El autor formula esta afirmación en base a hechos incontrovertibles y nos invita a abordar esta reflexión de un modo directo, franco y sincero. Este tema no pretende ser una denuncia, sino una ferviente invitación a la reforma y a recuperar nuestro “primer amor”.

No se debiera considerar como una ingenuidad afirmar que vivimos en tiempos difíciles. En el mundo las escalas de valores cambian al compás de cada día. La ética situacional ha llegado incluso a relativizar hasta la misma verdad. Actualmente, en la sociedad secular, resulta posible mentir “oficialmente”, sin que ello sea censurable. Por su parte, la iglesia, que está en el mundo pero no es del mundo (Juan 17:15,16), pareciera no haber podido evitar que ciertas modalidades seculares se hayan filtrado en su seno.

Con pena nos parece detectar, en diferentes niveles, ciertas realidades que expresan un deterioro, un mal inherente, una manifestación malsana de la que no se habla, pero que se conoce. Una conducta que no se aprueba, pero con la que se convive.

A causa de que la descripción teórica podría resultar insuficiente para clarificar nuestro pensamiento, referiré algunas situaciones que si bien son diferentes, esconden una trama común.

Caso 1. Es domingo por la mañana. Suena el teléfono en la dirección de la pequeña institución educativa. Es el secretario de la Unión que llama al director para avisarle que el jueves siguiente habrá una junta. Ante la información, el director formula una consulta muy común en este tipo de casos: pregunta si la agenda contiene puntos relevantes que reclamen su presencia. Y si bien en ese momento ya se conocía que el presidente y el tesorero de la unión estaban recibiendo sendos llamados para servir en otras instituciones, el secretario responde que no hay elementos de mucha importancia por tratar. Esto determina que el director se excuse de no poder asistir pues tiene que afrontar una semana con muchos compromisos laborales. El miércoles por la noche —cuando la agenda del director ya estaba repleta— se produce una nueva comunicación. Esta vez, el secretario informa que “imprevistamente” hablan surgido elementos importantes en la agenda que hacían imprescindible la presencia del director de la institución en la junta. Lamentablemente, a esa altura el director ya no puede cancelar los compromisos contraídos y no puede asistir.

Casos 2. El pastor A hace muchos años que trabaja en la Asociación B. Su ministerio nunca fue lo suficientemente malo como para que lo despidieran, pero tampoco lo necesariamente bueno como para que se lo reconocieran como aceptable. Fue un habitante permanente de esa franja gris de la medianía en la que a los administradores les resulta más fácil soportar a un obrero que aceptarlo. Finalmente, luego de un cúmulo de desaciertos, el presidente del campo local decide deshacerse de él. La forma menos dolorosa bien podría ser un traslado a otra asociación. (Este mecanismo desplaza a otra administración cualquier decisión sobre ese empleado.)

Cuando el directivo tiene una oportunidad conversa con otro presidente, y se expresa de la siguiente manera: “Este año el pastor A nos sorprendió. Creo que hubo un cambio maravilloso y notable en él. Es sólido doctrinalmente. Es excelente en la presentación de los sermones. Es el hombre que recibe más invitaciones para predicaren semanas de oración y en retiros espirituales. Para nosotros serla una lástima perderlo. El único problema es que hace muchos tiempo que está en nuestra asociación y, es posible, que para su crecimiento le resulte positivo un cambio”.

Caso 3. La junta de la asociación acaba de terminar. Antes de la oración final, el presidente cree oportuno recomendar a los miembros que guarden total reserva sobre los puntos tratados. “Pienso —les dice— que está demás decir esto (aunque bien sabe que no es asi), pero solicitamos la mayor reserva sobre los puntos de agenda que acabamos de tratar, especialmente los que se refieren a traslados de obreros”. Una hora después, uno de los miembros presentes llama por teléfono a uno de los obreros afectados por las decisiones de la junta, y le dice: “Como eres mi amigo, siento que tengo que decirte esto. La junta decidió cambiarte. No pude hacer nada por ti. Te llamé, sólo porque creí conveniente que lo supieras. Te ruego que no digas a nadie que te lo he dicho, jamás reconocerla que lo hice”.

