El tiempo es corto y solemne. No tenemos derecho a ser banales. Dios merece lo mejor de nosotros.
Me acuerdo muy bien. Estaba en el Seminario terminando mi formación pastoral, esperando un llamado, orando y buscando una compañera con quien compartir las emociones y las conmociones de la vida personal y ministerial. Durante ese tiempo, además de las clases regulares, recibíamos la visita de dirigentes y pastores de experiencia que, por medio de conferencias y sermones, nos daban consejos dignos de atención. Después de todo, como dice el sabio, “Cuando no hay consulta, los planes fracasan; el éxito depende de los muchos consejeros” (Prov. 15:22, DHH). Y, más aún: “Atiende al consejo y acepta la corrección; así llegarás a ser sabio” (19:20).
Pero, de entre todos esos visitantes, hubo uno que me impresionó de manera muy especial. Me acuerdo de haberlo visto reír y llorar mientras describía su experiencia pastoral, imprimiendo en mi mente imágenes indelebles de fervor y emoción. “¿Quieren saber qué espera la iglesia de un pastor?”, preguntó en cierto momento el visitante; y enseguida nos contó un episodio de su vida, en momentos en que era presidente de un campo. La iglesia central de una ciudad importante quedó sin pastor. Entonces recibió la visita de doce ancianos que le entregaron una carta que contenía ocho sugerencias para ayudarlo a elegir el futuro pastor.
Guardó la carta, nos la leyó y nos pidió que anotáramos los ocho puntos mencionados. En la víspera de la graduación, cuando estábamos listos para poner en práctica lo que habíamos aprendido, me di cuenta de que esos consejos no podían haber llegado en un momento mejor.
Vivimos en tiempos difíciles, en los que la crítica a los dirigentes parece estar de moda. Y, como pastores, haremos bien en satisfacer las expectativas de nuestras iglesias, anticipándonos a sus exigencias, para que nuestras labores honren a Dios, teniendo en vista el bienestar de aquéllos que él confió a nuestro cuidado pastoral.
A continuación, publicamos las ocho sugerencias de esa carta. Son prácticas, oportunas y pertinentes.
Empeño en la solución de problemas
No hay obra pastoral sin problemas, no importa si se la ejerce en comunidades sencillas o complicadas. Todas las iglesias enfrentan sus luchas, de diversos matices, pero siempre de la misma esencia. Varía el nivel cultural, social y económico de la gente, pero las necesidades del corazón humano son siempre las mismas. Donde hay pecadores existen problemas, aunque esta idea no nos agrade. En realidad, nos gustaría no haber tenido que enfrentarlos nunca; y, a veces, hasta intentamos huir de ellos.
La iglesia sabe que no somos superhombres, ni espera que resolvamos todos los problemas en un abrir y cerrar de ojos. Pero percibe claramente cuando hay vacilación, cuando hay intentos de postergar las decisiones hasta que nos llegue un traslado. Hay colegas que luchan con situaciones que se arrastran durante años, sin que nadie se haya dispuesto antes a encararlas. El que siente la responsabilidad del llamado divino es valiente, y no retrocede ante los problemas.
Además de una sólida comunión con Dios, que nos transmite sabiduría, valor, poder y autoridad para lidiar con situaciones complicadas, es necesario encarar los problemas cuanto antes. Las dilaciones sólo Los convierten en crónicos, difíciles de resolver y a veces hasta insolubles. Nuestro Maestro nunca evitó o eludió los problemas que encontró. Los enfrentó con sabiduría, bondad, poder y autoridad. Pablo enfrentó valientemente las dificultades de las iglesias de su tiempo. En Corinto, por ejemplo, se encontró con una iglesia sumamente conflictiva, pero hizo frente a todos los problemas con amor y firmeza. Por eso, tenía autoridad para decir a Timoteo: “Porque Dios no nos ha dado espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Tim. 1:7). Esto también vale para los pastores del siglo XXI.
Valorizar a los colaboradores
En la enmarañada complejidad de las relaciones humanas, posiblemente no haya tarea más difícil que tratar con la gente. A veces, nos asalta la tentación de caer en la vanidad que hay en cada uno de nosotros. Incluso podemos sentir envidia de los dirigentes con más experiencia, más conocedores de la realidad local, más competentes y más talentosos. Si no nos cuidamos, nos podemos sorprender trabajando solos y hasta yendo en contra de nuestros colaboradores.
La iglesia no nos exige que seamos los mejores, ni espera tampoco que seamos personas sobrenaturales. En cambio, espera humildad de nuestra parte. Espera oír nuestro reconocimiento por el esfuerzo, la dedicación y el sacrificio que ella hace por la causa de Dios. Pero, traicionados por sentimientos inconscientes o conscientes, solemos tener ojos únicamente para los defectos, o para ver lo que nuestros hermanos hacen por pura obligación; y, en ese caso, nuestro ministerio y nuestras relaciones llegan a ser áridos y fríos.
