Sobre el autor:

1. Dejad que vuestro motivo predominante sea asegurar vuestra propia popularidad.

2. Apuntad más bien a agradar que a convertir a vuestros oyentes.

3. Procurad aseguraros la reputación de ser un orador ampuloso.

4. Hablad con un estilo florido, adornado y enteramente fuera del alcance de la comprensión del promedio de las personas.

5. Sed parcos en vuestras consideraciones, no sea que vuestros sermones contengan bastantes verdades para convertir a un alma.

6. Causad la impresión de que si Dios es tan bueno como vosotros, no mandará a nadie al infierno.

7. Predicad el amor de Dios, pero pasad por alto la santidad de su amor.

8. Evitad hacer énfasis en la doctrina de la completa depravación moral del hombre; no vaya a suceder que ofendáis al moralista.

9. Lisonjead al rico de manera que el pobre se sienta repelido, y así no convertiréis a ninguno de ambas clases.

10. Ateneos a un estricto horario, para que no comprometáis vuestro sueldo.

11. Causad poca o ninguna impresión en vuestros oyentes, para que así podáis repetir a menudo vuestros viejos sermones sin que lo noten.

12. Si en vuestra presentación ocurre algún pensamiento alarmante, tratadlo ligeramente y por nada del mundo hagáis énfasis en él.

13. Evitad todo calor y toda manifestación de fervor en vuestra predicación, no sea que lleguen a pensar que en realidad creéis lo que estáis diciendo.—The Watchman Examiner.

“ ‘Requiero yo pues delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina.’ (2 Tim. 4: 1, 2.) En esta exhortación directa y fuerte se presenta claramente el deber del ministro de Cristo. Tiene que predicar ‘la palabra,’ no las opiniones y tradiciones de los hombres, ni fábulas agradables o historias sensacionales, para encender la imaginación y excitar las emociones. No ha de ensalzarse a sí mismo, sino que, como si estuviera en la presencia de Dios, ha de presentarse a un mundo que perece y predicarle la palabra… Debe hablar con sinceridad y profundo fervor… a sus oyentes de aquellas cosas que más conciernen a su bienestar actual y eterno.”—Obreros Evangélicos pág. 153.