Unir el corazón al de los dolientes produce dolor; también sanidad. Era lo suficientemente ingenua como para sentir, y creer profundamente, que el acto de la ordenación confería a los que la reciben poderes extraordinarios para consolar.

Poco tiempo después de la muerte de Bob me encontré en la librería adventista de la localidad con un pastor joven a quien yo conocí. —Lo siento mucho—, me dijo, cuando nos saludamos en el pasillo. Al observarlo mientras se alejaba me pregunté: —¿Sabe que Bob está muerto, o piensa que tiene cáncer?

Más adelante, le confesó a un amigo mutuo:

—Me dio mucha pena, porque no sabía qué decirle—. Creo que el haberme enterado de su incomodidad fue lo que motivó la elaboración de este artículo.

Nuestra vida, en algún momento, afecta a la de nuestros semejantes que tienen necesidad de recibir consuelo. Existe un amplio espectro de gente que sufre: los divorciados, los desempleados, los desamparados y tantos otros. Aunque escribo esto especialmente para los ministros desde el punto de vista de mi gran pérdida, los principios pueden ser útiles para cualquier persona que se dedique a ministrar a los que sufren.

Antes del fallecimiento de Bob, no sabía que la mayoría de los ministros tienen que aprender a consolar a los dolientes y que muchos todavía no han aprendido a hacerlo. Era lo suficientemente ingenua como para sentir y creer profundamente que el acto de la ordenación confería poderes extraordinarios, para consolar, a los que la recibían. Ahora me doy cuenta que no soy la única persona que siente lo mismo. —¡Eso no es justo! — podría pensar usted. Tampoco es justo esperar un mejor comportamiento de un hijo de pastor que de cualquier otro joven —y es injusto también que Bob haya muerto.

Anotaciones de mi diario

—Se ha ¡do. Está muy frío. Su cama está vacía… Me siento aterida, triste y solitaria… He perdido a mi mejor amigo y siento que el vacío es insondable. ¿Alguna vez podré sentirme completa nuevamente?

—En ocasiones la pena cae como rayo que quema y derrumba… Cuando se expresaba en términos de “nosotros” era como una puñalada; ahora es “yo” y no “nosotros”. Me siento atada… ya no soy una persona completa… Debo luchar con el dolor y la pena de sentirme sola.

—Doy vueltas como un ciego que sabe que hay algo allí, pero no lo encuentra… Me siento empequeñecida, cortada, incompleta. Quiero experimentar la plenitud…

—Ahora, el único momento de paz surge cuando niego que se ha ido de mi vida para siempre… mi subconsciente me dice que sólo ha salido a atender un parto más.

—La magnitud de mi pérdida es demasiado grande —qué destino tan cruel… Aun así, mi dolor es obvio para todos —y si lo es, ellos prefieren ignorarlo… Después de Navidad quedaré completamente sola por primera vez en mi vida… añoro el momento en que pueda estar completamente en paz, cuando ya no tenga que cargar con este corazón de plomo dentro de mí.

—Me llamó de nuevo, pero fue demasiado formal Tener la oportunidad de hablar con una persona muy amada por primera vez después del funeral y no recibir consuelo, fue como poner sal en la herida. ¿Será tan dura la muerte que nadie se le puede acercar? Me esfuerzo, en vano, por concentrarme en el apoyo que recibo y no en lo que pareciera ser indiferencia.

—No quiero comer. No me quiero vestir. Sólo quisiera acurrucarme y llorar y llorar… No tengo a quién acudir con mis pequeñas alegrías y tristezas cotidianas. Tendré que almacenarlas hasta que alguien aparezca.

—Siento la necesidad de relatar los sucesos recientes muchas veces. No los puedo hacer a un lado así por así, sólo porque haya pasado el funeral y Bob esté en el sepulcro.

—Siento la necesidad de llorar con los que tanto nos aman… Que mis lágrimas puedan ablandar mi alma y hacerme tan gentil como era Bob.

—Cristo dijo: “Bienaventurados los que lloran porque recibirán consolación”—. ¿Vendrá la consolación a mí, o tendré que salir a buscarla?… Yo sé que estás allí, Dios mío, pero no siento tus brazos alrededor de mí; más bien, siento como si fueras alguien distante y frío ante la expectativa de qué haré después… o tal vez, ignorándome.

