¿Quién sabe cómo tratar con la gente? ¿Cómo trata usted con una persona afecta a criticar? ¿Con una persona hipócrita? ¿Con un individuo desleal? ¿Cómo trata usted con una persona que desperdicia su tiempo? ¿Y con el alma desanimada que piensa que ha perdido su último amigo en la tierra? ¿Cómo nos relacionamos con alguien que siente que no es apreciado? Si lo fuera —dice—, se sentiría estimulado.
CRISTO NUESTRO EJEMPLO
¿Dónde buscaremos ayuda? Pienso que la encontraremos si volvemos un poquito las páginas de la historia y echamos un vistazo a la vida y los métodos de Uno que por lejos entiende a la familia humana mejor que cualquiera y cuyos métodos todavía están completamente al día en esta era espacial. ¿Quién es? Se ha dicho de él:
“Diecinueve largas centurias han llegado y pasado y hoy él es todavía el centro de la humanidad y el líder de la columna del progreso. Apenas si me acerco a la realidad cuando digo que todos los ejércitos que alguna vez marcharon y todos los navíos que alguna vez se construyeron, y todos los parlamentos que alguna vez han sesionado, y todos los reyes que alguna vez reinaron, puestos juntes, no han afectado al hombre sobre esta tierra tan poderosamente como aquella vida solitaria” (J. A. Francis).
¿Por qué después de esas centurias él es todavía el líder? ¿Por qué ha influido sobre la humanidad más que cualquier otro? Ante todo reconocemos que vino para salvar a la humanidad del pecado. Pedro dijo: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12). Esto lo coloca en una categoría diferente de la de cualquier otro líder. No obstante, para salvar al hombre debió relacionarse con el hombre. Para salvar a la gente debió tratar con la gente. En todos sus contactes fue efectivo y solícito, más que cualquier otro en la historia. Por lo tanto haremos bien en considerar su modo de vida y sus métodos. Muchos de nosotros hemos desarrollado el arte de tener siempre delante lo peor de la gente y por lo común levantamos muros de separación entre nosotros y los demás. Cristo poseía el arte de hacer que se manifestara lo mejor de los hombres y mujeres y de disipar lo peor por la implantación de su Espíritu en el corazón de ellos. Elena de White, que no era una novicia en el trato con la gente, dice: “Hemos de representar a Cristo en nuestra forma de tratar con nuestros semejantes. . . Hemos de aprender de Cristo, practicar sus métodos, revelar su espíritu” (Testimonios para los Ministros, pág. 225). ¿Qué mejor ejemplo que el de Cristo podríamos encontrar? Después de diecinueve siglos que han llegado y pasado, ¿quién se puede comparar con él?
LA CONFIANZA ES BÁSICA
¿Qué fue lo que hizo del Señor un maestro para relacionarse con la gente? Ante todo, hay un hecho básico que debemos recordar. Para ayudar a la gente, para relacionarse con ella, uno debe poseer su confianza. A menos que la gente crea en nosotros, no podremos ayudarla. Podemos dirigirla, podemos convocarla para que venga, podemos ordenarle que vaya. Dar órdenes es una cosa; tratar efectivamente con la gente es otra. Cristo dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mat. 4:19). Ellos lo siguieron. No fueron mandados. Fueron invitados. Le siguieron porque creyeron en él. Un miembro de la Rogers Corporation dice: “En estos días usted no puede hacer que nadie haga algo. Hay menos temor a los que mandan del que había 40 ó 50 años atrás. [Expresado hace unos diez años]. De modo que el presidente de una compañía debe ser capaz de dirigir a los hombres”.
La gente está dispuesta a seguir cuando siente confianza en el valor y la confiabilidad del líder. La confianza es el fundamento sobre el que se edifican relaciones útiles. Si esta confianza no se gana nunca o si la perdemos, entonces el fundamento comienza a desmenuzarse. Se puede perder la confianza. Un jurista inglés de hace unos pocos siglos, J. F. Fortescue, dijo: “La lealtad no se puede comprar, pero la confianza puede ser traicionada y vendida”.
