VIII. La Tierra como prisión desolada de Satanás
Las descripciones bíblicas de la segunda venida de Cristo no sólo representan la destrucción de todos los impíos que viven sobre la tierra; también ofrecen un panorama de la desolación del planeta. En Apocalipsis 6 se describen, breve pero gráficamente. los efectos que producirá sobre el mundo la venida de Cristo: “Todo monte y toda isla se removió de su lugar’’ (vers. 14). En Apocalipsis 11 se describen nuevamente los acontecimientos finales: “Hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y grande granizo’’ (vers. 19). En Apocalipsis 16, bajo la séptima plaga, se trazan más vívidamente los detalles de la destrucción: “El séptimo ángel derramó su copa por el aire; y salió una gran voz del templo del cielo, del trono, diciendo: Hecho está. Entonces hubo relámpagos y voces y truenos, y un gran temblor de tierra, in terremoto tan grande, cual no lo hubo jamás desde que los hombres han estado sobre la tierra. Y la gran ciudad fue dividida en tres partes, y las ciudades de las naciones cayeron… y toda isla huyó, y los montes no fueron hallados. Y cayó del cielo sobre los hombres un enorme granizo como del peso de un talento’’ (vers. 17-21).
Resulta difícil imaginar una destrucción más completa de todos los aspectos físicos de la superficie terrestre. Un terremoto de proporciones mundiales que produzca el desmoronamiento de cada montaña y hunda a cada isla con un oleaje tan enorme, difícilmente. pueda dejar intacta cualquier obra humana. En ese cataclismo podrá perder la vida una proporción considerable de los habitantes de este mundo, pues así lo indica Apocalipsis 19:21: “Y los demás [los aterrorizados sobrevivientes que queden después que todo haya pasado 1 fueron muertos con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo”. Es evidente que el terremoto y la granizada se producen precisamente cuando Cristo aparece en el cielo.
El lenguaje simbólico de la profecía describe muy ajustadamente el confinamiento de Satanás en el mundo que habrá quedado en las condiciones descriptas en el párrafo anterior: “Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años” (Apoc. 20:2, 3). No puede engañar “más a las naciones” porque todos los impíos están muertos, y los justos han sido resucitados, trasladados y llevados al cielo. Satanás, junto con sus. compañeros, los demás ángeles caídos, debe esperar. en medio de esa desolación, que la corte del cielo dicte las resoluciones finales referentes a los casos de todos los perdidos. En contraste con esta escena, vemos que los santos —aquellos a quienes Satanás pensaba vencer y destruir— están en el cielo, sentados en calidad de jueces acompañando a su Señor (Apoc. 20: 4).
Creemos que ése es el momento cuando se cumplirán las palabras del apóstol Pablo: “¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?” (1 Cor. 6:3).
Los adventistas atribuyen otro significado más al confinamiento de Satanás durante mil años en la soledad. En el simbolismo israelita del Día de la Expiación, en el servicio típico del santuario, después de haber sido degollado el macho cabrío “por Jehová” como sacrificio expiatorio, la culpa del pecador arrepentido quedaba cancelada y sus pecados eran perdonados simbólicamente mediante la sangre derramada. Entonces, después de haberse completado de esta manera la expiación, el otro macho cabrío (“por Azazel”) —quien creemos simbolizaba a Satanás, el perverso seductor del hombre— era declarado culpable de la instigación de todo mal, y era enviado vivo a una zona desértica, deshabitada, llevando al olvido la responsabilidad de todos los pecados que había hecho cometer a Israel (Lev. 16:20-22).
De este modo, en primer lugar, el pecador arrepentido quedaba libre del castigo mediante el Sustituto designado por Dios que simbolizaba a Cristo. Y luego la pena recaía sobre el macho cabrío que representaba al architentador e instigador del pecado, que ora relegado al desierto para morir. También W. Robertson Nichol (The Expositor’s Greek Testament, tomo 5, pág. 471), después de comentar la reclusión de Satanás mencionada en Apocalipsis 20, alude en forma interesante al “aprisionamiento de Azazel”[1], y a la “restricción divina” impuesta por un tiempo a ese “mal espíritu”.
Creemos que lo anterior forma parte del panorama abarcado en el confinamiento de Satanás, cuando es encerrado, sin poder engañar a las naciones hasta que se cumplan mil años.
IX. La resurrección literal: realidad central del Evangelio
Los adventistas sostenemos que la doctrina cristiana de la vida futura se basa en la resurrección (1 Cor. 15:51-55; 1 Tes. 4:16). Los justos, vueltos a la vida mediante la primera resurrección, no participan en absoluto de la segunda muerte, la cual está destinada únicamente para los impíos. Y después de la segunda muerte ya no habrá otra resurrección, o vida futura para los impíos. La resurrección que se produce en ocasión del segundo advenimiento señala el comienzo de la inmortalidad de los santos (1 Cor. 15:51-57).
