La profesión médica demuestra gran interés por los alcohólicos lo cual, indudablemente, es un indicio del estado actual del problema. Muchos médicos prefieren no atender pacientes alcohólicos porque creen que en otro lugar recibirán más ayuda; o porque no desean dedicarles el tiempo extra que dichos pacientes podrían requerir; o porque temen ser incapaces de ayudarlos.
La mayoría de los médicos, y el público en general consideran que el alcoholismo es un problema psicológico. Por consiguiente, esperan que la psiquiatría los ayude; pero también esa esperanza es vana, porque pocos psiquiatras aceptan de buen grado a pacientes alcohólicos. Probablemente el mejor consejo que los médicos dan a los alcohólicos es el siguiente: “Vaya a Alcohólicos Anónimos”. Según mi opinión, éste no es un mal consejo, pues AA tiene una envidiable reputación de eficacia.
Si consideramos en forma objetiva este consejo, resulta extraordinario. Dentro de la medicina, no existen paralelos de que en ningún otro problema por el cual un paciente acuda a un médico, éste le sugiera que busque la ayuda de personas ajenas a la profesión.
Últimamente se han notado progresos en el asesoramiento dado por personas que definidamente no pertenecen a la profesión médica, y que han provocado serias dudas en cuanto al concepto de que el alcoholismo es una enfermedad. Si esta idea persiste, tendrá alcances insospechados. Será necesario reexaminar la actitud que la profesión médica ha demostrado hacia el alcoholismo y los alcohólicos. Las facultades de medicina tendrán que considerar la posibilidad de que el médico represente un papel más importante en su relación con el alcohólico. Es de esperar que al aumentar la aceptación y el interés en el ámbito profesional, aumenten también las posibilidades de ayuda para los pacientes alcohólicos. Los clérigos también deben aprender a tratar a los alcohólicos en forma más eficaz. A fin de que se produzcan estos cambios, debemos analizar con más detenimiento el problema del alcoholismo.
¿Qué induce a una persona a beber?
El misterio de la afición al alcohol gira en torno de una pregunta: ¿Qué induce a una persona a beber, aun cuando sabe que al hacerlo destruirá no sólo su personalidad sino también a los seres que tienen significación en su vida?
Los individuos no deciden conscientemente convertirse en alcohólicos. Lo hacen porque están propensos a adquirir el hábito. Los problemas y las presiones que inducen al ser humano a beber pueden ser muy diversos. El grado de vulnerabilidad del alcohólico es un asunto individual, relacionado con sus características personales.
Los alcohólicos tienen, por cierto, una cosa en común: la necesidad imperiosa de ingerir bebidas alcohólicas. Sin embargo, es necesario comprender que la dependencia del alcohol no se genera en forma espontánea, sino que forma parte del cuadro general de la deformación de la personalidad que sufre el afectado.
Aunque ciertas personas parecen ser más propensas que otras, el alcoholismo no es la enfermedad que hay que curar, sino que es un síntoma relacionado con profundas necesidades psicológicas, sociales o espirituales que no han podido ser satisfechas. Cuando se ingiere continuamente bebidas alcohólicas, éstas se convierten en una respuesta o una muleta que el individuo busca para compensar esas necesidades personales que no puede satisfacer por sí mismo.
Durante cierto tiempo —pueden ser años— la bebida parece satisfacer las necesidades del individuo. Pero llega el día cuando el alcohol ya no alcanza a saciar esa sed antinatural, y el beber se transforma en una obsesión. Se llega a la etapa crónica cuando el individuo bebe para evadir incluso los síntomas. Ya no lo hace para satisfacer una necesidad real: Bebe para saciar su necesidad morbosa de alcohol.
A partir de ese momento, la bebida se convierte en un hábito que adquiere profundas raíces, al igual que otros hábitos adquiridos. La dosis que ingiere va aumentando con el correr de los años, y la consecuencia natural es la interrupción o detención del crecimiento normal de la personalidad. Ciertos individuos que por naturaleza están más predispuestos que otros al alcoholismo, llegan a ser verdaderos esclavos de la bebida. Cuando esto sucede, ya no se trata sólo de una necesidad psicológica. Ahora, también los tejidos del organismo exigen la bebida.