Si los individuos toman lo que decimos con un “grano de sal” [es decir, con cierta reserva], ello constituye una amplia evidencia de que la sal de nuestro liderazgo ha perdido su sabor. El liderazgo, como la sal que ha perdido su calidad de salada, está listo para ser desechado. En las palabras de Cristo, “no sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres” (Mat. 5:13). Esto es más real que poético.
Confianza es un Nicodemo viniendo a Jesús de noche en busca de ayuda para resolver un problema del corazón.
Confianza es una mujer muy enferma que ruega: “Si tocare solamente su manto, seré salva”.
Confianza es un paciente en un hospital que llama a un capellán.
Confianza es un peón de mantenimiento, un obrero del lavadero o de la cocina de un hospital, que se siente libre para apersonarse a su superior o al administrador en busca de consejo y ayuda.
Confianza es una enfermera o su ayudante que va a la supervisora y descarga su corazón —quizá haciendo sugerencias de cómo mejorar el servicio.
Confianza es un miembro de la iglesia que le revela al pastor algunos de sus problemas íntimos con la esperanza de hallar una solución.
Confianza es un pastor que se sincera con un presidente de asociación con el propósito de dar un nuevo paso en la vida.
Jesús poseía la confianza del rico del pobre, de los santos y de los pecadores. De los niños y de los adultos de los sanos y de los enfermos, de les dirigentes y de los dirigidos. Esta confianza de toda clase de gente en él fue lo que hizo tan significativa su relación con las personas.
¿Qué hizo Cristo para respaldar esa confianza? ¿Cómo vivió para ganarla? ¿Qué método usó? ¿Por qué logró tanto éxito? Existen varias razones. La primera se la menciona en El Ministerio de Curación, pág. 102: “El mundo necesita hoy lo que necesitaba mil novecientos años atrás, esto es, una revelación de Cristo… Sólo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía sus necesidades y les mostraba su confianza. Entonces les decía: ‘Sígueme’”.
Las palabras “como quien deseaba hacerles bien” tienen un profundo significado. El ABC para llegar a la gente es desearle su bien.
Cristo pudo comunicarse con todos porque no esperaba hacer algo con ellos sino hacerles bien. Se juntó con los santos y los pecadores —los legalistas fariseos, los aristocráticos saduceos, los sofisticados miembros del Sanedrín, los hipócritas escribas, los humildes pescadores, el enfermo junto al camino, el menospreciado publicano, el incrédulo Tomás, el cobarde Pedro y el traidor Judas. No ignoró a nadie que buscase ayuda. No lo movía ningún motivo egoísta. Cuando los demás sepan que no tenemos segundas intenciones, cuando sepan que sólo tenemos presente su bien, abrirán las puertas del corazón y podremos iniciar relaciones fructíferas.
¿Por qué nos relacionamos con la gente en el primer caso? ¿Es nuestro propósito ayudar para que se conviertan en mejores obreros para su bien y el de la causa, o para hacer prevalecer nuestra causa egoísta? ¿Es nuestra única meta que la buena voluntad y cooperación de ellos hagan más segura nuestra posición? Si nuestro motivo es tratar con la gente para ayudarla en su crecimiento personal de modo que a su tiempo puedan realizar una contribución mayor a la iglesia, entonces nuestros esfuerzos están debidamente enfocados, motivados y producidos.
Algunos están más interesados en la promoción que en el desarrollo. El hecho es que no todos pueden avanzar; para algunos la promoción no se producirá nunca. Esto es normal. Los empleados y los dirigentes necesitan comprender que el programa de conducción y desarrollo no es como una escalera mecánica. Es una oportunidad. Es grande la necesidad de gente que pueda demostrar su potencial. Sin embargo hay algo que es más grande aún. Es que la gente pueda hacer un trabajo sobresaliente dondequiera se encuentre y que se sienta satisfecha de servir continuamente, sin ambiciones de ascender la así llamada escalera del éxito. El éxito no se mide por subir los peldaños de la escalera administrativa, sino por el cumplimiento fiel de nuestros deberes dondequiera sirvamos.
