Después de luchar durante muchos años, he hallado el camino
Cuando decidí dejar mi posición como pastor titular de una iglesia para aceptar el cargo de asociado en otra, mis amigos pensaron que me había vuelto loco y que estaba poniendo en serio peligro mi carrera. Fue difícil para mí tomar esta decisión; pero seguramente habría sido mucho más hace algunos años. Sin embargo, mi vida y mis intereses han cambiado; ahora tengo una idea más clara de quién soy realmente y de la forma en que puedo usar mejor los dones que Dios me ha dado. El conocimiento de la historia de la forma en que la ambición me impulsó a buscar el éxito, sería desalentador para los miembros que quieren creer que sus pastores están impulsados por motivos más puros. Espero que mi historia sea útil.
Desde muy temprano en mi vida me fijé el objetivo de alcanzar el éxito. Para mí, eso significaba llegar a ser un líder bien pagado y altamente respetado. Recuerdo que mientras crecía soñé muchas veces con llegar a ser presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. Cuando me gradué en el seminario, mis objetivos cambiaron para adaptarse a mi profesión, pero todavía tenía la intención de escalar tan pronto como fuera posible los más altos puestos de la jerarquía eclesiástica. Con el tiempo, deseé pastorear una gran iglesia y de esa posición llegar a ser departamental de la asociación y eventualmente, presidente. Incluso secretamente llegué a soñar con ser presidente de la Asociación General, para coronar una exitosa carrera. Yo creía conocer algunos de los requerimientos para alcanzar el éxito: acumulación de buenos registros de bautismos, sobrepasar mis blancos de recolección y del número de suscripciones de revistas misioneras, así como el reconocimiento general de ser un pastor innovador, pero leal.
Éxito y status
Un gran paso hacia la realización de mis sueños lo di un año después de salir del seminario. Acepté el llamado para ser secretario-tesorero de una misión de ultramar. Después de cinco años, mientras estaba disfrutando de mis vacaciones largas, fui elegido presidente de aquella misión. Yo estaba encantado y comencé a planear las innovaciones que introduciría para promover el crecimiento y lograr el respeto que ambicionaba.
Mi emoción duró poco. El gobierno de aquel país, recién independizado y pro-marxista, se exasperó porque los adventistas habían nombrado a un extranjero como líder de la iglesia. Con el tiempo me vi forzado a admitir que mi liderazgo no habría sido ejercido en aras de los mejores intereses de la iglesia. Mi nueva asignación fue pastorear dos iglesias. Mi esposa dice que estuve deprimido los primeros seis meses después de aquel cambio. Cuando nos dieron retomo permanente a los Estados Unidos, mi búsqueda del éxito recomenzó con nuevo frenesí. Yo tenía apenas poco más de 30 años y tenía suficiente tiempo para ganar la estima de los hermanos” a fin de lograr mis objetivos. Ya había establecido hábitos de trabajo que me mantenían lejos de mi casa durante largas horas. Al parecer, había desarrollado un caso claro de “adicción al trabajo”. Introduje todo tipo de programas en mi iglesia con el propósito de asegurarme de que tuviésemos los mejores registros en la asociación.
Cuando pienso en aquellos años, me pregunto cómo pudo tolerar la congregación todo lo que les imponía. En general, aceptaban mi liderato y abrazaban mis planes. Quizá ellos también tenían delirios de grandeza. ¿O será que estaban realmente entregados al cumplimiento de la comisión evangélica? Tengo una deuda de gratitud con todos aquellos miembros por su bondadosa condescendencia.
Las reuniones mensuales de obreros que se llevaban a cabo en las oficinas de la asociación eran, para mí, oportunidades para darme a conocer. Si el presidente de la asociación me daba una palmadita en la espalda, lo tomaba como una señal de aceptación. Y si me pedía que tuviera una parte en el programa del día, por insignificante que fuera, consideraba que había aventajado a mis colegas que también aspiraban a lo mismo. Yo codiciaba la posición que ocupaba un joven “predilecto” a quien generalmente le reconocían logros sobresalientes. Cuando era honrado por algo, me sentía eufórico; si era ignorado, salía de la reunión luchando para vencer la depresión.
