que requería la tarea de cambiar el curso del mundo. Logró transformar a Juan de egoísta y criticón, en el amable, dedicado y servicial discípulo amado; al inescrupuloso Mateo en el atento y honrado servidor, al voluntarioso Pedro en el sacrificado y sumiso trabajador. El Señor “…toma a los hombres tales como son, con los elementos humanos en su carácter, y los prepara para su servicio…”.[11]
Cristo, el Administrador y Guía no sólo dio ejemplo de cómo tratar a los seres humanos y desarrollar en ellos los rasgos de carácter y de personalidad deseables, sino que puede y desea hacerlo en nosotros y por nosotros. Permitámosle hacerlo.
Sobre el autor: es secretario de campo de la División Interamericana.
Referencias:
[1] Elena de White, El ministerio de curación, pág. 102.
[2] Juan 8: 2-11.
[3] Elena de White, Consejos para los maestros, padres y alumnos, pág. 50.
[4] Mateo 13.54-56.
[5] Elena de White, La educación, pág. 78
[6] lbid., pág. 81.
[7] Ibid., pág.16.
[8] Ibid., pág. 78.
[9] Mateo 4: 18, 19, 29, 22.
[10] Elena de White, La educación, pág. 85.
[11] Elena de White, El Deseado de todas las gentes, pág. 261.