Apocalipsis 20 separa la primera resurrección de la que corresponde al resto de los muertos, y la coloca al comienzo de los mil años. “La segunda muerte no tiene potestad” (vers. 6) sobre los que tienen parte en esta resurrección. Y se nos dice expresamente que los santos resucitados, a quienes se los llama bienaventurados y santos (vers. 6), viven y reinan (vers. 4) con Cristo durante los mil años. No sólo retornan a la vida, sino que siguen viviendo para siempre.
La primera resurrección (la de los justos) está, evidentemente, en contraste con la segunda (la de los impíos), que se produce al fin de los mil años. Y “los otros muertos” se presentan en contraposición con el primer grupo de muertos anteriormente mencionado. El apóstol Pablo se refirió a la resurrección diciendo que “cada uno [lo haría] en su debido orden” (1 Cor. 15:23). En primer lugar se produjo la resurrección de Cristo, “las primicias”. Luego viene la resurrección de los santos en el segundo advenimiento. Y finalmente, en Apocalipsis 20, al fin de los mil años, resucitan los impíos. Hay ciertamente una resurrección de justos y otra de injustos (Hech. 24:15). Estas resurrecciones están separadas por mil años (Apoc. 20:4, 5): la primera es para vida y la segunda para condenación (Juan 5:29).
Con multitud de otros creyentes, aceptamos que la primera resurrección (anastasis en griego)[2] es la del cuerpo. Creemos firmemente que las dos resurrecciones —la primera tanto como la segunda— son literales, físicas, corporales y que la primera se limita a los santos y precede en mil años a la de los pecadores: “los otros muertos”.[3] No puede usarse lenguaje más sencillo para mostrar la realidad de ambas resurrecciones.
Por lo tanto, rechazamos completamente las hipótesis agustinianas de la primera resurrección “espiritual”, postmilenial y amilenial como totalmente opuestas a las declaraciones inspiradas. Creemos que ambas resurrecciones corresponden a aquellos que han estado literalmente muertos y que se levantan literalmente de la muerte.
Estamos plenamente de acuerdo con el sólido argumento de Henry Alford (The Greek Testament, 1884, tomo 4, págs. 732, 733), quien declaró:
“Si en ese pasaje debe entenderse que la primera resurrección es el renacimiento espiritual con Cristo, en tanto que la segunda es la resurrección literal del sepulcro, entonces el lenguaje pierde todo su significado, y la Escritura queda anulada como testimonio para cualquier cosa. Si la primera resurrección es espiritual, entonces también lo es la segunda, cosa que, supongo, nadie tendrá suficiente entereza para sostener; pero si la segunda es literal, entonces también lo es la primera, hecho que ciertamente sostengo y recibo como artículo de fe y de esperanza juntamente con toda la iglesia primitiva y muchos de los expositores modernos más importantes”.
Como adventistas, creemos que el hombre es un candidato para la inmortalidad —don que ha de recibirse mediante Cristo en su segundo advenimiento (1 Cor. 15:51- 57)—, e igualmente creemos que duerme inconsciente en la muerte hasta la resurrección. Este es el motivo por el cual nuestra esperanza es la resurrección. Nos unimos al gran reformador inglés William Tyndale, traductor de la Biblia y mártir, quien declaró: “Si sus almas están en el cielo, díganme, ¿por qué no han de estar en una condición tan buena como la de los ángeles; y en tal caso, qué motivo hay para la resurrección?”
El Dr. William Temple, extinto arzobispo de Canterbury, en una conferencia basada en Conclusiones sobre la Inmortalidad, dictada en octubre de 1931 en el Lion College de Londres, expuso nuestro concepto como también el suyo propio, cuando afirmó:
“El hombre no es inmortal por naturaleza o por derecho; en cambio, se le ofrece la resurrección de los muertos y la vida eterna, si es que quiere recibirlas de Dios y según las condiciones divinas. Esta [la parte esencial de la doctrina de la vida futura] es la doctrina de la resurrección y no de la inmortalidad [‘natural’]”.
X. Satanás liberado por breve tiempo al fin del milenio
La escena que ofrece la tierra es realmente sombría. La destrucción de ciudades otrora habitadas y la ruina de la pompa y del esplendor son recuerdos horrendos de un mundo maravilloso que Satanás ha dirigido en inútil rebelión contra Dios. Y ahora, al fin de los mil años, Cristo desciende a la tierra acompañado por todos los santos con poder, gloria y majestad aterradores para ejecutar juicio sobre les impíos. Entonces ordena que los injustos muertos vuelvan a la vida. Y en respuesta v su llamado, responde (Apoc. 20:8) una hueste inmensa, incontable como la arena del mar. No sólo el “mar”, sino la “muerte” (aliada inseparable del pecado) y el “infierno” (hades en griego), inflexible receptáculo de las víctimas de la muerte, dejan en libertad su cuota de injustos muertos.
