Las tardes de sábado siempre fueron un tiempo agradable en mi infancia, particularmente cuando caminábamos en familia en los campos que rodean nuestra Universidad La Sierra, en California. El aire era fresco y balsámico, perfumado por las hermosas flores, y el suave balanceo de los árboles producía una leve brisa que acariciaba mi rostro. Mientras caminábamos, admirando la belleza natural, mis padres inevitablemente aprovechaban para hablar de la creación, acerca de cómo Dios decidió crear el mundo con tanta belleza, variedad, color y complejidad, y dispuso todo para nuestro contentamiento y admiración. Creó no solo cosas para alegrarnos, sino también tiempo para ver, sentir y hasta oler todas las glorias de la naturaleza.
El hablar acerca de la belleza de la creación y el tiempo para disfrutarla, inevitablemente nos lleva a una actitud de gratitud por una de las mayores dádivas de Dios a la humanidad: el sábado. Como niños, aprovechábamos el sábado, ese tiempo especial de adoración al Creador, y disfrutábamos todas las maravillas naturales que él nos presentó. Como resultado, muy temprano en mi vida, el sábado, la alabanza y la creación siempre estuvieron vinculados y, en esa relación, percibí que soy hijo de Dios, aquel que creó el Universo, y me puso en la Tierra para adorarlo y vivir unido a él.
Así, desde la más tierna edad, cuando jugaba entre las bellezas naturales, hasta mi vida adulta, cuando fui llamado al ministerio de enseñar acerca del Creador de la naturaleza, tres hechos me han impresionado bastante: la naturaleza doxológica de la creación; la belleza de la semana de la creación y el sábado; y las maravillosas revelaciones de Dios en su creación, que nos llevan a adorarlo y honrarlo para siempre como nuestro Creador y Señor.
La creación es doxológica
La doctrina de la creación de Dios es doxológica, y sirve como base de adoración y espiritualidad, por exaltar su poder y su amor, su grandeza y su bondad. Nada existió antes de él; y nada existe ni existirá sin él. Nada es superior al Creador. Es la causa y el sustentador de toda realidad. Por esa razón, Juan exclama y ordena: “Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apoc. 4:11). “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc. 14:7).
El imperativo doxológico de la creación provee la base para una visión general de una creación especial reciente, realizada en seis días literales, lo que nos lleva al séptimo día de reposo y adoración. Esa visión también nos informa acerca de otras doctrinas relacionadas, como la caída del hombre y el diluvio universal, el pecado y la redención, y la ética y la escatología, al igual que preserva la integridad de las Escrituras, proclama el amor como esencia del carácter de Dios y establece la realidad de la restauración final.
Cuanto más recapitulamos los elementos básicos de esta estructura fundamental de la fe, todavía más somos llevados a creer en la importancia de la visión de una creación especial que se convierte en el fundamento para nuestra adoración. Así, cuando la naturaleza doxológica de la creación se deja en claro, como lo hacen los libros de Génesis y Apocalipsis, no es sorprendente que el sábado sea el memorial de esa visión inspiradora de alabanza.
La semana de la creación
La creación es un acto que demuestra el libre e inconmensurable amor de Dios. Los seres santos, de un universo ya existente, se gozaron ante lo que Dios realizó en este mundo recién creado. Su infinito poder y su sabiduría llamaron a la existencia las primeras formas de vida sobre la Tierra, terminando con seres creados a su propia imagen y semejanza (Gén. 1; 2; Job 38:4-7; Sal. 33:5, 6, 8, 9; 149:5, 6; 148:5; Job 1:1-18; Col. 1:17, 18). El libro del Génesis describe que la actividad creadora de Dios en la Tierra fue concluida en seis días literales, seguidos por un día de reposo (Gén. 1; 2; Éxo. 20:11; 31:17; Heb. 4:4; 11:3; Apoc. 14:7).
Ese día de reposo, el sábado, no fue pensado con el objetivo de convertirse en un período de inactividad, sino de celebración por los hechos de amor de Dios en los seis días anteriores. Es la celebración de criaturas unidas en amor para adorar, honrar y comulgar con su Dios creador (Apoc. 14:7).
De esta manera, el sábado muestra que la creación fue el resultado de la actividad de Dios en seis días literales. Eso significa que el sábado del séptimo día es un recordativo perpetuo de que los días de la creación no fueron místicos, simbólicos o metafóricos.
Esos días no son los así llamados “días divinos”, cada uno de los cuales representa millones de años terrestres de una supuesta creación divina, en cuyo proceso están incluidos la enfermedad, el sufrimiento, la predación, la muerte y la mutación, y que, finalmente, dio origen al hombre: el ápice del proceso evolutivo de la creación. En este paradigma, los seres humanos se hicieron pasibles del mal y la muerte. Este método de “creación” representaría a un Dios creador vil, cruel y demoníaco, indigno de adoración.
Pero observemos el relato del Génesis. En el clímax de la semana de la creación, Dios descansó, bendijo y santificó el séptimo día y, por intermedio de esto, lo instituyó como el día de reposo, basado en la creación, para toda la humanidad. Así el sábado sirve como un memorial inmutable de una creación completada en seis días y como señal de la relación santificadora que existe entre el Creador y los seres creados a su imagen (Gén. 2:1-4; Éxo. 20:8-11; 31:17; Eze. 20:12).
