Puntualidad. “Mi reloj está atrasado”, es la disculpa habitual de los obreros impuntuales. Pero si fueran francos y honrados, tendrían que decir: “Estoy atrasado porque soy negligente y descuidado”.
¿Está atrasado su reloj? ¿Sabe usted lo que Lincoln le dijo a un empleado que así pretendía disculpar su impuntualidad? “Pues bien, adquiera otro reloj, o nosotros adquiriremos otro empleado”.
¿Pero qué es ser puntual? Es algo sencillísimo, al fin de cuentas: “Comenzar todo en el momento exacto, y terminar todo puntualmente”. El que obedezca a este precepto tan sencillo hará a tiempo todo lo que debe realizar.
“La puntualidad es una cualidad de los reyes”, dice con acierto el viejo adagio. Efectivamente, se requiere una grandeza regia, un valor y una perseverancia extraordinarios para vencer todos los obstáculos y atender siempre puntualmente las exigencias sagradas del deber, sin procurar jamás sustraerse a ellas.
La puntualidad es un requisito decisivo para tener éxito en la obra ministerial. El dinamismo de los días actuales no acepta expresiones como: “No podré llegar a la hora señalada”, o “llegaré entre las 10.00y las 10.30 h”. Actualmente todo se orienta al compás del ritmo preciso del reloj.
El gran almirante Nelson decía: “Debo todos mis éxitos a mi costumbre de tener siempre terminadas mis tareas quince minutos antes de lo convenido”.
Comencemos, pues, las reuniones a la hora señalada, aunque haya pocas personas presentes; y, salvo ocasiones especiales, terminemos puntualmente en el horario regular.
Preparación espiritual. Horas antes de subir al púlpito debe usted entregarse a la oración y la meditación. Debe ascender a la tribuna sagrada sintiendo su dependencia total de Dios. Su corazón y su mente deben estar saturados del tema que va a exponer, y su espíritu debe ir ardiendo en oración.
Roberto Bruce, destacado ministro escocés, había sido invitado a predicar en4una ocasión solemne. Inmediatamente antes de subir al púlpito, uno que se acercó a la sala pastoral oyó que decía: “No iré si tú no vas conmigo”. Se retiró silenciosamente suponiendo que el predicador procuraba convencer a alguien para que lo acompañase. Poco después apareció el predicador. Nadie lo acompañaba, pero era evidente que poseía la plenitud del Espíritu Santo, y su predicación estuvo revestida de tanto poder que los oyentes concluyeron que habían estado con Dios y que habían disfrutado de la presencia de su divino Maestro.
La voz del predicador que no conoce el trato íntimo con Dios sea cual fuere el brillo de su elocuencia y el fulgor de su erudición, no es la voz del buen pastor que las ovejas oyen y siguen dócilmente. No revela el soplo de la inspiración divina. Esa voz manifiesta un tono demasiado terrenal y frío, y deja la melancólica impresión de que no es la voz de Dios.
La dignidad del púlpito. En la sala pastoral de la Iglesia Adventista de Westminster, Maryland (EE. UU), están como lemas los siguientes aforismos:
El púlpito cristiano no es un trono… no “domina” al pueblo.
No es la plataforma de un tribunal… no condena.
No es la tienda de un comerciante… no compra ni vende.
No es el escenario de un teatro… nose exhibe.
Sino que es… una mesa de Dios paralas almas hambrientas, para los corazones enfermos por el pecado, que llevan fardos y aflicciones. El servicio más elevado de vuestro ministerio solicitado por el Gran Pastor es “apacienta mis ovejas”.
Por lo tanto, no utilicemos el púlpito para manifestar una florida oratoria, que no es más que una arrogante exhibición de talento, cultura e inteligencia. Como fieles pastores, apacentemos el rebaño que nos fue confiado, alimentando con humildad las ovejas hambrientas con los verdes pastos de la Palabra.
La actitud. Al descender del púlpito el ministro debe ser sobrio, pero sin asumir un aspecto fúnebre. Cuídese de los peligros que resultan de los elogios. Es bien conocida la respuesta de un veterano predicador que oyó decir a una piadosa hermana después del culto:
–Pastor, ésta fue indudablemente una predicación extraordinaria.
Agradeciendo esta generosa apreciación, contestó:
–Hermana, Satanás ya me insinuó esta misma impresión.
Algunos tienen el mal hábito de pedir opiniones sobre su sermón. Un pastor, en cierta ocasión le pidió su opinión a una hermana de la iglesia acerca de su último sermón. Ella, con lealtad y franqueza, contestó diciendo que no lo había apreciado por tres motivos: “Primero, porque fue leído; segundo, porque fue mal leído, y tercero, porque lo leído no estaba a tono con las necesidades de la iglesia”.
¿Cómo juzgan los oyentes sus sermones?