Cuando uno viaja entre las iglesias de la División Interamericana, queda impresionado por el ejemplar y dedicado espíritu de reverencia que se manifiesta entre nuestros hermanos. Cuando el adorador entra en la casa de Dios, sea adulto o niño, lo hace en silencio. Antes de sentarse, por lo general se arrodilla silenciosamente para orar pidiendo la bendición de su Padre celestial durante los servicios que se llevarán a cabo. En otros casos se sienta e inclina su cabeza en oración durante algunos instantes. Después de esto, se mantiene perfectamente tranquilo hasta que terminan los servicios. Cuando se pronuncia la oración de despedida, el adorador de nuevo se sienta e inclina su cabeza con reverencia. Luego toda la congregación tranquilamente sale del santuario. No hay conversaciones ni siquiera susurros durante toda la hora de comunión espiritual.
Los niños, casi siempre se sientan tranquilamente en el grupo familiar; sin embargo, en algunos casos, los pequeños se sientan solos en los bancos de adelante. Pero no hay susurros, risitas o molestias; ninguno de ellos se levanta y camina por los pasillos entrando y saliendo. Sus grandes ojos observan el desarrollo de la reunión y sus oídos están atentos para captar lo que se dice. Han sido educados por el debido precepto y el perfecto ejemplo de sus mayores. En todas las islas del Mar Caribe y en las asociaciones de la División Interamericana hay muchas nacionalidades y mezclas de razas, pero siempre se observa la misma sagrada reverencia dentro de la casa de Dios. “Jehová está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra” (Hab. 2:20).
“Si cuando la gente entra en la casa de culto, tiene verdadera reverencia por el Señor y recuerda que está en su presencia habrá una suave elocuencia en el silencio” (Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 194). “Cuando se pronuncia la oración de despedida todos deben permanecer quietos, como si temiesen perder la paz de Cristo. Salgan todos sin desorden ni conversación, sintiendo que están en la presencia de Dios, que su ojo descansa sobre ellos y que deben obrar como si estuviesen en su presencia visible” (Id., pág. 196).
El pueblo adventista es un pueblo amigable, y le agrada la camaradería. Parece tan fácil y natural saludar a los amigos y a los parientes en el día de sábado. A lo mejor no se han visto durante toda la semana y desean averiguar sobre su salud, su bienestar, su familia, su hogar y su condición espiritual. Además de esto, las clases de la escuela sabática por lo general se llevan a cabo en el salón principal, y un servicio misionero con la participación de varios hermanos tiende a llevar una atmósfera de informalidad a la hora del culto. La Hna. White dice acerca de esto: “Las dependencias de la iglesia deben ser revestidas con sagrada reverencia. No debe hacerse de ellas un lugar donde encontrarse con antiguos amigos, y conversar e introducir pensamientos comunes y negocios mundanales. Estas cosas deben ser dejadas fuera de la iglesia” (Ibid.).
Por cierto, que está bien que alguien haga una inclinación de cabeza, sonría y aun le dé un apretón de manos a un amigo al saludarlo. Sin embargo, la casa de Dios no es el lugar para sostener una conversación personal animada, y la hora del culto no es el tiempo apropiado para tener pensamientos mundanales. Los creyentes se han reunido, o por lo menos deberían reunirse, para adorar al Señor. Tal vez esta “dulce elocuencia en el silencio” podría anunciarse públicamente con más frecuencia, para que algún hermano sensible no piense que otro hermano lo está desairando por no iniciar una conversación con él dentro de la iglesia.
Un nuevo pastor encontró muy irreverente la iglesia a la cual había sido llamado. Tenía que hacer algo, ¿pero cómo? encontró la solución en un programa bien planeado. El primer sábado del año nuevo anunció su tema para la semana siguiente: “¿Confundimos a Dios?” Si hubierais asistido a su iglesia ese sábado, habríais visto a la entrada un gran cartel de colores en el que se leían estas palabras: “¡El Maestro está aquí!” A la entrada del santuario había un anuncio atractivo que decía: “La casa de Dios es la puerta del cielo”. Detrás del púlpito podía leerse claramente: “Reverencia en mi santuario”. Sobre la puerta de la oficina del pastor había una solemne advertencia: “Estaos quedos y sabed que yo soy Dios”. En la salida principal había estas palabras: “Tú, oh Dios, me ves”. Y junto al bautisterio había escrito: “El Señor está en su santo templo”. En las divisiones infantiles se encontraban letreros y dibujos apropiados para enseñar la reverencia. Los había, además, en los pasillos y en las escaleras.
