“ ‘Dios es es amor’ está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los hermosos pájaros que llenan el aire de melodías con sus preciosos cantos; las flores exquisitamente matizadas, que en su perfección perfuman el aire; los elevados árboles del bosque, con su rico follaje de viviente verdor; todos dan testimonio del tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y de su deseo de hacer felices a sus hijos” (El camino a Cristo, p. 8).
Esta declaración forma la presuposición a partir de la cual todo creyente debe evaluar las experiencias de dolor y de sufrimiento que configuran su existencia terrestre. A pesar de todo, para el escéptico, ese mismo presupuesto se considera una paradoja intrigante: “Si Dios es amor, ¿por qué sufren sus hijos?” Entonces, en la búsqueda de respuestas para esa indagación, muchos se han inclinado por fantasiosas especulaciones, como sucede, por ejemplo, con la racionalización epicúrea: “Dios o quiere impedir los males y no puede; o puede y no quiere; o no quiere ni puede; o quiere y puede. Si quiere y no puede, es impotente, algo imposible en Dios. Si puede y no quiere, es envidioso, lo que, de manera idéntica, es contrario a Dios. Si ni quiere ni puede, es envidioso e impotente, y por lo tanto ni siquiera es Dios. Si quiere y puede, que es lo único conveniente a Dios, ¿de dónde provienen, entonces, la existencia de los males? ¿Por qué no los impide?” (Reinholdo A. Ullmann, Epicuro: o Filósofo da Alegría, p. 112). La conclusión epicúrea es que Dios no se preocupa por el mundo. Vive aislado, “en el gozo de su bienestar”.
De hecho, la comprensión plena del sufrimiento todavía permanece como un gran desafío también para el cristiano. Nuestro conocimiento del amor divino y la creencia en “su deseo de hacer felices a sus hijos” no ha impedido, a veces, que nuestra fe sea sorprendida por la pregunta: “¿Por qué?” Solo cuando observamos el milenario conflicto entre Dios y Satanás tenemos una vislumbre del gran cuadro detrás del sufrimiento. Y, mejor todavía, se nos informa que un día todo esto terminará, de manera que se revelará al mundo la justicia del carácter de Dios, gracias a la victoria conquistada por Cristo en la cruz del Calvario.
Hasta ese momento, debemos confiar. Primeramente, porque no se nos deja en la ignorancia acerca del fin de la historia del mal, el pecado y el sufrimiento. En segundo lugar, Dios nos ha dispensado su amorosa providencia, limitando (a pesar de todo) las acciones del enemigo (Job 1:12; Sal. 124.1-3; 1 Cor. 10.13) y utilizando situaciones adversas para cumplir sus propósitos de salvación (Gén. 50:20; Hech. 236). En nuestra rutina pastoral, son muchas las oportunidades de aplicar las promesas divinas que mitigan el dolor en los corazones heridos. Que el Señor nos dé sabiduría y sensibilidad espirituales para hacerlo.
Sobre el autor: Director de Ministerio, edición de la CPB.