Una vez que se establece la dependencia física, el individuo pierde la facultad de decidir en forma consciente y voluntaria con respecto a la bebida. Muchos pacientes me han dicho que no pueden describir cuán imperioso es el impulso de beber que sienten. Dicen que las palabras no bastan para expresar su terrible apremio, y que no pueden comparar el placer que experimentan con ningún otro que hayan conocido: la satisfacción sexual, la sensación de triunfo o de poder, etc.
Un efecto aparentemente positivo
También es cierto que al principio la bebida parece ejercer un efecto positivo en la vida. Se ha demostrado que inhibe la ansiedad; que las preocupaciones y los problemas tienden a desaparecer; los sentimientos hostiles reprimidos se disipan; el cansancio cede lugar a una nueva energía. El alcohol parece facilitar el sueño. Esta primera fase del alcoholismo da la impresión de producir una sensación de bienestar y felicidad. A menudo el bebedor considera que tiene una personalidad cálida, confiada, agradable y mejor adaptada que los demás. Más de un paciente me ha dicho alguna vez: “Oh, si yo pudiera volver a la época en que comencé a beber”.
La vida del alcohólico no es agradable. Su mundo está lleno de limitaciones que le son impuestas por los demás: por el hombre de la calle y por los profesionales. Para muchas personas, el alcohólico no es otra cosa que un borracho perdido; un gran número de profesionales lo consideran un psicópata o un inadaptado social; es decir, alguien que sufre una grave alteración de la personalidad. Todas estas limitaciones sociales se convierten en parte integrante del mundo en que se mueve el alcohólico; son muy pocos los que le conceden alguna esperanza de recuperación.
El alcohólico define su mundo inmediato con sensaciones de ansiedad, temor, depresión y soledad. Vive en una especie de ansiedad existencial, obsesionado por el temor de ignorar lo que sucede cuando no está en sus cabales; el temor de que esa situación se repita; el temor de que la bebida le afecte el hígado, el cerebro, etc. Su soledad es permanente, tanto en medio de la multitud como cuando está físicamente solo. Se ve obligado a convivir con un desesperante sentimiento de culpabilidad en un mundo despiadado. A pesar de verse acosado por un doloroso remordimiento, no puede desprenderse de la botella.
Como resultado, se torna iracundo y a menudo hostil. La mayoría de la gente no considera su inadmisible comportamiento antisocial como una forma de reaccionar contra la enfermedad, sino como rasgos habituales de su conducta. Consideran que el alcohólico depende de la bebida porque es incapaz de vivir sin ella. Para él, renunciar al alcoholismo significa regresar a un estado de insoportable sufrimiento psíquico, sin poder recurrir a un anestésico que lo mitigue. No se puede esperar que se recupere por sus propias fuerzas; sería pedirle demasiado. No puede gobernarse a sí mismo.
Cuando el alcohólico acude en busca de ayuda, ya sea porque su propia conciencia lo impulsa a hacerlo o porque así se lo exigen su jefe o su esposa, la mitad de su ser desea recibir esa ayuda, pero la otra mitad no. Acosado por una profunda sensación de soledad, inadecuación, fracaso y falta de confianza en la gente, en Dios o en sí mismo, anhela la ayuda que puede darle un médico o un clérigo; a pesar de eso, su sentimiento de culpabilidad, su vergüenza y su desconfianza lo inducen con frecuencia a rechazar esa ayuda.
Ese rechazo constituye un rasgo de conducta sumamente interesante, aunque enigmático, y a veces confunde o engaña a las personas que se esfuerzan por ayudarlo. Investiguemos un poco esta actitud contradictoria del alcohólico. El rasgo descollante del paciente es la desconfianza.
¿Se ha preguntado usted alguna vez: “Qué pienso de la persona que consume bebidas alcohólicas”? Probablemente esta pregunta no despertará ninguna respuesta emocional extraordinaria. Pero si transformamos la pregunta de la manera siguiente: “¿Qué sentimientos me inspira el alcohólico?”, es más que probable que tengamos una reacción definida.