En el boletín de la iglesia aparecía una cita de la pluma de la Hna. White: “Cuando entran en la casa del Señor deben hacerlo con el corazón enternecido y subyugados por pensamientos como estos: ‘Dios está aquí; ésta es su casa. Debo tener pensamientos puros y los más santos motivos. No debo abrigar orgullo, envidias, celos, malas sospechas, odios ni engaño en mi corazón; porque vengo a la presencia del Dios santo. Este es el lugar donde Dios se encuentra con su pueblo y lo bendice. El Santo y Sublime, que habita la eternidad, me mira, escudriña mi corazón, y lee los pensamientos y los actos más secretos de mi vida’ ” (Ibid.). El pastor, como primer texto, leyó Salmo 89:5-7. Destacó cuántas veces David daba gloria y alabanza a la Majestad del cielo por su admirable bondad y su misericordiosa consideración hacia los hijos de los hombres. David procuraba inspirar a todos los que lo rodeaban con el sentimiento de una sagrada reverencia hacia Dios. Tenía cuidado de perfeccionar y organizar los procedimientos que debían seguir los que eran consagrados al santo ministerio del santuario. Cada sacerdote sabía cuál era su lugar y el tiempo en el cual debía actuar en el servicio; los cantores eran dirigidos por expertos músicos; los que tocaban los instrumentos eran bien preparados, a fin de que lograran una perfecta armonía; aun los guardianes de las puertas habían recibido instrucciones acerca de su manera de proceder. Todo había sido hecho con el debido orden y con decoro. Esto se había hecho así para promover la verdadera atmósfera de culto y la reverencia en los corazones del pueblo hacia Aquel que debe ser grandemente temido en la asamblea de los santos.
El pastor describió esa mañana qué significaba tener la presencia de Dios en el antiguo santuario, y cómo él asimismo se encuentra en la actualidad con su pueblo. Le recordó a la congregación: “Hoy tenemos a nuestro huésped, mediante la Persona del Espíritu Santo, el divino Hijo de Dios. Dios se reúne con nosotros aquí y con todos los grupos similares de creyentes que se reúnen alrededor de la tierra. Aunque no lo vemos, en realidad está presente como alguien que está sentado junto a vosotros. Aunque es invisible para nosotros, tanto nuestra persona como lo que hacemos y decimos está abierto ante sus ojos. La pregunta vital que deberíamos formularnos es ésta: ¿Qué piensa el Santo acerca de nuestra actitud y conducta cuando vamos ante su presencia? ¿Lo adoramos verdaderamente a él o estamos empleando la iglesia como un club social o un lugar de reunión privada? ¿Atendemos cabalmente la lectura de su Palabra y el mensaje que su siervo ordenado nos presenta? ¿No sería conveniente que volviéramos a considerar las palabras que le fueron habladas a Moisés, las cuales muestran cuán santo es el lugar donde se manifiesta la presencia de Dios? ‘Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es’. Esta iglesia es la tierra santa de Dios, porque Dios está aquí”.
Luego concluyó su mensaje formulando esta pregunta: “¿Deberíamos entonces, nosotros, su heredad remanente sobre quien los fines de los siglos han parado, manifestar menos reverencia y santo temor de lo que manifestaron los hijos de Israel de la antigüedad?” El llamamiento que hizo en esa mañana se encuentra en el último salmo de David: “Alabad a Dios en su santuario; alabadle en la magnificencia de su firmamento. Alabadle por sus proezas; alabadle conforme a la muchedumbre de su grandeza… Todo lo que respira alabe a Jah”.
Los carteles y el sermón pronunciado por este pastor constituyeron un poderoso impacto sobre esa iglesia: fueron poderosos pero bondadosos recordativos de lo que ya sabían pero que habían olvidado. Y desde ese mismo día esa congregación fue consciente de la gloriosa presencia de Dios en su templo. Han proseguido fieles a su determinación de no volver a perturbar a Dios mediante ningún pensamiento o conducta desordenados.
Hace varios años un anciano visitó la sede de la Asociación General en Takoma Park, Washington. “Y ésta, dijo el guía, es la oficina del presidente de la Asociación General”. Ese hermano se detuvo en el umbral y contempló en silencio su interior. Cuando le dijeron que avanzara y entrara en la habitación, no quiso hacerlo. “No soy digno de hacerlo”, dijo. Si ese querido santo de Dios experimentaba tanta reverencia cuando entraba en la oficina de uno de los obreros elegidos por Dios, ¿cuál debería ser nuestro sentimiento cuando entramos en la casa de culto donde Dios mismo se encuentra con su pueblo?
Hermanos en el ministerio, los siguientes puntos pueden resultaros útiles para mantener la reverencia en la iglesia:
1. Planead e insistid en una tranquila y ordenada transición entre la escuela sabática y la hora del segundo servicio.
2. Haced arreglos por lo menos con una semana de anticipación con todos aquellos que participarán del culto sagrado. Aquel que ha de presentar la primera oración ante el trono de la gracia, debería saberlo con mucha anticipación, para que pueda preparar su propio corazón y sus pensamientos para esa sagrada intercesión entre el hombre y Dios.
3. Reconoced que la puntualidad es una característica esencial. Puede lograrse si se educa definidamente a los hermanos, y puede llegar a ser una gran decisión.
4. Háganse los anuncios con claridad y concisión, sin repetir aquellos que aparecen en el boletín de la iglesia. Los preliminares prolongados destruyen la actitud de adoración.
5. Las familias del pastor y de los dirigentes de la iglesia deben ser ejemplos de la belleza y bendición de la oración silenciosa al entrar en el templo.
6. Dedicad uno de los primeros sábados del año para prometer solemnemente delante de Dios con vuestra grey comportaros reverentemente en su casa, a fin de obtener el beneficio espiritual prometido, y mantener una atmósfera ‘sagrada y tranquila.
Que los pastores y el pueblo siempre sean conscientes de la orden del Señor: “Mis sábados guardaréis, y mi santuario tendréis en reverencia”.
Sobre el autor: Director asociado de The Ministry