Lina palabra de elogio y de reconocimiento no es pecado y no hace daño a nadie. La crítica, eso sí, es un error. Tenemos que descender del pedestal que nos levantamos, mirar a los ojos a nuestros hermanos, y tratarlos con amor cristiano y respeto, reconociendo la importancia que tienen para el progreso de la iglesia. Muchos dan la vida, literalmente, por la causa; se sacrifican para verla prosperar. El consejo de Pablo también es para nosotros: “Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra. Tened paz entre vosotros” (1 Tes. 5:12, 13).
Aprecio por los miembros de la junta
¿Quién de nosotros no ha salido frustrado de una reunión de junta, disgustado por el rumbo que tomó determinado asunto? ¿Quién no se ha sentido tentado a “tomar las riendas” en sus manos y actuar pos su cuenta, al margen de la junta? Pero, a pesar de todas las decisiones equivocadas que se hayan podido tomar, jamás corramos el riesgo de actuar solos, como si fuéramos dictadores, sin tomar en cuenta ni a la junta ni el voto de la Asamblea de la iglesia.
El pastor que trabaja en armonía con la junta de la iglesia, está protegiendo su propio ministerio. Necesitamos cultivar la humildad, respetar las decisiones y buscar el apoyo de nuestros hermanos. Sin duda, lo conseguiremos si actuamos con sobriedad y sabiduría; si cultivamos una relación saludable con la junta. A veces, necesitamos ser realistas y dar tiempo para que maduren ciertas decisiones.
Una administración compartida
La iglesia no espera que nos pongamos al frente de todos los departamentos, en todas las congregaciones, para que éstos funcionen. Eso, evidentemente, es humanamente imposible. Si la coordinación de varios departamentos por una sola persona ya es difícil, ¿cómo sería si el pastor tuviera que hacerlo en cinco, diez o más congregaciones? La palabra clave, en este caso, es “delegar responsabilidades”. La iglesia sabe que no somos ni omnipotentes ni omnipresentes, pero sí observa cuando somos descuidados.
Para que los departamentos funcionen en nuestras iglesias, todo lo que tenemos que hacer es aprender a delegar responsabilidades, evaluar con frecuencia las tareas, fortalecer los puntos débiles, supervisar, poner a las personas adecuadas en los lugares adecuados y entrenarlas para que hagan bien la tarea. Además, debemos apoyarlas en el desempeño de sus funciones, ofreciéndoles materiales y condiciones adecuados para su trabajo. Si somos descuidados en este punto, si sólo nos preocupamos por las actividades que más nos agradan, la congregación reflejará esa misma actitud. Es posible que desarrolle unilateralmente algunos aspectos mientras que descuida otros.
Inspiración para la juventud
De acuerdo con las estadísticas, el 70% de los miembros de iglesia son jóvenes o adultos jóvenes. Eso implica un notable desafío para los dirigentes de la denominación en todos los niveles. ¿Qué hacer a fin de movilizar semejante ejército y dirigir sus fuerzas para el cumplimiento de la misión? Para la iglesia local, los jóvenes constituyen un foco de atención especial, pero también son un gran potencial para su uso en la obra. Aunque deban luchar con problemas típicos de esa etapa de la vida, nos maravillan con sus talentos y su creatividad.
La manera en que tratamos a los jóvenes ejercerá una decisiva influencia sobre su crecimiento espiritual. Si sólo los consideramos problemáticos, difíciles o algo semejante, no conseguiremos llegar a su corazón. Pero si nos entendemos con ellos, nos “calzamos sus zapatos” y nos concentramos en el potencial de bendiciones que significan para la iglesia, podemos ganar juntos muchas batallas.
Llevar a los jóvenes de la iglesia a una experiencia de consagración, al entusiasmo y a la acción, se ha convertido en un gran reto para los líderes en estos días especiales de la historia. Pero el Señor nos concederá gracia, sabiduría y orientación para cumplir esta tarea.
Pastor y evangelista
Una idea que me sorprendió de cierto modo, en la presentación de nuestra visita, fue el concepto de que la iglesia busca un pastor que, por precepto y por ejemplo, pueda cumplir su verdadera misión; a saber, evangelizar. Lo digo porque durante mucho tiempo tuve la idea de que la iglesia se sentía “presionada” por los directores
De departamentos y los administradores para alcanzar ciertas metas bautismales. Al comenzar mi carrera pastoral, confirmé con rarísimas excepciones lo acertado de esa sugerencia. La gran verdad es que nuestros hermanos se alegran cuando crece la comunidad cristiana. Para ellos, así como para nosotros, es una frustración llegar al fin del año sin que nuevos súbditos de la gracia se hayan añadido al Reino de Dios.