Caso 4. El pastor X está predicando en una semana de oración. En uno de sus temas contó cierta experiencia como propia. Este relato dejó confundida a una alumna. Cuando sus padres le preguntaron la razón de su perplejidad, ella respondió que la experiencia que el pastor habi11a relatado como propia no era suya, sino del Sr. James Dobson, un autor evangélico bien conocido por sus escritos sobre educación y orientación para padres.

Podríamos proporcionar una larga lista de casos y situaciones como para formar una enciclopedia de la insinceridad. Pero no pretendemos regodearnos en el error y la falsedad, sino que intentamos revertir una realidad que nos puede conducir al fracaso total. Porque “pueblo y sacerdote correrán la misma suerte” (Ose. 4: 9, NBE).

¿Qué es la insinceridad? Es falsedad, y “la falsedad consiste en la intención de engañar…Toda exageración intencional toda insinuación o palabras indirectas dichas con el fin de producir un concepto erróneo o exagerado, hasta la exposición de los hechos de manera que dé una idea equivocada, todo esto es mentir. Este precepto prohíbe todo intento de dañar la reputación de nuestros semejantes por medio de tergiversaciones o suposiciones malintencionadas, mediante calumnias o chismes. Hasta la supresión intencional de la verdad, hecha con el fin de perjudicar a otros, es una violación del noveno mandamiento”.[1]

Todos los casos referidos, si bien son diferentes y fueron protagonizados por distintas personas, tienen un factor común, el mismo hilo conductor: la insinceridad.

Si a esta altura dijera: “Evítese toda asociación de estos casos con episodios reales, porque los ejemplos son ficticios”, también estarla amparándome en la oscuridad de la mentira. Lamentablemente, todos los casos ocurrieron y revelan una realidad que, por cierto, está muy distanciada de la voluntad divina.

Mario Benedetti, el escritor uruguayo, en su relato Fábula con Papa, imagina un encuentro con el Papa. En cierto momento, el protagonista le pregunta al pontífice: “¿Podemos hablar francamente?”. Y el Papa le responde: “La franqueza no es una virtud teologal”. Y esto es cierto; la franqueza, la sinceridad no se encuentra registrada entre las virtudes teologales. Quizás ésta sea la razón por la que en ciertos círculos eclesiásticos se encuentren individuos expertos o entendidos en señales, eruditos en lo “que esto quiere decir”, y esta es una evidencia de que la realidad está más allá del plano de lo que se dice francamente.

El silencio ante estos hechos no es una solución, y mucho menos lo es la adaptación a la moral de turno. Hacerlo es un acto de complicidad, es eludir el conflicto, es nadar con la corriente, es aceptar como bueno lo que conscientemente se sabe que es malo. Si se llegan a percibir realidades tan impactantes como las señaladas y no se reclama un cambio, una reforma, un “volvamos” (Ose. 14: 1), un “recuerda de dónde has caído” (Apoc. 2: 5), serla aceptar, como la mejor solución el suicidio silente y mudo de la honestidad.

Cuando se plantean estos problemas se escuchan muchas fórmulas de componenda: “No todo está mal”; “SI, esto es una realidad, pero no debemos ser negativos”; “Debemos tener paciencia, ya se encontrará una solución”; “Mi experiencia es que tarde o temprano el Señor soluciona este tipo de problemas”. ¿Nunca escuchó frases como éstas, que intentan excusar problemas reales y tangibles? Pero bien sabemos que sólo son eslóganes complacientes, paliativos de conciencia que en sí mismos jamás solucionarán ningún problema. Sólo son placebos indoloros; anestésicos fugaces que pretenden disminuir la verdadera dimensión de la realidad. Si aceptamos la complicidad de estas falsías, podemos llegar a justificar lo que bien sabemos que el Cielo ni siquiera puede contemplar.

No faltarán quienes afirmen que estos problemas son el resultado de nuestra estructura, y que alterando ciertas cosas, pronto, por el influjo mágico del cambio, todo mejorará. Pero el problema al que nos referimos está enclavado en un nivel más profundo que el estructural; es un mal moral. Es un problema del corazón.

¿Dónde está la solución?

Sé muy bien que hay una clase de personas que sólo puede ver los problemas. También sé que hay otras que ven las dificultades, pero callan porque no tienen soluciones. Y hay algunas que ven los problemas, los señalan y comparten soluciones. Porque si bien la evaluación crítica tiene sus riesgos, el silencio es una complicidad fatal.