Mediante ciertos experimentos se ha demostrado que algunas palabras, que son consideradas “tabú” o “negativas”, tienden a producir reacciones emocionales en un grado más profundo que otros términos. La palabra “alcohólico”, es una de ellas; con frecuencia despierta en nosotros sentimientos negativos. Si esta reacción se debe a la palabra en sí, ¿cuál será entonces nuestra respuesta cuando nos relacionemos precisamente con la persona a la que se le ha aplicado dicho calificativo?
A decir verdad, la mayoría de nosotros creemos que es posible evitar el alcoholismo; por lo cual, a pesar de que con los labios repetimos el concepto de que el alcoholismo es una enfermedad, en realidad creemos que el alcohólico es capaz de dejar de beber si lo desea. Estas ideas y sentimientos, tanto conscientes como inconscientes, son fácilmente transmitidos a la persona involucrada, y a menudo expresan mejor nuestra actitud hacia ella que todas las palabras que le digamos. Esto nos demuestra que todo el que desea ayudar a un alcohólico debe analizar antes sus propios sentimientos.
Extremadamente sensibles
El alcohólico es una persona extremadamente sensible. Se ignora si esa hipersensibilidad se debe al uso continuo del alcohol o si es un rasgo de su personalidad que ya poseía antes de adquirir el hábito. Pero es innegable que el alcohólico a menudo percibe con suma rapidez y facilidad los sentimientos que despierta en los que lo rodean, y por lo general rechaza la ayuda de las personas que a su criterio no tienen un interés sincero y genuino por ayudarlo. Rechaza las exhortaciones y los “sermones”. Desconfía de las expresiones de interés que no vayan acompañadas por una acción consecuente, demostrada mediante la disposición a realizar incluso un sacrificio por ayudarlo.
Debemos recordar que el alcohólico cree que la bebida mejora sus relaciones con los demás. Esto se advierte muy fácilmente, incluso cuando está buscando ayuda. Lo que desea es mantener una relación de mutua confianza con alguien con quien pueda compartir sus cargas y sufrimientos —alguien a quien pueda apegarse en su extrema necesidad. El hombre que bebe está buscando compañerismo, aunque no lo sepa. El alcohólico necesita la evidencia continua de que la persona tiene un sincero interés por él.
No ser demasiado condescendiente
Sin embargo, no hay que ser demasiado condescendiente con el alcohólico. Se considera que la mejor táctica es un “control amable”. El ingrediente esencial es el cultivo de una relación personal. Al demostrar interés en el alcohólico, se podrá romper su aislamiento, e intimar con él. Y al transmitirle calidez y comprensión humanas, se ganará su confianza.
Es muy fácil olvidar que los individuos a quienes con tanta rapidez les ponemos un rótulo que los identifica como alcohólicos son realmente seres humanos; personas que, como nosotros, tienen sentimientos, pero a menudo se las mira como bichos raros y se las considera parias de la sociedad, porque no pueden dominar la bebida. Sin embargo, están tan hambrientos de afecto y desean la integración social tanto como cualquiera de nosotros.
Al tener sus primeras experiencias con el alcohol, muchos creyeron que era “lo mejor de la vida”. Pero finalmente aquello resulta ser “lo peor de la vida”. Con perseverancia, interés y simpatía, podremos ayudar al alcohólico a encontrar un camino mejor. Si alguna vez se le presenta a usted la oportunidad de ayudar a alguien que tiene problemas con el alcoholismo, acepte el desafío. No lo rechace.
He tenido personalmente la satisfacción de observar el cambio que se produce cuando una persona rompe las cadenas que lo ligan a un hábito tan destructivo como el alcoholismo. He visto la transformación que se produce en los rostros doloridos y angustiados, cuando se llenan de paz, de tranquilidad y de gozo, y también he podido contemplar algunos hogares y corazones que se han vuelto a unir con el deseo de volver a amar. Pero lo que produce la mayor satisfacción es el hecho de haber podido ayudar a un hermano, y de ganar un amigo para toda la vida. En esta obra difícil y delicada, necesitamos imitar la actitud de Dios, expresada por el profeta: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3).
Sobre el autor: director asistente del Departamento de Ciencias de la Conducta Humana de la Universidad de Loma Linda.