Este hecho concuerda con la descripción de Isaías: “Y serán amontonados como se amontona a los encarcelados en mazmorra, y en prisión quedarán encerrados, y serán castigados, después de muchos días” (Isa. 24:22). Pero esta segunda resurrección es la de la “condenación” (Juan 5:29). Estos que resucitan ahora abarcan a “los otros muertos”; que no vuelven “a vivir hasta que se” cumplen “mil años” (Apoc. 20:5).[4] Y las naciones de Gog y Magog vuelven a la vida por medio de —o como resultado de— Ja segunda resurrección, y cubren toda la tierra.
Los impíos resucitan con el mismo espíritu rebelde que los dominaba en vida, y se sitúan en la presencia del Eterno. Ven la gran ciudad de Dios, la Nueva Jerusalén que desciende del cielo, de Dios (Apoc. 21:2, 3). Cristo regresa al mismo Monte de los Olivos situado en las afueras de la antigua Jerusalén (Zac. 14:4), desde el cual ascendió después de su resurrección, y desde donde los mensajeros angélicos dieron la seguridad de que el Señor volvería de los ciclos (Hech. 1:9-12).
Mediante la resurrección de los injustos Satanás queda “desatado por un poco de tiempo” (Apoc. 20:3). Su inactividad forzada acaba después de su período de cautividad de mil años (vers. 7, 8). Una esperanza desesperada nace una vez más en su malvado corazón cuando contempla la hueste innumerable de los impíos de todas las épocas.
Entonces se produce el último y formidable conflicto por la supremacía. Satanás los engaña haciéndoles creer que pueden tomar la ciudad de Dios y pone frenéticamente a las hordas impías en orden de batalla en un vano asalto [5] final al “campamento de los santos”, la amada Ciudad Santa, en un empeño por derrotar el Reino de Dios (vers. 8, 9). Los injustos que obstinadamente rehusaron entrar en la Ciudad de Dios mediante los méritos de la expiación del sacrificio de Cristo, ahora están determinados a obtener su admisión y el dominio mediante el asedio y la lucha.
En ese momento se produce el último acto en el gran conflicto de las edades, cuando toda la raza humana se pone frente a frente por primera y última vez. El intento supremo de Satanás revela que todavía sigue siendo rebelde, y los hombres malos demuestran que aún siguen siendo malos. Entonces se establece irrevocablemente la separación eterna entre los justos y los injustos. Entonces, desde el gran trono blanco, se pronuncia la sentencia de muerte sobre los impíos, seguida por la ejecución inmediata.
Es evidente que durante este episodio final se cumplirán las palabras del Maestro: “Allí será el llanto y el crujir de dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros estéis excluidos” (Luc. 13:28).
XI. La destrucción final de Satanás y de los impíos
El drama de los siglos termina con la ruina final e irrevocable de Satanás y con su completa extinción —así como la de todos sus seguidores—; cuando desciende fuego del cielo, de Dios, y lo devora (2 Ped. 3:10, 11; Apoc. 20:9). La superficie de la tierra se funde y se transforma en un vasto e hirviente “lago de fuego” (Apoc. 20:10), para juicio y “perdición de los hombres impíos” (2 Ped. 3:7).[6]
La tierra arde “como un horno”; los impíos “serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos’’ (Mal. 4:1). De manera que en las llamas purificadoras de la conflagración final, los impíos —Satanás, los ángeles malos y los hombres impenitentes— todos, raíz y rama, son finalmente destruidos por fuego, incluso la muerte y el hades, compañeros inseparables, son echados en este lago de fuego (Apoc. 20:14), sin poder librarse, ni escapar de su terrible destrucción. El castigo es eterno (Mat. 25:46) [7] y constituye la segunda muerte, de la cual ya no habrá resurrección. En este aspecto estamos de acuerdo con el extinto arzobispo William Temple, anteriormente citado, quien, al comentar “el destino final del alma que rehúsa el amor de Dios” expresó:
“Una cosa podemos decir con seguridad: debemos descartar el tormento eterno. Si los hombres no hubieran importado la noción griega y antibíblica de la indestructibilidad natural del alma individual, y no hubieran leído el Nuevo Testamento teniendo ese concepto en mente, habrían extraído de él la creencia, no en el tormento eterno, sino en la aniquilación. Es al fuego al que se llama eterno, y no a la vida que se arroja en él” (Christian Faith and Life, 1931, pág. 81. Discurso dado en 1931 en la Iglesia de la Universidad de Oxford).