Después de tres años de haber iniciado mi primer pastorado, no había sido elegido todavía para ninguna posición en la asociación, y comencé a preguntarme qué estaría fallando. Me llegó un llamado para ser pastor en una pequeña asociación del Medio Oeste. Le pedí consejo por teléfono a un amigo que ya había sido elegido para un puesto en las oficinas de la asociación. “Será más fácil para ti si estás en una asociación más pequeña donde no haya muchos competidores para las posiciones que pretendes” dijo. Parecía un tanto arriesgado, pero como el consejo me lo había dado alguien a quien yo admiraba, acepté el llamado.
Siendo que la nueva congregación era una de las iglesias más grandes de aquella pequeña asociación, su pastor automáticamente tenía un puesto en la junta de la asociación y en la de la academia. Me parecieron muy estimulantes las reuniones de la junta. Mis sentimientos más íntimos me decían que estaba a punto de lograr aquello que estaba predestinado para mí. Imagínese la sensación de realización que experimenté cuando el presidente de la asociación se sentó junto a mí un día, mientras instalábamos las carpas del campamento, y me pidió que considerara la posibilidad de cambiarme a las oficinas de la asociación como director departamental. No había necesitado mucho tiempo para convencerse de que me necesitaban.
Sin embargo, para mi mala fortuna, antes de que la junta se reuniera para considerar el asunto, el presidente de la unión convenció a los dirigentes de todas las asociaciones que ya era tiempo de que se reestructurara el campo y se fusionaran las asociaciones para aprovechar mejor los recursos disponibles. Con celeridad vertiginosa nuestra unión se fusionó con otra, y varias asociaciones locales, incluyendo la mía, hicieron lo mismo. Ahora había demasiados directores departamentales para las pocas posiciones disponibles, y yo fui eliminado de cualquier consideración al respecto. De hecho, mi presidente también tuvo que cambiarse de allí.
Cuando me llegó un llamado para ir a otra asociación como pastor de una iglesia mucho más visible en la costa del Este, necesité muy poca persuasión para aceptar. Sin embargo, poco tiempo después de iniciar mi ministerio en esa iglesia comenzó a ocurrir una transformación en mi vida que me obligó a hacer un nuevo examen de mis prioridades. Hasta ese momento mi seguridad espiritual se había basado en las buenas obras.
Por supuesto, en lodo aquello no había seguridad personal, y yo tenía una imagen de Dios más bien negativa. El Espíritu Santo había estado tratando de alejarme de la “justificación por las obras”. Era el profundo sentimiento de insatisfacción que él había implantado en mi vida lo que me había preparado para recibir el mensaje de Dios cuando él me habló, como si fuera una experiencia en el camino de Damasco. “Tus buenas obras nunca serán suficientes”, le oí decir, “la salvación está en lo que yo hice en el Calvario, no en lo que tú hagas”.
Seguridad al final
La seguridad se extendió sobre mi ansioso espíritu. Experimenté una satisfacción y una paz que no había sentido nunca en mi vida. Pronto tuve un cambio en mi concepción de Dios, el rol de la iglesia, e incluso mi estilo de ministerio. Mi ambición centrada en el yo no había sido del todo erradicada, pero cuando miro hacia atrás, puedo ver que el Espíritu tenía el propósito de reformar completamente mi vida.
Más tarde, cuando leí acerca de la importancia de “ser” en vez de “hacer”, supe que el Espíritu había elegido ese mensaje para mí. Rara vez había yo considerado el estudio de la Biblia, la meditación y la oración como una parte importante que debía ser incluida en mi programa pastoral diario. Aun cuando yo comenzaba el día con un período de estudio de la Biblia y oración, mis hábitos devocionales, en sí mismos, no tendían hacia una apertura real hacia Dios. Poner a un lado mi apretado programa diario para estar a solas con Dios no se me ocurría como algo que fuera realmente productivo.
