No le di las gracias a la que había compartido conmigo mis lágrimas, mis alegrías y más profundas emociones.

Era uno de los días más memorables de mi vida: el día de mi ordenación; un reconocimiento oficial de parte de la iglesia de Dios de mi llamado al ministerio. Al recordar la ceremonia, reconozco ahora que cometí una gran equivocación y que, fuera de eso, fue un día perfecto. A pesar de que agradecí a mis colegas, mis amigos, los miembros de mi familia y los hermanos que habían sido instrumentos que Dios había utilizado para que yo llegara a este momento, no di las gracias a quien había compartido conmigo mis lágrimas, mis alegrías y mis más profundas emociones. A mi esposa, a Carolina.

¿Cómo pude hacerlo?

A veces, cuando parecía que me estaba quedando solo, ahí estaba ella para asegurarme que Dios tenía un plan; que estaba preocupado por mí y que estaba cerca. “Esto también va pasar”, me decía para consolarme, a su manera, con la seguridad de que nuestro Señor no permitiría que pasáramos por algo sin darnos la fuerza suficiente para soportarlo.

Carolina nunca me exigió lujos.

Estaba conforme con las bendiciones de Dios. Cuando nos teníamos que separar durante mucho tiempo (a veces semanas) por causa de mis compromisos de predicación, ella manejaba fielmente la casa mientras oraba por mí. Me dolía el corazón cuando percibía la pena en su voz durante esas largas separaciones. Y cuando yo estaba lejos, y nuestro hijo se enfermaba (parece que siempre esperaba a que yo me fuera para ocurrirle), yo sabía qué carga enorme había depositado sobre sus hombros.

¿Cómo pude hacerlo? ¿Cómo no demostré mi reconocimiento hacia ella en el día de mi ordenación? No lo sé. Lo que sí sé es que no solamente estoy decidido a aprender de esta experiencia, sino que quiero compartirla con los demás.

Mi olvido me ha hecho consciente del dilema de muchos hogares de pastores. ¿No será que por causa de que nuestro ministerio a menudo asume un carácter público y abierto, la tentación consiste en concentrarnos en nuestra “realización” a expensas de nuestra vida familiar? Creo que este problema es más común de lo que estamos dispuestos a reconocer.

El pastor que invierte tiempo y atención en su matrimonio y su familia disfrutará de un ministerio más fructífero y excitante que el que ignora su hogar. Uno de los pecados más terribles que puede cometer un pastor en contra de su esposa es ser desagradecido con ella y no apreciar su colaboración. Como pastores, tenemos que dejar de vivir de acuerdo con las expectativas de la gente y concentrarnos más en nuestros hogares. He visto a muchos que, en nombre del Señor y del ministerio, han arruinado sus familias. ¡Nunca, nunca, esto debe suceder!

Padres: nuestros hijos e hijas no nos van a recordar por los elocuentes sermones que prediquemos, por la cantidad de visitas que hagamos o el número de bautismos que hayamos tenido. Nos recordarán por los momentos que pasamos con ellos jugando en el piso de nuestros hogares, o a la casita con sus muñecas, o pateando la pelota con ellos, pintando figuras y por estar allí para darle un beso a la rodilla magullada. ¡Eso es lo que importa, mucho más que cualquier éxito que tengamos en nuestro trabajo!

A mí no me ordenaron solo ese día; también ordenaron a mi esposa. Aunque nuestras funciones sean diferentes, estamos condicionados por un solo propósito e intención: servir al Señor.

Demos valor a nuestras esposas, entonces, como personas, y por la contribución y los sacrificios que realizan. Hoy me estoy tomando un día libre para estar con mi esposa. (¡Ni se les ocurra llamarme al celular!) Esto es, posiblemente, lo que muchos pastores deben hacer, y más a menudo que lo acostumbrado.

¿Cómo pude hacerlo?

Es más fácil de lo que usted cree.

Sobre el autor: Doctor en Filosofía. Es director de Educación y Comunicación de la División Sudafricana-Océano Indico; reside en Bloemfontein, Rep. de Sudáfrica.