Este fuego fue preparado en primer término para el diablo y sus ángeles (Mat. 25:41). Pero devora a todos los que escogen seguirlo. Este es el fuego de la Gehena que consume completamente todo lo que se echa en él (Mar. 9:43-48). David predijo: “Sobre los malos hará llover calamidades; fuego, azufre y viento abrasador será la porción del cáliz de ellos” (Sal. 11:6). Tal es la ruina final que pone fin a la prolongada rebelión contra Dios, su ley y su gobierno.
Pero “la segunda muerte no tiene potestad” (Apoc. 20:6) sobre los justos, que fueron vueltos a la vida en la primera resurrección. Los santos permanecen libres de todo daño en la ciudad de Dios, en medio de “fuego consumidor” y de “llamas eternas” (Isa. 33:14). En tanto que para los injustos Dios es “fuego consumidor” (Heb. 12:29), para los justos es un escudo protector.
De las ruinas humeantes de este viejo mundo surgen “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apoc. 21:1) donde los redimidos hallan su heredad eterna y el lugar de su morada. Cuando surge la tierra renovada, las quejas, las lágrimas, el dolor y la muerte ya “pasaron” (Apoc. 21:4). La muerte está destruida (1 Cor. 15:26; Apoc. 21:4). Ya no hay más maldición (Apoc. 22:3), y Dios es “todo en todos” (1 Cor. 15:28).
El fin del milenio señala el comienzo del estado eterno en la tierra nueva. Los acontecimientos del milenio provienen todos de la sabiduría, la gracia, el poder y la intervención divinos. Entendemos que de esta manera y en este tiempo los redimidos de todas las naciones obtendrán la posesión del eterno reino de gloria prometido, tan largamente esperado (Dan. 7:18; Apoc. 22:5).
Elena G. de White expresa nuestra convicción con estas hermosas palabras:
“El gran conflicto ha terminado. Ya no hay más pecado ni pecadores. Todo el universo está purificado. La misma pulsación de armonía y de gozo late en toda la creación. De Aquel que todo lo creó manan vida, luz y contentamiento por toda la extensión del espacio infinito. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más vasto, todas las cosas animadas e inanimadas, declaran en su belleza sin mácula y en júbilo perfecto, que Dios es amor” (El Conflicto de los Siglos, pág. 737).
Referencias
[1]Muchos eruditos reconocen que Azazel es un nombre que designa a Satanás. (Véase William Jenks, Comprehensive Commentary of the Holy Bible, tomo 1. pág. 410; Charles Beecher, Redeemer and Redeemed, págs. 67, 68; Jewish Encyclopedia, tomo 2, pág. 366; Albert Whalley, The Red Letter Days of Israel, pág. 125; John Eadie, Biblical Encyclopedia, pág. 577.)
[2] Anastasis se traduce 33 veces como “resurrección” y tres veces como “levantamiento”.
[3] No debería haber dudas con respecto a este asunto. Alford Faussett, Elliot, Milligan, Petavius. Gaebelein. Scofield, Morgan, Torrey, Moorehead, y muchos otros afirman que “los otros muertos” sólo pueden representar a los impíos muertos.
[4] En tanto que algunos alegan que la cláusula “los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años” es espuria, las versiones Revisada Inglesa, Revisada Americana y la Revisada Standard, así también como la Rotherham, Tischendorf. Westcott y Hort, Griesbach, Wordsworth. Lachmann, Tregelles, Nestle, Weymouth y Alford la conservan. En realidad, sólo uno de los manuscritos más importantes, el Codex Sinaiticus, omite esta cláusula.
[5] Subieron” (vers. 9), según Düsterdieck, es una expresión idiomática usada en una expedición militar. El lugar del ataque generalmente se encontraba en una posición elevada —en este caso la de Jerusalén— observada desde todos los úngulas. En otras palabras, se trata de la descripción de un ejército invasor que se esparce por la tierra.
[6] Según 2 Pedro 3:3-13, el mundo antiguo que pereció en las aguas del diluvio prefiguraba la destrucción final por fuego. En estas llamas arrolladoras no sólo perecen los impíos, sino que también la misma tierra se disuelve, y todas las malas obras que hay en ella se consumen. Los “elementos no son aniquilados, sino “deshechos” o fundidos, de modo que cada mancha de pecado y cada vestigio de maldición son purificados.
[7] El “castigo eterno” (Mat. 25:46) no es un castigo interminable, ni la “eterna perdición” (2 Tes. 1:9) es un continuo perderse, así como la “eterna salvación” (Heb. 5:9) no es una salvación interminable, y el “juicio eterno” (Heb. 6:2) es un juicio que no tiene fin. Lo “eterno” concierne a los resultados y no al proceso.