La iglesia se alegra cuando descubre en el pastor una fuerte inclinación hacia la evangelización, un celo y una pasión por conducir a Cristo a los perdidos. Ésta es una iglesia comprometida con la misión. Por eso, cuando la iglesia florece y es vibrante, será consciente de que sin la misión se convertirá en un club religioso que naufragará en el mar de la institucionalización inerme. Cuando la iglesia no trabaja, causa trabajo. Como reza el viejo adagio: “El que rema, no tiene tiempo de sacudir el bote”. La causa de muchos de los conflictos internos que ha sufrido la iglesia, entre otras, es que algunos perdieron de vista la misión que nos encomendó Jesús, y de esa manera facilitaron, con su ociosidad, la acción del enemigo.
Despertemos a la iglesia para que tome conciencia de la necesidad y la urgencia del momento en que vivimos. No es hora de descansar. “Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Tim. 4:5).
Predicación bíblica
Hace tiempo ya que la calidad del púlpito ha sido objeto de profundas discusiones en todos los ámbitos de la cristiandad. Se predica basándose en muchas cosas: en material obtenido por medio de Internet, artículos de revistas, noticias de los diarios y la televisión, entre otros elementos. Posiblemente, algunos de esos materiales puedan servir como ilustraciones para los mensajes; pero nada, absolutamente nada, puede sustituir la pura predicación de la Palabra de Dios. En la presentación de muchos sermones, la Biblia ni siquiera se abre, o se la aplica tan superficialmente, que en realidad ocupa un sitial inferior.
El populismo que se manifiesta en el púlpito es uno de los grandes males de nuestros días, con mensajes que ofrecen una gracia barata, sin compromiso alguno; una raída manta para cubrir el pecado, sin ninguna esperanza de transformación. Hay mensajes que enfatizan las curaciones milagrosas y la prosperidad material, como si la vida cristiana estuviera exenta de pruebas, o como si éstas no fueran obreras en las manos del Señor para fortalecer la fe y desarrollar el carácter. No podemos ofrecer al rebaño un alimento de buena apariencia pero sin los nutrientes necesarios para la vida espiritual. Tenemos que ser mensajeros de una esperanza que se funda en un “así dice Jehová”.
Nuestro deber no es formar una iglesia cómoda, materialista, sin anhelo por las cosas eternas. Estamos preparando a un pueblo para su encuentro con el Señor; y si sólo nos ocupamos en satisfacer sus deseos naturales, estaremos contribuyendo a su ruina eterna. Necesitamos el valor y el amor de Cristo que arda en el alma. Si somos bondadosos, sinceros y seguimos los métodos del Señor, no nos podremos callar. Como advierten los autores London y Wiseman: “Llegó el momento de hablar de las más profundas necesidades humanas y de la sociedad secularizada, con el alma serena y con autoridad bíblica sobrenatural” (Despenando para um grande ministério, p. 67).
“Restaurador de calzadas para habitar”
“Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Jer. 6:16).
Prestar atención a las sendas antiguas no es nostalgia sin sentido, porque, a pesar de los numerosos y asombrosos cambios que ha experimentado el mundo, Dios continúa siendo el mismo: no cambió. Es el mismo Dios santo, que merece reverencia y es digno de honra, cuyos principios de vida y cuyas doctrinas se deben vivir y defender en forma inclaudicable.
Cuando consideramos las “veredas antiguas”, es inevitable recordar el espíritu de dedicación y sacrificio, la vida de oración y el apego a la Biblia, el celo y el esfuerzo que caracterizaron a nuestros pioneros. Es necesario mantener o reconstruir esas características -en caso de que hayan sido derribadas-, para incorporarlas en nuestro ministerio. Somos un pueblo sumamente bendecido, una institución fuerte, una iglesia que crece; pero debemos mantener la vista fija en el supremo Dispensador de bendiciones, en lugar de miramos a nosotros mismos.
No podemos descuidar nuestra liturgia, la reverencia en el culto y el lugar donde se lo lleva a cabo. Algunas de nuestras reuniones se parecen más a acontecimientos seculares, a espectáculos, donde el orador y los cantores aparecen como las estrellas: el mensajero ocupa el lugar principal, y no se glorifica a Dios.
Otro deseo de la iglesia es el de protección. Nunca fue tan criticada; nunca fueron tan duramente cuestionadas sus doctrinas. Tenemos que unirnos en el poder del Espíritu Santo y luchar para defenderla. No perdamos tiempo ni energía en cosas insignificantes. El tiempo es corto y solemne. No tenemos derecho ni oportunidad para ser banales. Dios y su iglesia merecen lo mejor de lo que somos y tenemos.
Estamos viviendo en los últimos días de la historia del mundo. Nuestro deber es velar por el rebaño del Señor. Trabajemos con amor, desprendimiento, celo y fe, confiando en que, en el Señor, nuestro trabajo no será en vano; y que, en el gran día de Dios, podamos repetir las palabras de Cristo, el supremo Pastor: “Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió” (Juan 17:12).
Sobre el autor: Pastor de la iglesia de Medina, en la Asociación Mineira del Este, Rep. del Brasil.