El sábado nos revela que pertenecemos a Dios, que “él nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” (Sal. 100:3). Consecuentemente, somos invitados a unirnos en esta doxología: “Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están
en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos” (1 Crón. 29:11). Y, nuevamente: “Bienaventurado aquel […] cuya esperanza está en Jehová su Dios, el cual hizo los cielos y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay […] que da pan a los hambrientos. Jehová liberta a los cautivos; Jehová abre los ojos a los ciegos […] Jehová guarda a los extranjeros; al huérfano y a la viuda sostiene […] Aleluya” (Sal. 146:5-10). Este énfasis en la gloria de la semana de la creación nos invita a examinar a Dios de la manera en que es revelado en las maravillas que trajo a la existencia.
La base de la alabanza
Si bien los cristianos no deben intentar probar científicamente y por la racionalidad humana la realidad de Dios y sus atributos, deben, por medio de la fe, agradecer al Señor por haber revelado su amor, su sabiduría y su poder en las cosas visibles que creó. Como dijo Pablo: “Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Rom. 1:19, 20). Esas palabras nos animan a andar por la naturaleza, contemplar las maravillas que Dios creó y aprender de ellas. Entonces, podemos alabarlo por su inmenso poder y bondad al dárnoslas.
El científico Michael Dentón afirmó estar impresionado por la sabiduría observada en los bastidores de los designios de la naturaleza, particularmente en el sistema respiratorio y pulmonar de las aves. Desde el pequeño picaflor hasta la imponente águila, las criaturas aladas que también pueden caminar continúan fascinando la imaginación humana. ¿Cómo diseñó Dios el mecanismo de respiración de las aves? Solo con el progreso actual de la biología estamos capacitados para apreciar todavía más profundamente la sabiduría expuesta en el diseño de las aves, especialmente en su sistema respiratorio.
Hasta donde sabemos, en el mundo natural, existen solo dos clases de sistemas respiratorios. El primer tipo es poseído por todos los animales, excepto los pájaros. Los seres humanos y otros animales inhalan el aire hacia los pulmones a través de tubos ramificados llamados bronquios, que se dividen en pequeños bronquiolos, que terminan en pequeñas bolsas de aire llamadas alveolos, situadas en los bronquiolos. Entonces, el aire es inhalado y exhalado a través de los mismos tubos.[1] Es decir, el proceso de inspiración y exhalación del aire ocurre a través del mismo pasaje.
En la segunda clase, presente en todas las aves y diferente del primero,[2] el pájaro inhala el aire que pasa por los bronquios principales, que se ramifican en pequeños tubos cilíndricos llamados parabronquios. Esos parabronquios se funden nuevamente con los bronquios mayores, “formando un verdadero sistema circulatorio, de manera que el aire fluye en una dirección a través de los pulmones”.[3] Es importante señalar que “la fluencia unidireccional del aire es mantenida, durante la inspiración y la exhalación, por las […] bolsas de aire [los pequeños tubos cilíndricos] de manera que aseguran una continua liberación del aire a través de los parabronquios”.[4] ¿Por qué el sistema respiratorio de los pájaros difiere del sistema de los demás animales? Dios debió haber tenido alguna razón especial para hacer un sistema respiratorio enteramente nuevo para sus criaturas aladas.
El requerimiento de energía necesaria para volar es mayor que la energía necesaria para correr o caminar. Así, el Creador diseñó a los pájaros con un sistema especial de pulmones, a fin de proveer un suministro extra del oxígeno necesario para volar. Dios proveyó un sistema en el que el contacto del aire puro con la sangre es mantenido por medio de la fluencia en un sentido. En este modelo, el aire puro, que no se mezcla con el viciado, provee a la sangre el máximo nivel de oxígeno posible para la necesidad adicional de energía en el proceso de volar. Esa solución es un concepto establecido intencionalmente por el Creador. Quizá no podamos comprender plenamente este proceso pero, por la fe, podemos exclamar como el salmista: “Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí” (Sal. 139:6). En verdad, el sistema respiratorio de las aves es una de las maravillosas obras de Dios (Sal. 139:14).
El formato especial de los pulmones de las aves ilustra que el cuidado de Dios por sus criaturas es eterno. Ese Dios creador que cuida de las aves, y que tiene el mismo cuidado por nosotros, es digno de alabanza y adoración.
“Dadle gloria”
Si el sistema respiratorio de las aves revela la sabiduría y el cuidado natural del Creador, ¿no deberíamos diseminar su trabajo, compartiendo el conocimiento de que es un Dios de amor que se interesa por nosotros, proclamándolo como digno de alabanza incondicional y sin reservas de toda la creación? Es a esta alabanza que el primer mensaje angélico de Apocalipsis 14 llama la atención de todo el mundo: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc. 14:6,7).
La inspiración coloca ese llamado a la adoración como la última obligación de los seres humanos hacia su Creador. Este contexto de creación vinculada al acto de adorar prueba que la creación es doxológica. Y ni la creación ni la doxología pueden ser plenamente apreciadas sin la debida atención a la primacía del sábado en la relación entre Dios y el ser humano.
Por lo tanto, la próxima vez que hagamos una caminata por la naturaleza un sábado de tarde, que cada paso esté en sintonía con el hermoso canto de alabanza de algún pájaro, con el sonido del riachuelo que corre, con el grito de algún de animal o con la brisa que acaricia. Todo esto en el escenario multicolor de las flores. Que nuestra adoración sabática sea un reconocimiento del Creador, cuyo amor y sacrificio de sí mismo son inconmensurables y cuya fidelidad es eterna.
Sobre el autor: Profesor de Teología en la Universidad Andrews, Estados Unidos.
Referencias
[1] Michael Dentón. Evolution: A Theory in Crisis (Bethesda, MD: Adler & Adler, 1985), p. 212.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.