—El hecho de mantener un fuego en la hoguera es señal del anhelo de sentir el calor por la vida. Pero es tan difícil retenerlo. Una parte de mí quisiera estar sepultada en la nieve, cubierta completamente como lo está Bob en su féretro… Hay días en los cuales ya no quisiera que el don de la vida fuera mío.

—Tengo la tendencia a escoger objetivos externos para reducir las presiones internas… Una parte de mi ser tenía tanto deseo de que alguien se acercara y notara mi presencia. Otra parte quería correr al automóvil para no tener que llorar en público… Me doy cuenta, paulatinamente, de que las personas sienten temor de acercarse a mí… El sólo incluirme en su círculo, les recuerda su propia vulnerabilidad ante la muerte.

La mayoría de las personas no quieren escuchar el lado oscuro. Si lo comparto, inmediatamente comienzan con su recital de lo mucho que tengo por delante… ¿Quién más podría escucharme a no ser un terapista profesional o mis hijos que están cargados con sus propias penas?

Los amigos de mis hijos me están pavimentando el camino hacia el mundo de la viudez. No ofrecen palabras de consuelo ni de ánimo —simplemente están allí, con alimentos, su presencia y oídos atentos.

—Jamás soñé que sería tan difícil integrarse a una nueva comunidad. No me necesita… Me digo a mí misma, nadie quisiera que mis lágrimas y problemas afectaran su mundo. Ellos necesitan creer que me va de maravilla, aferrada a las promesas de Dios con todo lo que eso implica. Ahora recuerdo el tiempo cuando podría haber sido más comprensiva con la necesidad de los demás.

—Me animó a tomarlo por el lado amable. Tenía ganas de gritar, ¡lo hago!, pero ¿no ve que tengo necesidad de llorar con alguien? Estoy cansada de portar una máscara frente a los demás. Por supuesto que no lo sabía, y no se lo podía decir… La sociedad en general sólo ve lo que indica una falta de voluntad de compartir.

—Vinieron a visitarme viejos amigos. Un pastor y su esposa. Esperaba, en su compañía, poder revivir las últimas semanas con Bob. Comencé a hablar de ello pero me cambiaron el tema. Su objetivo era mantenerlo todo superficialmente. De sacarme de mi dolor en lugar de acompañarme en él… Oraron por los que estaban en el campo misionero, y mi necesidad parecía más una posdata al final de la oración. ¿Acaso no saben que la muerte es el evento del cual nadie puede escapar?

—¿Tendré el valor y el apoyo moral para convertir la trágica muerte de Bob en una victoria?

Por qué a algunos ministros se les dificulta consolar a los afligidos

Escribir este artículo y lidiar con mi dolor van de la mano. Cada uno de los ministros con los que tuve la oportunidad de hablar, me dio una nueva perspectiva sobre el tema. Ahora comprendo mejor por qué se les dificulta a tantos ministros apoyar al doliente. Las siguientes son declaraciones directas de algunos pastores al respecto:

1. “Nos resulta difícil enfrentar nuestra propia mortalidad. Nos deprime”.

2. “Nunca nos hemos sobrepuesto a nuestras propias pérdidas”.

3. “Nunca he experimentado una pérdida.

4. “Nos sentimos incómodo ante la muerte y no sabemos cómo reaccionar.

5. “Hemos sido preparados el control de la situación y tememos perderlo.

6. “No estamos suficientemente motivados para convertirlo en una oportunidad”.

7. “Queremos alejarnos del dolor”.

8. “El ministerio de la consolación demanda mucho tiempo, y no lo tengo”.

9. “Los ministros jóvenes le temen a su primer funeral. Necesitan ser entrenados”.

Voy a profundizar un poco los dos primeros comentarios y luego propondré mi propia hipótesis general.

