Sin embargo, en la forma más natural Cristo pretendió ausencia de pecados (Juan 8:46), una aseveración que sus enemigos aparentemente nunca pusieron en tela de juicio. Los escritores del Nuevo Testamento la repitieron libremente (Luc. 1:35; Mar. 1:24; 2 Cor. 5:21; Heb. 4:15; 1 Ped. 1:9; 1 Juan 3:5). No desearía afirmar aquí que la ausencia de pecados de Cristo surgió de alguna necesidad automática de su naturaleza que, por ejemplo, lo pusiera más allá de la tentación. Aunque era sin pecado y libre de tendencias o propensiones al mal, fue real, y severamente tentado. “Tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”, especifica el autor de la epístola a los Hebreos (4:15). La realidad de las tentaciones de Cristo conforma una evidencia considerable de su humanidad. Esta realidad es subrayada por el registro del encuentro de Cristo con Satanás en el desierto (Mat. 4:1-11) y la agonía que sobrellevó en el jardín del Getsemaní (Luc. 22:39-46), por mencionar sólo algunas. Claramente, la ausencia de pecado en Jesús resultó de su entrega continua de sí mismo al Padre.

Probablemente describió mejor su misión cuando dijo que “el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mar. 10:45). Del mismo modo, el Evangelio que Pablo recibió y comunicó comenzaba declarando que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15:3). Resultaría difícil exagerar la importancia de la muerte de Jesús en el Nuevo Testamento, cuyos autores estaban interesados en mostrar históricamente cómo ocurrió su muerte y qué significa teológicamente. Este es realmente el corazón mismo del mensaje evangélico. Para Pablo era esencialmente un acto de Dios, el acto de Dios, y absolutamente central. Lo hizo el centro de su mensaje (Gál. 6:14; 1 Cor. 2:2).

Para Pablo era básico que Cristo muriera “por” el pecado y que fuera crucificado “por” los hombres. Explica que Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones” (Rom. 4:25), “murió por nuestros pecados” (1 Cor. 15:3) y “se dio a sí mismo por nuestros pecados” (Gál. 1:4). Cristo mismo pintó su muerte de esta misma forma cuando declaró: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí” (Luc. 22:19). Por este motivo hablamos de la muerte de Cristo como “vicaria”, es decir, una muerte hecha por otros, o para beneficio de otros. Ha habido grandes diferencias de opinión con respecto a esta frase “por vosotros”, y se ha querido hacer una distinción entre “a vuestro favor” (hyper) y “en vuestro lugar” (antí). Creo que la Escritura no autoriza una distinción tan radical. “En lugar de’’ y “en favor de” no se contradicen ni se excluyen mutuamente. La cruz es más grande que cualquier definición y más profunda que cualquier razonamiento. La muerte de Cristo fue completamente “en favor de” porque se produjo “en lugar de”. La suya fue una muerte vicaria y de sustitución; una demostración del amor de Dios. Verdaderamente, como Juan declara: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10).

Sin embargo, una teología de la redención que exclusivamente prestara atención a la muerte de Cristo sería inevitablemente desequilibrada y empobrecida desde una perspectiva bíblica. De hecho, el Evangelio recibido y proclamado por Pablo, que mencionamos más arriba, no revelaría solamente que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras”, sino añade enseguida: “y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15:3, 4). Pablo proclamó la muerte y la resurrección de Jesús como unidos en el mismo corazón del Evangelio. Su renuencia a hablar de una sin la otra se refleja en Romanos 8:34: “Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó”. Hay un lazo de unión indisoluble entre la muerte y la resurrección de Jesucristo en el gran misterio de la salvación.

La resurrección de Cristo es central para la fe cristiana. Sobre la base de su experiencia de la resurrección, los primeros discípulos vieron la vida y la muerte de Jesús en una luz completamente nueva. Desaparecieron la ambigüedad y el sentimiento de derrota que los había sobrecogido. Probablemente esa fe en la resurrección fue el factor primordial que movió a la iglesia primitiva a reconocer la divinidad de Jesús. Y una vez que los primeros creyentes aceptaron su divinidad, bajo la conducción del Espíritu comenzaron a poner los fundamentos para la doctrina de la encarnación, proclamando a Jesús como la Palabra hecha carne (Juan 1:14). De la doctrina de la encarnación fueron conducidos ineludiblemente a la preexistencia de Jesús (vers. 1; Fil. 2:5-9) y al problema de relación con toda la creación y con la historia de la salvación (Col.1:15-20; Rom. 8:19-22; Efe. 1:9, 10, 22, 23). El mensaje del Nuevo Testamento llegó a ser -y todavía es- el mensaje del Señor resucitado, porque la resurrección de Cristo es el comienzo y no el final de la historia.