SEGUNDA RAZÓN PARA EL ÉXITO
El trato de Cristo con la gente fue un éxito porque su vida era íntegra. La honestidad es más que una regla en Cristo —es un principio. Es parte de su vida. Él dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Se nos dice que “los que elijan la honestidad como su compañera, la incorporarán en todos sus actos. Para la mayoría esas personas no son agradables, pero para Dios son preciosas” (Testimonies, tomo 4, pág. 607). J. D. Batten, presidente de Batten and Associates, en su libro Tough-minded Management, dice:
“El obrero común entiende mucho mejor la integridad cuando la ve practicada por su patrón y el patrón de su patrón. La integridad no se presta a compromisos. No es gris. Es del todo negra o del todo blanca. No debe ser usada en la manga [a modo de distintivo] sino que debe ser una manera de vivir. La integridad es aquella cualidad de un hombre o una mujer que requiere que el único propósito real de cualquier pensamiento, palabra o acción sea edificar personas o cosas en orden a obtener resultados positivos y éticos” (pág. 176).
Cristo siempre trató con honra a la gente. No siempre dijo toda la verdad, pero lo que dijo fue siempre, siempre la verdad. Todo hecho suyo fue un acto de integridad. Hablaba la verdad porque amaba la verdad. Sentía que no podía eludirla. Fue Phillips Brooks quien dijo: “El cristianismo no conoce verdad que no sea hija del amor y madre del deber” (The Encyclopedia of Religious Quotations, pág. 450).
Haríamos bien en orar diariamente: “Haznos hombres íntegros en quien otros puedan confiar completamente, ayúdanos a permanecer firmes cuando otros flaqueen. Ayúdanos a ser amigos, fieles y leales: consejeros honrados e intrépidos”. Podría muy bien darse el caso de que más adventistas se pierdan —incluyendo dirigentes— no porque no entiendan la profecía de los 2300 días, sino por su fracaso en practicar la honestidad.
Quizá demasiado a menudo evitamos decir la verdad porque deseamos que la gente guste y piense bien de nosotros. Es correcto que procuremos que la gente se sienta bien, pero eso puede hacerse sin sacrificar nuestra integridad. A la esposa de un comerciante se le pidieron referencias de una sirvienta que había trabajado con ella. La señora le dijo a su esposo: “Si digo la verdad, debería decir que era perezosa, impuntual e impertinente”. Luego, volviéndose hacia su esposo le preguntó: “¿Puedes pensar en algo favorable?” Y el esposo respondió: “Podrías decir que tiene buen apetito y duerme bien”. Sin duda eso era verdad, pero parte de la verdad se usó para cubrir la verdad deseada por quien estaba preguntando por referencias. Esto se hace aun en asociaciones, en ocasiones en que deseamos que se curse un llamado a un obrero cuyo éxito ha ido en disminución. Decimos parte de la verdad para ocultar la real verdad.
Hay dirigentes que están interesados sólo en que la gente se sienta realmente bien. Erróneamente piensan que evitando decirle lo desagradable a la gente construyen buenas relaciones, ganan amigos e influyen bien. Están equivocados. Leemos en Proverbios 9:8: “No reprendas al escarnecedor para que no te aborrezca; corrige al sabio y te amará”. Si la reprensión se da con el debido espíritu el hombre sabio será su amigo y tendrá confianza en usted.
Los que evitan decir la verdad por temor a que no se los aprecie son conocidos como ladinos. Estas personas están dispuestas a hacer que la gente se sienta bien, pero sólo si esto no les acarrea algún inconveniente o perjuicio. Siempre ponen énfasis en la afabilidad.
El ladino vacilará, por ejemplo, en sentarse y hablar con alguien que se halle acosado por graves problemas de relaciones humanas. Esto le resultará desagradable y embarazoso. Es más fácil eludir el problema y deshacerse del hombre si no puede arreglar nada. Pero el hombre íntegro hará frente a la situación con honestidad, y tanto él como el otro adelantarán. El ladino es un buen prójimo para hablar en los congresos. Su obra, no obstante, sería más efectiva y produciría mayores resultados si tuviera una espina dorsal más firme y practicara la integridad. Se le atribuyen a Lutero las siguientes palabras: “La paz, si es posible; pero la verdad a cualquier precio”. (Continuará.)
Sobre el autor: Vicepresidente de la Asociación General