La fuerza impulsora de la visión en un movimiento religioso es difícil de medir. Las poderosas visiones religiosas funcionan de diversas maneras. Primero, generan el compromiso con un núcleo de creencias y valores. Segundo, conducen a la selección de un curso apropiado de acción, y mucho más si la visión está claramente definida teológicamente. Tercero, una visión permanente funciona como una norma para la corrección cuando la expansión y la alteración de las circunstancias conducen a los cambios internos. Por ejemplo, las agencias y las instituciones que se establecen como instrumentos de la misión tienden a desarrollar propósitos que pueden desviarlas lentamente de los originales para los cuales fueron establecidas. En tales casos, la luz de la visión original puede hacer volver a la comunidad a la fidelidad y guiarla en el restablecimiento de su curso original.

            El reavivamiento wesleyano de mediados del siglo dieciocho en Gran Bretaña es un buen ejemplo del poder motivador y transformador de la vida de una gran visión religiosa, y a un grado menor, de las circunstancias que pueden desviar a una comunidad de fe de su curso original. A medida que el reavivamiento religioso en Gran Bretaña ganaba adeptos y fortaleza, Juan Wesley llegó a una convicción personal con respecto al camino de salvación: una síntesis de la justificación por la fe aprendida de los moravos y una comprensión de la santificación como la gracia sanadora de la corrupción de la naturaleza humana aprendida de los primitivos Padres orientales. Y así se convirtió en el apóstol de un gran movimiento. La visión fue contagiosa. Se estima que diez años después de su muerte, cerca del fin del siglo, uno de cada 30 ingleses adultos era metodista.[1]

            La Iglesia Metodista en los Estados Unidos aceptó y endosó la visión de Wesley como su propósito definitorio en su conferencia de fundación en 1784. Inspirados por esta visión, un núcleo fiel de predicadores de circuito proclamó en cada ciudad y colonia la doctrina de la renovación humana y la santidad por el poder de la gracia de Dios. Para asombro de los historiadores, 75 años después de su fundación, el metodismo se convirtió en la denominación religiosa más grande en Norteamérica y, por lo general, se considera como el “más poderoso movimiento religioso en la historia norteamericana”[2]

            El metodismo cambió vidas e hizo de los hombres mejores ciudadanos. También engendró características que hizo que los miembros fueran más prósperos. Sin embargo, con la acumulación de riquezas se volvieron menos inclinados a buscar el cielo. Wesley se angustió por esto. A causa de las frecuentes denuncias de codicia y acumulación de bienes por los profesos cristianos, seis de sus 150 sermones publicados tratan específicamente del peligro de las riquezas. Su último sermón publicado, escrito con “ojos casi ciegos, manos temblorosas y pies tambaleantes”,[3] es un llamado casi desesperado a los metodistas a elevarse por encima de la tentación de las riquezas quedos distraen de la búsqueda de la santidad escriturística. Y, sin embargo, es irónico que la disciplina y las cualidades engendradas en las clases sociales del metodismo fueron precisamente las que los capacitaron para amasar fortuna.

            El reavivamiento wesleyano es así un ejemplo en más de un continente de la tremenda fuerza y poder de una gran visión religiosa y de la sutileza con la cual pueden surgir y operar algunos factores difamatorios.

El origen de la visión adventista

            Pocas iglesias deben su origen al desarrollo de una visión tan brillante de los propósitos de Dios como la nuestra. Y a pesar de todo esto, los factores que dan origen a la expansión y al subsecuente desarrollo de la iglesia no son totalmente disímiles a los que se han visto operar en otros movimientos.

            La visión Milerista de un Cristo próximo a venir generó un entusiasmo contagioso y atrajo un fenomenal cuerpo de discípulos cuya dedicación a la causa fue sin reservas. Inspirada por esta visión y confiando completamente en ella, y con la nueva dirección y modelo que recibió de la visión de los tres ángeles, la Iglesia Adventista del Séptimo Día lanzó un gran movimiento misionero mundial.

            Para fines de la reorganización realizada en el período 1901-1903, la Asociación General, y, de hecho, toda la iglesia, se convirtió en una gran sociedad misionera que dedicó casi todos sus recursos a la proclamación del mensaje de los tres ángeles en toda la tierra. Todos vivían para proclamar el mensaje. Una vasta red de todo tipo de aventuras misioneras, desde estudios bíblicos personales y esfuerzos públicos evangelísticos, hasta las instituciones médicas y educacionales, así como ministerios de publicaciones, se establecieron alrededor del mundo con un dedicado cuerpo de obreros de avanzada. De hecho, este movimiento misionero y el nivel de apoyo que las iglesias locales le dieron en todas partes, despertaron la envidia de muchas comunidades misioneras protestantes.

