Dios está haciendo una obra maravillosa, creando en nuestra iglesia, en todas partes, un hambre de espiritualidad como si una gran sed estuviera creciendo dentro de nosotros que no se satisfará con ninguna otra cosa sino con grandes sorbos de Dios mismo.

            La doctrina y la teología no podrán satisfacer por ellas mismas este deseo puesto por Dios, ni tampoco los esfuerzos evangelísticos o las mejores decisiones y reglamentos administrativos. Nuestros corazones fueron creados de tal modo que nada, excepto la presencia y el poder de Dios en nuestras vidas, pueda apagar esta sed. Y el hecho de que sólo él esté creando este deseo, nos asegura que lo satisfará, si acudimos a su presencia. Después de que el fracaso de nuestros esfuerzos para gratificamos a nosotros mismos se hace evidente, volvemos nuestro ser interior al Señor, quien nos espera para que reconozcamos que nada menos que Dios mismo saciará los más profundos anhelos de nuestras almas. Dios ha esperado hasta que hayamos gastado las energías de nuestra carne para hacer su obra, hasta que estemos agotados de tanto luchar, para que nos demos cuenta que todo viene de él, es por medio de él, y vuelve finalmente para glorificarlo a él (Rom. 11:36).

            Sería una tragedia, sin embargo, si como las cinco vírgenes fatuas, no respondiéramos a sus iniciativas, ya sea por torpeza o timidez espiritual. Durante demasiado tiempo hemos permitido que un comprensible temor por los excesos, abusos y falsificaciones pentecostales, nos impida movemos profundamente en las cosas del Espíritu. Dios no espera que guardemos nuestras facultades racionales cuando nos aproximamos a él, o que neguemos o perdamos el control de nuestras emociones. Tanto las emociones como la razón tienen una función crucial en la vida del cristiano. La clave está en lograr el equilibrio.

            Y, sin embargo, permanecer como cristianos racionales, emocionales o conductistas, a expensas del Espíritu, es generar una esterilidad que queda muy lejos del ideal de Dios para nosotros. Él nos llama a ser cristianos espirituales, lo cual significa que nuestras mentes, emociones, y voluntades encontrarán sus fuentes y expresiones más profundas en la íntima comunión con el Espíritu Santo: con Dios mismo.

            ¿Qué significa ser un cristiano espiritual? Más que cualquier otra cosa, significa que podemos, desde una perspectiva totalmente diferente que antes, confrontar y vencer los desafíos que inevitablemente encontraremos.

            Cuando problemas aparentemente insolubles desafían a la junta directiva de la iglesia o a la de ancianos, la oración asume una nueva dimensión para los cristianos espirituales: en vez de seguir siendo una función formal o rutinaria al principio de cada reunión de la junta, la oración se convierte, más que en una formalidad para cumplir un punto de la agenda, en una lucha con Dios, durante semanas si es necesario, hasta que él revele su voluntad en una forma que resulte totalmente clara.

            Cuando el deseo de ganar almas para su reino arde dentro de nosotros, como cristianos espirituales necesitamos ser sensibles al hecho de que Dios puede prohibimos predicar el evangelio en Asia o Bitinia y llamarnos más bien a Macedonia (Hech. 16:6-9). Debemos estar abiertos a su llamado, en cualquier dirección que él nos conduzca.

            Cuando los niños de nuestras escuelas estén atrapados en el vicio del cinismo acerca de la iglesia y de las cosas de Dios, es tiempo de comenzar la guerra. Pero nuestras armas no son las de la ciencia del comportamiento ni las metodologías materialistas seculares. Estamos afrontando una batalla espiritual, y por lo tanto necesitamos armas espirituales. Puede ser que como cristianos espirituales ya no podamos resolver este problema con métodos terrestres, del mismo modo que no podemos curar enfermedades con cartas astrológicas. Dios nos ha dado poder divino para derribar fortalezas, argumentos y toda altivez que se levanten contra el conocimiento de él (2 Cor. 10:3,4).

            Ese poder viene al librar la guerra en el reino del Espíritu, principalmente a través de la oración. Pero para hacer esto, los ministros mismos deben ser cristianos espirituales. Ya ha pasado el tiempo cuando las calificaciones académicas eran las únicas que nos capacitaban para ponernos de pie delante de nuestro pueblo e impactarlos en formas que podrían determinar su destino eterno.

            Cuando los pastores preparan sus sermones y ministran las necesidades personales de sus congregaciones, deben buscar la voluntad de Dios para aquellas personas. Es imperativo cooperar con su voluntad en sus vidas, en vez de obrar contra ella, lo cual ocurre con frecuencia. ¡Qué trágico resulta nutrirlos con alimentos para la mente, las emociones o la voluntad, cuando Dios anhela alimentar sus espíritus con él mismo!

            Siempre que confrontemos dilemas de cualquier clase, no importa cuáles sean las circunstancias, operar en el Espíritu nos capacita para aprender cómo escuchar la voz de Dios individual y corporativamente. Esto es lo que significa ser un cristiano espiritual.

            Pero esto sólo nos puede ocurrir cuando, en respuesta al deseo ardiente que él ha puesto en nuestro corazón, decidimos beber profundos sorbos de la fuente que el Señor mismo anhela dar a aquellos que en debilidad, dependencia, y pecaminosidad, clamen por ser llenados de las cosas de Dios.

Sobre el autor: es pastor de la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Bishopdate, en el sur de Nueva Zelanda.