La oración representa el mayor poder que existe sobre la tierra. Y sin embargo a veces obramos como si viéramos poquísima evidencia de ese poder. ¿Cuál es el motivo? No es porque no oramos. La oración forma parte de nuestras vidas. Oramos en la iglesia y también en el hogar. En la hora del sermón de cada sábado se profieren por lo menos Cuatro oraciones, sin contar las de la escuela sabática y de otras reuniones. En verdad oramos; pero ¿cómo oramos?
El objetivo principal de la oración es alcanzar a Dios. En Santiago 4: 3 leemos: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal.” A pesar de que esta declaración se refiere en primer término a aquellos cuyo corazones no están santificados, sin embargo aun quienes tratan de honrar al Señor pueden ser culpares de acercarse a él en forma incorrecta. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están interesados en nuestras oraciones. El Señor se complace en oír nuestros ruegos.
El Hijo ha hecho accesible el trono de Dios mediante su muerte expiatoria, su resurrección, su ascensión y su ministerio sacerdotal. Pero es el Espíritu quien insinúa toda oración sincera: él suple nuestras flaquezas. Podemos orar con eficacia únicamente en la medida que seamos guiados por el Espíritu. El fundamento de la oración satisfactoria en esta dispensación es el todopoderoso nombre de Jesucristo. Para que la oración sea aceptable, tiene que ofrecerse en su nombre. (Juan 14:13-16). ¿Entendemos esto como debiéramos? Con mucha frecuencia oímos oraciones dirigidas al Padre, que el peticionante finaliza más o menos con estas palabras: “Todo esto lo pedimos en tu nombre.” Pero, ¿en el nombre de quién? En el transcurso de la oración no se ha hecho mención alguna de la muerte expiatoria de nuestro Señor, o de su victoria sobre la muerte, único medio de acceso al trono de Dios.
Aunque es correcto dirigir la oración al Padre. ¿debiéramos ofrecerla en el nombre del Padre? Por cierto que no. Hemos notado una creciente tendencia entre los miembros de la iglesia, y aun en algunos pastores, de pasar por alto el nombre de Jesús en las oraciones, a pesar de que nuestro Señor nos ha dicho con toda claridad: “Nadie viene al Padre, sino por mí.” (Juan 14:6.)
Al dejar de hacer nuestros pedidos en su nombre todopoderoso, parecería como si negásemos la intercesión del único Ser cuyo sacrificio nos proporciona una vía de acceso al trono de Dios. Nadie pasaría por alto voluntariamente el nombre del Salvador; no hay duda de que ello se hace inconscientemente. Pero la oración es tan vital, que no debiéramos proseguir obrando descuidadamente en este respecto. Las cartas enviadas con la dirección incorrecta, finalmente terminan en la sección de las cartas sobrantes, en el correo. Confiamos que en el cielo no habrá ningún lugar destinado a conservar las oraciones sobrantes.
Aparte de Jesucristo no tenemos ningún valimiento con la Deidad: somos espiritualmente insolventes. Tanto los pecadores como los santos necesitan irremediablemente la gracia de Dios. Pero si queremos obtener esa gracia celestial, tenemos que pedirla en el nombre sin par de Jesús.
Los santos del Antiguo Testamento hacían sus oraciones en el poderoso nombre de Jehová. El rey David exclamaba: “Oh Dios, sálvame por tu nombre.” (Sal. 54:1.) Y en otro lugar: “Engrandeced a Jehová conmigo, y ensalcemos su nombre a una.” (Sal. 34:3.) En verdad. “el nombre de Jehová” ha sido siempre una “torre fuerte.” (Prov. 18:10.)
Sin embargo, desde la muerte de Jesús en la cruz se ha producido un cambio, porque la redención ya no es más una esperanza: es una gloriosa realidad. Aun el planeta mismo ha quedado en una relación diferente con Dios de lo que estaba antes de la consumación del sacrificio de nuestro Señor. El vino a buscar y a salvar loque se se había perdido, no únicamente a quienes se habían perdido. Jesús nos enseñó una nueva manera de orar. Nuestras peticiones han de hacerse en el nombre de nuestro Señor crucificado y resucitado.
Jesús hizo siete promesas extraordinarias acerca de la oración mientras estaba con sus discípulos en el aposento alto. Las encontramos en Juan 14:13, 14; 15:7, 16; 16:22- 26. Tomadas en conjunto, abundan en términos universales e incondicionales. Y cuando la oración se ofrece de acuerdo con estos principios eleva al peticionante hasta unirlo e identificarlo con el Señor. Ofrecer nuestras oraciones en ese nombre es identificarnos con Cristo.
En el Apocalipsis se representa a nuestro Sumo Sacerdote como tomando nuestras pobres oraciones y agregándoles el fuego del altar, a fin de hacerlas eficaces. Y Dios las contesta, no por nuestros ínfimos méritos, sino por el amor de Jesús. No es merced a nuestras palabras. a nuestros gemidos, a nuestra insistencia ante las puertas del cielo, ni mucho menos a causa de nuestras buenas obras, sino a su amor, que hace suyas nuestras oraciones.
Samuel Chadwick, el gran predicador y educador metodista, ilustra este pensamiento mediante el relato de un incidente personal. Cierta persona hizo un largo viaje a fin de hacer averiguaciones acerca de una propuesta comercial. Con anticipación envió una carta a la firma en demanda de una entrevista, cosa que le fué cortésmente negada. Luego acudió personalmente a visitar al gerente, pero no logró franquear la barrera opuesta por el secretario. No valió ningún argumento presentado. Le confió a un amigo su derrota y disgusto. quien a su vez habló con el pastor acerca de ello. “Le di mi tarjeta, y le escribí al director de la empresa,” dice el Dr. Chadwick. Al día siguiente esta persona acudió nuevamente a la gerencia de la compañía, y esta vez fué prontamente admitida. El predicador explica este hecho diciendo que “El director de la empresa me vió a mí en la persona del peticionante.” Y luego extrae esta lección: “De manera parecida oramos en el nombre de Cristo. El endosa nuestras peticiones y hace suyas nuestras oraciones.” Pero tenemos que hacer nuestros pedidos por intermedio suyo.
Orar en el nombre de Jesús posiblemente sea el misterio más profundo de la oración. Su nombre expresa su personalidad y su carácter, a la par que unifica y simplifica toda condición divina. De modo que seamos cuidadosos a fin de no pasar por alto a nuestro Señor y deshonrar ese nombre que es superior a todo otro nombre.