            La descripción dada arriba es característica de la iglesia de mi juventud. Cuando miro hacia atrás, me parece que la mayoría de los jóvenes adventistas aspiraban a entrar al servicio en “la obra”, ya fuera localmente o en el extranjero, y miembros significativos de la mayoría de las familias adventistas eran “obreros” de un tipo o de otro. Los miembros de la “familia adventista” (un término que a W. A. Spicer le encantaba utilizar) vivían para la “causa” y hacían esfuerzos para apresurar la venida del Señor.

            La realidad y la fuerza de todo esto no eran tan claros en mi conciencia hasta que ocurrieron tres eventos en el año 1939. Un día en el culto vespertino mi padre, mientras leía la Revista (la “revista adventista”), anunció que la iglesia había logrado una feligresía de 500,000 miembros. Yo había visto muchas iglesias adventistas pequeñas y creía que la denominación era relativamente pequeña. Pero este era un número muy grande, y yo me llené de gozo.

            Otro evento fue, la Segunda Guerra Mundial que estalló ese año, y entre otras cosas, condujo a un ensanchamiento de la visión escatológica de la Iglesia Adventista.

            Tercero, hacia fines del mismo año una vasta congregación de adventistas llenó el Auditorio de la ciudad de Sydney, Australia, para escuchar al pastor Spicer. Yo recuerdo la ocasión casi como si hubiera ocurrido ayer. Spicer habló de la mano de Dios en la historia y de la misión y propósito especial de la Iglesia Adventista. Al describir los triunfos del evangelio, con muchas referencias a la fidelidad de los creyentes en una nación tras otra, desde el oriente hasta el occidente y desde el norte hasta el sur, parecía crecer la convicción de que la Iglesia Adventista era el factor más importante de la historia y que la obra estaba casi terminada. Yo había crecido en la iglesia y escuchado mucha predicación adventista, pero nunca había experimentado una reunión como ésta, ni había escuchado una descripción tan clara de la misión y propósito especiales de la Iglesia Adventista.

Declinación del sentido de misión adventista

            La Iglesia Adventista tiene un fuerte sentido de identidad y está poseída por un gran celo por las cosas de Dios. En la mayoría de los países está creciendo firme y rápidamente. Sin embargo, durante los últimos 30 años ha habido una disminución gradual del esfuerzo misionero en el exterior de parte de las iglesias norteamericanas. Si bien al principio el celo misionero de los adventistas asombró a los analistas de las misiones, ahora se preguntan por qué su percepción y sus esfuerzos misioneros han declinado tanto.

            Muchos y muy complejos son los factores responsables de esto. Quizá el más significativo sea el mismo éxito del movimiento misionero y el hecho de que se hayan establecido en muchas partes de la tierra iglesias adventistas jóvenes, fuertes, responsables y muy celosas. Las iglesias jóvenes comprenden ahora aproximadamente el 90 por ciento de la feligresía adventista de todo el mundo. Es fácil razonar que las iglesias más jóvenes deben terminar la obra que comenzó tan bien en sus países con ayuda de los misioneros, mientras que nosotros en el occidente secularizado seguimos con dificultad la tarea de la misión en nuestra propia tierra.

            Quizá nuestro egoísmo se ha vuelto sobre nosotros. Al preservar nuestros recursos para construir mejores edificios de iglesias y escuelas y el uso que hacemos de ellos en beneficio propio, nos hemos privado de la cálida retroalimentación que nos producían los triunfos del evangelio experimentado por nuestros misioneros en sus esfuerzos por ganar almas.

            Quizá el hecho de que visualicemos al mundo en términos de naciones nos ha arrullado con la complacencia de sentir que la obra está casi terminada, y nos ciega ante los múltiples grupos todavía no alcanzados. ¿O será que hemos fomentado la tendencia a concentrarnos en los aspectos externos de la gran visión que nos lanzó a nuestra causa -culpa por el cambio del sábado, el juicio de Babilonia y sus hijas, los futuros lazos entre la Iglesia y el Estado, y así por el estilo – hasta que se apagó el cántico de gozo en nuestras almas por las maravillas de la gracia redentora y la bienaventurada esperanza de la unión con nuestro Señor?

            Podríamos mencionar una docena más de razones igualmente válidas, como responsables por este complejo fenómeno, pero ésta es una revista ministerial y no un periódico sobre misiones. De cualquier modo, no son los factores externos los que más nos interesan aquí. Nuestro interés es la cuestión básica de la preservación de la visión espiritual que define lo que significa ser un adventista.

Ser adventista: dos dimensiones

            Parecería que este desafío tiene dos grandes dimensiones. La primera tiene que ver con la tarea intelectual/teológica de mantener la claridad y relevancia de la misión. La segunda, menos tangible y más difícil de definir: la dimensión de la experiencia religiosa humana, relacionada con la conservación de la vitalidad espiritual y el ethos que da poder y fuerza a la visión.