“Nos resulta difícil enfrentar nuestra propia mortalidad”. En su obra Death, the Final Stage of Growth (La muerte, etapa final del crecimiento), Mwalimu Imara explica que debemos aprender a morir para poder aprender a vivir —que, aunque tenga la última oportunidad de crecer cuando se halle en el umbral de la muerte, su crecimiento no debería esperar que llegue a la crisis de su vida. Las cualidades que denotan nuestra capacidad de tratar cómoda y productivamente a la muerte son las mismas que distinguen a un ser humano en crecimiento en cualquiera de las etapas de su vida.[1]

El ministro joven que dijo: “Un funeral me hace pensar que podría ser el mío”, ha resuelto el problema de su pérdida personal de modo que es capaz de trabajar en favor de los dolientes.

Están aquellos que nunca han logrado salir adelante con sus propias pérdidas. Un ministro me contó lo siguiente: —Mis padres murieron con seis meses de intervalo el uno del otro mientras yo estaba en el campo misionero. Nunca surgió la pregunta de si debiera regresar o no a los Estados Unidos. Fueron sepultados antes de que me enterara de su muerte—. ¿Se les da a los ministros el tiempo necesario para reponerse de una pérdida tal? ¿O es que después de varias pérdidas disminuye el dolor y no hay de qué reponerse?

En nuestra sociedad moderna frecuentemente se calla toda expresión acerca del dolor. Elizabeth Kubler-Ross contribuyó a fomentar la idea de que se debiera legitimar el acto de hablar acerca de la muerte y del morir; pero las etapas de negación, ira, negociación, depresión y aceptación que menciona no debieran tomarse como prescripción. Pueden servir como un marco referencial para la exploración del dolor.

Las cuatro etapas de Bowlby son igualmente útiles:

1. Entumecimiento —desde unas pocas horas a varios días.

2. Anhelo y búsqueda —podría durar años.

3. Desorganización y desesperación.

4. Reorganización en mayor o menor grado.

Estas fases no se presentan necesariamente en ese orden, sino que pueden ser simultáneas. Aunque me hallo mayormente en la cuarta etapa, algunos días todavía me desespero y anhelo estar con Bob.

En su obra Grief Recovery (Recuperación del dolor), Larry Yeagley enumera la tarea del doliente como:

1. Llegar al momento en que la pérdida se considere una realidad.

2. Experimentar el dolor y el sufrimiento causados por una pena mayor.

3. Regresar a un ambiente familiar que compartieron.

4. Decir “Adiós”.

Haber sufrido de verdad por la pérdida de un ser amado califica a una persona para ayudar a los afligidos. Una de las razones por las que los ministros no pueden ayudar a los dolientes es porque todavía se están defendiendo de las emociones de sus propias pérdidas. Es importante vencer el dolor de nuestras propias pérdidas, tanto presentes como pasadas.

Yeagley hace cuatro sugerencias piense, escriba, hable, llore

1. Medite en los eventos previos y posteriores a su pérdida. Reviva esos momentos en su memoria. No tema a sus pensamientos. Tal vez deba volver a algún lugar que fue significativo para usted y el ser querido fallecido. Podría ser una tumba. Trate de recordar cómo iban vestidos y lo que se dijeron mutuamente.

2. Escriba sus pensamientos. Regístrelos en su diario; cuéntele a Dios cómo es la vida sin su presencia. Exteriorice su culpa, ira o soledad.

3. Encuentre a una persona que no lo juzgue mal (preferiblemente alguien que no haya perdido a un ser querido recientemente), que esté dispuesta a escuchar sin sentir la necesidad de contestar. Escudriñe la magnitud de su pérdida como si fuera reciente.

4. Llore. El hecho de lavar sus ojos con lágrimas facilita el crecimiento y la comprensión.

Muchos están de acuerdo en que el ministerio de la consolación es muy necesario, pero son pocos los que están dispuestos a trabajar superando sus propias pérdidas, enfrentando su propia mortalidad y eligiendo un marco dentro del cual aprender a ser consoladores efectivos. Algunos prefieren trabajar en un hospicio, funerarias o unirse a un grupo de Educación Pastoral Clínica. El aprendizaje puede llevarse a cabo por estos medios sin experimentar las intensas emociones que involucra la pérdida personal.