Al valorar este mal que subyace en el mismo meollo de la comunicación cristiana, y al percibir las dificultades propias de un tema que no es sencillo, me atrevo a sugerir algunas soluciones.

La veracidad debe manifestarse con amor. Dijo San Pablo: Revístanse “de ese hombre nuevo creado a imagen de Dios, con la rectitud y santidad propias de la verdad. Por tanto, déjense de mentiras, hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros los unos de los otros” (Efe. 4: 24-26, NBE). Creo que esta declaración apostólica es un llamamiento a la comunicación honesta.

Si bien ésta es la realidad, no dejo de creer que la verdad sola y desnuda puede ser falseada e incomprendida, por lo que necesita el servicio de la justicia, de la prudencia, del tacto, del buen modo y, sobre todo, del amor.

Cuando la verdad está llena de amor se despoja de la frialdad, la dureza, la arbitrariedad y el extremismo. La verdad se dimensiona y se magnifica en el amor. Y al reinar el amor, comenzamos a vivir amparados por la manifestación del carácter divino (1 Juan 4: 7, 8). De este modo, la verdad no hará nada indebido, ni buscará lo suyo, ni se irritará, ni guardará rencor (1 Cor. 13: 4-6), sino que gozará en manifestarse. Sólo así la verdad será límpida y cristalina, y podrá explicar sinceramente sus actos, porque el amores puro, limpio y carece de duplicidades y siempre tiene una razón para su conducta

  1. Se sustituye el lenguaje triunfalista por el veraz. Es atractivo hablar de éxitos, pero únicamente es verdadero el hablar que es coherente con la realidad. Los informes internos de nuestra iglesia debieran ser totalmente cristalinos y nunca se debiera informar como éxito lo que a todas luces es un fracaso.
  • La conducta administrativa debiera ser límpida. El acceso a la administración de la iglesia debiera estar despojado de nacionalismos, amistades e influencias. El personal que llega a la administración no sólo debiera ser cabal, íntegro y cristiano, sino también competente e idóneo para la función que debe cumplir.

Por otra parte, todo dirigente cristiano debe recordar que “ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí” (Rom. 14; 7). La vida del dirigente cristiano es un ejemplo permanente en todo lo que hace. Cada líder no sólo debería tener la capacidad de desarrollar bien su función con total competencia, sino también desarrollar a un personal idóneo que lo sustituya oportunamente, y comprender que ese traspaso generacional es vital para el futuro del área de la iglesia involucrada, y por ende, de la iglesia misma.

  1. La comunicación fluida favorece la veracidad. Hace poco tiempo leí que una empresa perdió millones de dólares sólo por un error de comunicación que consistió en descodificar inadecuadamente un dato recibido. La comunicación requiere una voluntad comunicadora que detecte la incomprensión y la enmiende a tiempo. ¡Cuántos conflictos evitaríamos en las relaciones interpersonales! Y éstas son cosas que no pueden ser medidas en cifras o figuras económicas, porque son inmensamente superiores a un número; porque la inversión más valiosa para cualquier organización está en la gente.
  2. La veracidad siempre está acompañada de sentido común. Cuando un alumno le preguntó a su profesor si siempre debía decir la verdad, éste le respondió: “Siempre se debe decir la verdad, pero donde corresponde, como corresponde y a quien corresponde”.

Recordemos a Jesús

Nuestro Señor Jesús se identificó así mismo, diciendo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14: 6). Muchas veces nos hemos referido de un modo posesivo a la verdad. No nos resultan extrañas frases como: “Tenemos la verdad”, o “Somos el pueblo que posee la verdad”. Sin embargo, la consideración de ciertas realidades como algunas de las referidas, evidencian la urgente necesidad de renovar nuestra búsqueda de lo genuino y lo transparente.

Creo que en vez de sostener la posesión de la verdad debiéramos pensaren ser poseídos por la Verdad, en ser de la verdad; en ser de Cristo.

Como iglesia y como individuos, debiéramos reclamar la gracia de la verdad de Dios, debiéramos implorar por el don de ser coherentes con ella y con su Autor, y ofrecer al mundo una visión transparente y límpida del Dios al que adoramos y servimos.


Referencias

[1] 1 Elena de White, Patriarcas y profetas (Mountain View, Pacific Press Pub. Asso., 1979), pág. 318.