            En una sesión del seminario a la que asistí, dos antropólogos experimentados, uno que había trabajado en el Sur del Pacífico y el otro en África, coincidieron en afirmar que la Iglesia Adventista tiende a producir una religión de “aula de clase”. Lo cual quiere decir, que tendemos a enfatizar el conocimiento de la doctrina y la creencia correcta en desmedro de aquellos aspectos de la religión que tienen que ver con el efecto. En otras palabras, la experiencia adventista es intelectual pero no espiritualmente poderosa. Este análisis suscitó inmediatamente una serie de preguntas en mi mente: ¿Cómo evaluarían ellos la percepción religiosa contemporánea de la Iglesia Adventista en Norteamérica? ¿Pensarían que era lo suficientemente intelectual para interesar a la mentalidad secular occidental? ¿Y qué en cuanto a nuestra espiritualidad corporativa? Menciono esto, no para endosar sus juicios -tales evaluaciones son relativas-, sino para estimular el pensamiento. ¿Estamos haciendo todo lo posible para mantener la visión en los aspectos aquí mencionados?

            Con respecto a la tarea intelectual/teológica, nosotros ciertamente enseñamos la doctrina diligentemente, pero ¿estamos dando suficiente atención a la tarea de hacer clara y creíble la visión a los intelectuales seculares de nuestro tiempo? Es que la comprensión de la realidad y las formas del conocimiento están cambiando constantemente -y nunca han cambiado tan rápidamente como en el presente-; la tarea teológica nunca termina. Esta tarea tiene dos partes. La primera es la de proveer una descripción intelectualmente creíble del mensaje y significado de la visión en las formas del pensamiento contemporáneo. La segunda es evitar la obstrucción con tantos intereses secundarios de modo que la visión misma se disipe en la bruma. Ambas requieren mucho estudio y oración pidiendo la dirección divina. La visión debe explicarse con apremiante claridad si esperamos transmitirla a nuestros jóvenes y atraer a la sociedad en general para que se unan a nosotros en nuestro peregrinaje rumbo al cielo.

Visión y discipulado

            Pero el asentimiento intelectual a la visión no inspira por sí mismo la acción. Como a Wesley le gustaba decir: “Los demonios creen, pero todavía son demonios”. No podemos dominar la tarea intelectualmente. Se requiere convicción espiritual, la obra del Espíritu Santo dentro del alma, para traer la visión de nuevo a la vida y motivar al discipulado. Nuestros amigos antropólogos dirían ciertamente que la experiencia es la parte más poderosa de la religión. ¿Qué hacemos cuando llegamos a la dimensión de lo que significa ser un cristiano adventista que marcha en plena seguridad de fe y regocijándose en la esperanza de la venida de nuestro Señor? ¿Hemos aprendido a regocijamos de verdad en el Señor y en nuestra experiencia corporativa, para confesar juntos nuestra bien fundada esperanza, cantar cánticos de alabanza a voz en cuello, orar como si estuviéramos en su presencia, con solemnidad y gozo? ¿Sentirán los extraños que estén entre nosotros en la mesa del Señor que participamos de los emblemas con todo el profundo significado de nuestro ser, identificándonos en cada aspecto con nuestro Señor?

            Si bien hay otras dimensiones para el fiel mantenimiento y la transmisión de aquella gran visión y la tarea entregada a nuestros antepasados en la fe, creo que éstos son dos aspectos principales del desafío que confronta por el momento todo pastor.

            La Iglesia Cristiana nació en el día de Pentecostés en una gran experiencia transformadora que condujo al pueblo hacia Dios. Del mismo modo la Iglesia Adventista fue lanzada a su misión por una visión que llamó a la gente a adorar al Señor próximo a venir en Espíritu y en verdad, y a vivir en una intimidad con él que creciera hasta convertirse en una idoneidad para el reino de los cielos. Es tarea de cada generación de adventistas mantener esta llama y este sentido de propósito iluminando brillantemente. El corazón y la mente, el estudio y la oración, la razón santificada y una expectativa de iluminación divina, deben conjugarse en esta empresa. La efectividad en el evangelismo y la misión demanda que manifestemos una fe vibrante y viva. Sólo el Espíritu Santo puede llevamos más allá del racionalismo a una mayor intimidad con Dios y a un mayor poder para testificar en favor de todo aquello que anhelamos y amamos.

Sobre el autor: El Dr. Russell L. Staples, fue profesor de Misiones en el Seminario Teológico Adventista, Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan.


Referencias:

[1] Howard A. Snyder, The Radical Wesley (Downers Grove, III.: Inter-Varsity Press, 1980), pág. 54.

[2] Nathan O. Hatch, “The Puzzle of American Methodism”, Church History (6, No. 2 (junio, 1994): 177,180.

[3] Albert C. Outler, ed., The Works of John Wesley (Nashville, Tenn.: Abingdon Press, 1987), tomo 4, Sermones IV, págs. 177-186.