La integración de la mente y los sentimientos

Después de una entrevista esta semana me sentí sumamente identificada con el proceso del dolor. “¿Por qué?”, me pregunté. Luego se me iluminó la mente. Larry había diseñado una integración casi total de mente y sentimientos durante nuestra conversación. Había realizado la transición fácilmente y por elección propia desde su intelecto hasta sus emociones. Ambos estaban a su disposición y podía usar el uno para el servicio de las otras.

Podía escuchar las lágrimas en su voz. cuando dijo: —Cada muerte ha sido una tremenda pérdida para mí… No se me ha dificultado simpatizar con la familia—. Luego habló de sus técnicas para llevar a cabo su labor pastoral durante los servicios fúnebres, como llorar en el cuarto pastoral justo antes del funeral. Me mostró lo que había estado tratando de lograr en la vida cotidiana durante años —la habilidad de moverme del intelecto al sentimiento por voluntad propia. Este es el signo distintivo de una persona equilibrada.

Después de la entrevista fui a casa y leí en The Act of Will (El acto de la voluntad) por Assagioli: “La polaridad entre la ‘mente’ y el ‘corazón’, entre la razón y el sentimiento (logos y eros), se regula al principio por el reconocimiento de sus funciones respectivas y del campo de acción propio, para que ninguna domine a la otra. Acto seguido, la creciente cooperación mutua y la interpenetración entre los dos para llegar, al fin, a la síntesis, expresada en forma magistral por Dante en las palabras ‘luz intelectual llena de amor’ “.[2]

Elena G. de White sugiere que analicemos nuestros sentimientos, y nos indica que frecuentemente se requiere de una lucha constante para controlarlos, pero que pueden ser dominados por la voluntad que, al cederla a Cristo, se une a su poder.[3]

Cristo se compadeció de nuestras debilidades y sufrimientos (Heb. 4:15), y Pablo amonesta: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5).

Mente o emociones

Usted podría ser una “persona intelectual” que no llora con facilidad. Tal vez se le dijo que “los hombres no lloran”. Piensa las cosas racionalmente y anima a los dolientes a que tomen las cosas por el lado positivo, que empiecen a ayudar a los demás. La mayoría de las veces demasiado prematuramente.

Las “personas intelectuales” frecuentemente se describen a sí mismas con connotaciones intelectuales, aun cuando se les pregunta cómo se sienten. Me tocó escuchar a un ministro describir el funeral más difícil que había conducido. —¿Cómo se sintió? — le pregunté posteriormente. El suspiró. Luego me contó cuán bien le había ido a la pareja. ¿Considerará, este ministro, los sentimientos como algo secundario, o simplemente no se percata de ellos porque tiende a alejarse de los mismos con demasiada frecuencia?

Las “personas intelectivas” no tienen mucha dificultad para conducir un servicio fúnebre porque no permiten que el dolor ajeno los afecte emocionalmente. Los funerales se convierten en ritos, en un servicio profesional que deben brindar a los miembros de su congregación. No se les dificulta controlarse puesto que no saben hacer otra cosa. Tal vez ni siquiera adviertan las lágrimas que están a punto de derramarse, antes bien las apagan cuando ya tiemblan en los párpados.

Las “personas intelectivas” tal vez deberían recordarse a sí mismas: “Tengo una mente, pero no soy mi propia mente. Mi mente es una herramienta útil para el descubrimiento y la expresión, mas no es la esencia de mi ser”.[4]

De modo similar, la persona que funcione predominantemente sobre una base emotiva tendrá la necesidad de recordarse a sí misma: “Tengo emociones, pero no soy mis emociones. Mis emociones son variables, diversas y en ocasiones, contradictorias. Pueden oscilar entre el amor y el odio, entre la calma y la ira, entre la alegría y la tristeza, y aun así mi esencia —mi naturaleza verdadera— no cambia”.[5]

Un funeral podría ser especialmente difícil para aquellos que son más sensibles y no se les hace fácil el control de sus emociones. Se pueden convertir en seres insensibles, incapaces de ser auténticos y espontáneos. Podrían aparentar frialdad, inaccesibilidad e indiferencia, cuando en realidad son personas frágiles y se perturban profundamente.