Tampoco los escritores del Nuevo Testamento separaron la resurrección de la ascensión de Cristo. Según ellos la resurrección, la ascensión y la situación presente de Cristo a la “mano derecha de Dios” son resultados de un único acto de Dios en la vindicación de Cristo después de su humillación en la cruz (Rom. 8:34; Fil. 2:8, 9; Efe. 1:20, 21).[1] Sin embargo, los dos permanecen claramente diferenciados. Una cosa es afirmar que Jesús ha sido resucitado de los muertos, y otra -por más íntimamente que esté relacionada- es afirmar que ahora El comparte la soberanía de Dios en el cielo y en la tierra. Pues esto es lo que proclama la ascensión de Cristo. Afirma que El, resucitado de los muertos, es rey y sacerdote. Como rey, comparte el trono de Dios y le corresponde toda autoridad en el cielo y en la tierra (Mat. 28:18; Hech. 2: 33; 1 Cor. 15:25; Heb. 1:3; 1 Ped. 3:22). Está sentado en una posición singular de dignidad y honor a la mano derecha de Dios. Pero también es sacerdote. A la mano derecha de Dios intercede por nosotros (Rom. 8:34; Heb. 7:25; 9:24; 1 Juan 2:1, 2). El sacerdocio de Cristo está más completamente expuesto en la epístola a los Hebreos, donde el apóstol describe al Cristo resucitado como nuestro “sumo sacerdote” (caps. 2:17; 7:27), quien “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (cap. 9:14). Es a la vez Sumo Sacerdote y sacrificio, llevándonos no a un “santuario hecho de manos” sino al Santuario verdadero, el Santuario celestial; donde ministra “en nuestro favor” ante la presencia de Dios (vers. 11-15, 24; cap. 10:19, 20). Su obra es por nosotros y también es en nosotros (cap. 10:16). Solamente en El somos hechos “perfectos” o “completos” (caps. 2:10-18; 10:14).

Él es nuestro mediador (Heb. 8:6; 9:15; 12:24). Pero lo es en un sentido más rico que el que indica la traducción usual. No está entre Dios y el hombre.[2] No es un tercero entre Dios y el hombre; Él es infinitamente más que eso. En El, que es humano y divino, Dios y el hombre se encuentran directamente No es un intermediario. Como Dios verdadero, trae a Dios al hombre; y como verdadero hombre, trae el hombre a Dios. Él es un “misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere” (cap. 2:17).

Sin embargo, su sacerdocio mediador llegará a su fin; pues, como concluye la misma epístola: “Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (cap. 9: 28). Jesús esperaba que llegara el momento cuando sus discípulos hicieran su obra sin su presencia visible (Juan 7:34-36; 13:33; 14:1, 2). También visualizó el fin de la historia: un día cuando retornaría a su pueblo (Juan 14:3, 18, 19; 16:16, 22), cuando habría una resurrección de los muertos (Mar. 12:25-27; Luc. 14:14; Juan 5: 25-29) y una separación final entre los salvados y los perdidos (Mat. 8:11, 12; 13:24- 30, 36-43; 25:31-46).

Nuestro Señor aparecerá por segunda vez en gloria. Retornará a la tierra y cumplirá su promesa: “Os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3). El propósito redentor de Dios, centrado en Cristo, se cumplirá.

Una de las cosas más sorprendentes acerca del retorno de Cristo es que nosotros los cristianos deberíamos desearlo y anhelarlo con gozo. Recordemos que es la “bendita esperanza” (Tito 2:13). Los primeros cristianos lo anhelaban y estaban impacientes por su demora. Esto parece extraño para nuestra mentalidad actual. Ellos deseaban el fin del mundo, y nosotros lo tememos. ¿Será que nuestra noción del fin no corresponde a la de ellos?

Hemos asociado el fin con algún desastre cósmico y hemos llegado a prescindir del significado cósmico de la obra de Cristo, que los primeros creyentes tuvieron siempre presente. Para ellos el fin del mundo, aunque catastrófico, significaba el triunfo de Cristo. La muerte y la resurrección de Cristo marcaron el comienzo del fin del mundo, e introdujeron en este mundo y en la historia humana el orden final de las cosas. Vivimos en los últimos días y ya nos gozamos en la vida del mundo venidero. El orden final de las cosas existe, ahora, completamente en Cristo mismo, pero incompleto en el resto de la creación. Así, cuando todo esté listo, Cristo vendrá de nuevo “para salvar a los que le esperan” (Heb. 9:28).

No es extraño que los primeros cristianos estaban impacientes porque todo se estableciera rápidamente, ni que Juan clame al final del Apocalipsis: “El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén; sí, ven Señor Jesús” (Apoc. 22:20).


Referencias

[1] En varios pasajes la resurrección no se trata como un acontecimiento separado de la ascensión. (Véase, por ejemplo. Hech. 2:32, 33; Efe. 4:9, 10; 1 Tim. 3:16; 1 Ped. 3:21, 22.

[2] Como se traduce en el único otro pasaje referido a Cristo como mediador, es decir, 1 Timoteo 2:5. Es interesante notar que el texto griego no tiene una palabra para entre.