A medida que mi imagen de Dios cambiaba, creció en mí un deseo de conocerlo mejor. “Permaneced en mí, y yo en vosotros” (Juan 15:4) se convirtió en un lema y un compromiso que me propuse tomar en serio. El intento de mantener un equilibrio entre el ser y el hacer no fue fácil, pero comencé a sentirme menos culpable cuando presté más atención a mi propia peregrinación espiritual, incluso durante las horas más productivas del día. También aprendí que una de mis necesidades más importantes era pasar tiempo regularmente en oración intercesora, lo cual era difícil porque yo siempre había sido un activista.
Nuevos descubrimientos
Junto con la atención que yo brindaba a mi desarrollo espiritual, surgieron oportunidades para descubrir cosas en mí mismo que habían estado ocultas antes. En un seminario para aprender a manejar conflictos, descubrí que mi estilo era buscar formas de crear armonía. Toda confrontación me hacía sentir incómodo, razón por la cual dirigir la junta de la iglesia había sido para mí una tarea particularmente gravosa. Después de hacerme una buena instrospección, caí en la cuenta de que yo disfrutaba los aspectos pastorales de mi ministerio mucho más que las funciones administrativas. Visitar a los miembros en sus hogares, donde podía ofrecerles palabras de aliento y darles orientación espiritual, me hacía sentir realizado.
Si había de ser sincero con los descubrimientos relativos a mi propia persona, tenía que abandonar la noción de que el éxito se mide por la cantidad de poder y reconocimiento que uno pueda obtener. El moverme hacia abajo no tenía mucho sentido en el mundo que yo había conocido, pero mis valores estaban cambiando. Todavía luchaba para mantener el equilibrio entre el ser y el hacer. Mis hábitos de trabajo me producían sentimientos de culpabilidad si no me mantenía constantemente activo, pero había comenzado a desarrollar un nuevo ritmo que estaba yo determinado a cultivar, con la esperanza de que pronto encontraría la paz con Dios y conmigo mismo.
La idea de un cambio de posición comenzó a interesarme. Durante ese tiempo estaba yo trabajando para obtener un grado académico. El proyecto consistía en desarrollar un programa modelo que los pastores pudieran utilizar para presentar las disciplinas espirituales que fortalecieran nuestras relaciones con Dios. Personalmente había disfrutado muchísimo de mi proyecto y deseaba usarlo en un nuevo estilo de ministerio. Quizá necesitaba buscar una posición como pastor asociado, en la cual pudiera especializarme en aquellas áreas del ministerio que se adaptaban mejor a mis talentos y a mi temperamento.
Como sentíamos que el cambio de pastor titular a pastor asociado requeriría cambiarme a un lugar relativamente distante, mi esposa y yo comenzamos a pensar en el dolor que experimentaríamos al desarraigamos del lugar donde ya habíamos permanecido diez años. Pero Dios tenía una gran sorpresa en mente. Durante diez años habíamos ministrado una congregación urbana, mientras vivíamos en los suburbios. La sorpresa que Dios tenía para mí fue la oportunidad de unirnos a un equipo de pastores que se encono-aba a sólo tres kilómetros de donde vivíamos. Una iglesia suburbana había estado experimentando un crecimiento espectacular en los últimos años. Yo fui entrevistado y llamado. Desde el momento que entramos por las puertas de aquella iglesia nos sentimos en casa.
Mi sueño de éxito finalmente se había convertido en realidad. Me sentía completamente realizado en mi función de pastor asociado dedicado a visitar y ayudar a los miembros, haciendo aquello que más disfrutaba. Mi obra no es menos agotadora. De hecho, las horas, algunas veces, se prolongan más de lo debido. Pero las satisfacciones también son mayores. Hoy todo es completamente diferente de lo que había planeado en los primeros años de mi vida, y se ajusta mejor a los valores del ministro que he llegado a ser desde que Dios se me reveló como el Salvador amante y accesible que nunca antes había conocido.
Sobre el autor: Steve Willsey es pastor asociado de la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Spencerville, Maryland, EVA.