Así que estas personas de corazón blando o evitan el contacto con los dolientes o dedican todas sus energías a ayudarlos a superar su dolor —prematuramente. “Cada sentimiento y emoción dolorosos despiertan el deseo y la necesidad de eliminar sus causas”.[6]

Hay pocas personas como Larry que pueden sentir con el doliente, y en el momento oportuno, señalarle el camino para superar su dolor.

La mayoría de aquellos con quienes hablé, expresaron su necesidad de distanciarse o disociarse del doliente a fin de poder controlarse. Cuando este distancia- miento ocurre automáticamente —ajeno a la voluntad— y luego se mantiene, es cuando los consoladores no obtienen el éxito esperado en su labor.

En primer lugar, debemos aprender a reconocer nuestras formas de identificación, luego escoger conscientemente cuál de ellas creemos que está más acorde con nuestros propósitos.

Elegir el modo de identificarnos es un hecho voluntario. Si usted dice, “soy una persona intelectual, y así soy yo”, podría estar sustrayéndose de las emociones, y no integrar la mente y el corazón en su reacción ante el que sufre.

Sugerencias para los consoladores

Hay muchas cosas que los consoladores pueden hacer por los que sufren. He hecho una lista de ellas, basándome tanto en mi experiencia personal como en la de otros. No importa qué tanto se esfuerce, no siempre dará buen resultado, pero siga tratando —lo que es ofensivo en ciertas circunstancias, puede ser consolador en otras.

1. Me trataron como un individuo singular y no pretendieron saber cómo me sentía. Sabían que un doliente es afectado por un sinnúmero de factores:

a) La calidad y el tipo de relación con el difunto.

b) El tipo de muerte.

c) El apoyo, la disponibilidad y la respuesta de los amigos y de los demás.

d) Pérdidas previas no resueltas.

e) Otros eventos estresantes o traumáticos simultáneos.

f) Factores socio-demográficos.

g) Características personales.[7]

2. Evitaban el uso de clichés. “Hablar desde lo más profundo del corazón o mejor no hablar”, sugiere Parkes en Bereavement (Aflicción). “No es una situación en la cual haya algo especial que decir: fórmulas trilladas solamente acentúan más el abismo entre el doliente y el consolador”.

3. Ellos vinieron conscientes de que era importante para mí hablar acerca de mis sentimientos, si me parecía bien. No importando si esos sentimientos eran irreales o que no conducían a nada. Sabían que, si yo tenía la oportunidad de analizarlos en compañía de amigos comprensivos, mi propio sentido de la realidad sería suficiente. Sabían, además, que compartir los recuerdos de Bob con mis amigos era muy importante para mí.

4. Me permitieron conducir la conversación. Me escucharon cuando tuve ganas de hablar. No insistían si me quedaba callada. No me decían que tenía que salir y hacer algo por los demás antes de tiempo. Pudieron percibir lo que les decía sin palabras. Un ministro me dijo: “Yo les miro a los ojos para enterarme de lo que están sintiendo”.

5. Sabían por intuición, o por experiencia, que no es necesario hablar incesantemente. Conversaciones livianas y carentes de sentido pueden resultar dolorosísimas para los dolientes. No tuvieron que contarme detalladamente acerca de sus propias pérdidas. La empatía que demostraban me indicó que conocían el sufrimiento. Comprendían que los dolientes necesitamos del silencio para volver a empezar. Su presencia en aquellos momentos en que mi compañía no era grata era sumamente importante.

6. Ejercieron tacto en forma muy apropiada. Conocían el término medio entre lo que es un tremendo abrazo que me dejaba sin respiración y una postura distante que sólo acentuaba mi aislamiento. Se sentaban lo suficientemente cerca como para estirar la mano y tranquilizarme con el tacto. Es importante notar que la mayoría de los milagros de Jesús incluían el toque tierno del Maestro a las personas que sanaba. La imposición de manos tiene un verdadero valor terapéutico.

7. Ellos sabían lo que significaba cuando preguntaba, ¿por qué?, después de la muerte de Bob; no estaba pidiendo ciertamente un estudio bíblico. Era un grito de angustia que no demandaba una respuesta intelectual. Es posible, particularmente para los ministros, que se concentren tanto en hablar de Dios, que se olviden del doliente. Dios no necesita que lo defendamos.

8. Lloraron conmigo. “A menudo resulta tranquilizador para el doliente cuando ve que los amigos que lo rodean no temen que sus sentimientos de tristeza afloren. Una expresión de tristeza de esta naturaleza compartida hace que el doliente sienta que se lo comprende y reduce la sensación de aislamiento que seguramente experimentará”.[8] Los ayudantes debieran mostrar, por su disposición a revelar sus propios sentimientos, que ni se avergüenzan de ellos, ni son estorbados por ellos. Esto le proporciona seguridad al doliente que no debe tener vergüenza de demostrar su dolor. “Debiera haber una disposición a involucrarse pese al costo emocional”.

9. Me preguntaron lo que me gustaría hacer—conociendo mi inactividad durante el período de transición en mi vida. Sabían que lidiar con el dolor requiere de mucha energía y el estar demasiado ocupada retrasaría ese proceso. Hubo ocasiones en que necesité ayuda para después poder ayudar a los demás.

10. “El interés debe surgir de adentro y proyectarse hacia afuera para ser auténtico”. Ellos compartieron puntos de vista de lo más profundo de su experiencia. No tuvieron que buscar textos bíblicos. No importaba de dónde viniera la cita si lo que compartían era parte de ellos mismos. El Salmo 23 nunca ha tenido tanto significado para mí como cuando Bob murió. Pero me lo repitió alguien que caminaba conmigo en el valle de sombra de muerte, y no alguien que me aconsejaba sin sentirlo de verdad. Es en la misma cara de la muerte cuando se revela si uno en realidad ha recibido la consolación de Cristo o no.

Nicholas Wolterstorff, en su obra Lament For A Son (Lamento por un hijo), pregunta: “¿Qué se le dice a alguien que sufre? Algunas personas tienen el don de pronunciar palabras sabias. Uno queda eternamente agradecido. Hubo muchas de éstas para nosotros. Pero no todos tienen ese don. Algunos hablaban, precipitadamente, palabras extrañas e inoportunas. Eso también está permitido. Sus palabras no tienen que ser necesariamente sabias. Se escucha más el corazón que habla, que las palabras pronunciadas. Y si no sabe qué decir, simplemente diga: ‘No sé qué decir, pero quiero que sepa que estamos con usted en su dolor’.

“O simplemente abrace. Ni siquiera las palabras más bellas pueden mitigar el dolor. Lo que las palabras pueden hacer es dar testimonio de que hay algo más que dolor en nuestro viaje por este mundo hacia un nuevo día. De esas cosas que son más, la mayor es el amor. Exteriorice su amor…

“Pero por favor: no diga que morir no es tan malo, porque sí lo es. La muerte es horrenda; diabólica. Si considera que su trabajo como consolador es sentarse a la distancia y decirme que, viéndolo bien, la situación no es tan mala después de todo, no comparte mi dolor, sino que se aleja de mí. Apartado, en la distancia, no me sirve de nada. Lo que necesito oír de usted es que admite que esta experiencia es muy dolorosa. Necesito oír de usted que me acompaña en mi desesperación. Para consolarme, tiene que acercarse. Venga a sentarse junto a mí, en mi banca de dolor”.[9]


Referencias:

[1] Elizabeth Kubler-Ross, ed., Death, the Final Stage of Growth (Englewood Cliffs, New Jersey: Spectrum/Prentice Hall, 1975), pág. 147.

[2] Roberto Assagioli, The Act of Will (New York: Vik- ¡ng Press, 1973), pág. 124.

[3] Véase Elena G. de White, Testimonies for the Church (Mountain View, California: Pacific Press Publishing Association, 1948), tomo 2, pág. 564 y tomo 5, pág. 601.

[4] .Assagioli, pág. 215.

[5] Id., pág. 214.

[6] Id., pág. 193.

[7] Carol Staundacher, Beyond Grief (Oakland, California: New Harbinger Publications, 1987), pág. 238.

[8] Colin Murray Parkes, Bereavement (Madison, Connecticut: International Universities Press, 1987), pág. 180.

[9] Nicholas Wolterstorff, Lament For A Son (Grand Rapids, Michigan: Eerdmands Publishing Company, 1987), pág. 34.