“Ni por un instante me arrepiento de haber aceptado el llamado divino”.

     No todos los llamados al ministerio son tan dramáticos como el que Jesús le hizo a Pablo en el polvoriento camino a Damasco. Mi llamado se produjo cuando era muy pequeño; tenía sólo siete años. Nací en el seno de una familia adventista. Mi padre era colportor y mi madre instructora bíblica.

     Cuando tenía cuatro años, nuestra familia se mudó a Auchtermuchty, en Escocia. Comencé a ir a la escuela a los cinco años, como es la costumbre en Gran Bretaña, y pronto adquirí un fuerte acento escocés.

     Como tenía algunos parientes misioneros, puedo decir que muy pronto ellos comenzaron a ejercer influencia sobre mi pensamiento. Cuando cumplí los siete años —la escena aparece de nuevo en mi memoria—, mientras me hallaba sentado en el brazo de una dura silla de madera, cerca del viejo fogón, en la cocina, le dije a mamá: “Cuando sea grande quiero ser médico misionero”.

LAS SEÑALES DE DIOS

     Algo que sucedió en esos días fortaleció mi convicción de que Dios tenía algo que yo debía hacer. Para llegar a la escuela, al salir de mi humilde casa, tenía que cruzar un puente sobre un arroyo, caminar a lo largo de la calle principal del pueblo y subir un montículo. Al regresar a casa un día, vi a mamá afuera conversando con mi abuelita.

     Yo debía de haber tenido alguna cosa muy interesante que contarle, porque estaba tan apurado que me olvidé de detenerme al pie del montículo para verificar cómo estaba el tránsito con el fin de atravesar la calle con toda seguridad. La atravesé corriendo. Mientras corría sentí que alguien me empujó hacia atrás, justo cuando un enorme camión, que venía hacia mí, apareció a toda velocidad. Miré alrededor y no vi a nadie. ¿Quién me empujó? Sólo podía ser un ángel. Mi madre también se convenció de que Dios tenía un plan especial, algo extraordinario reservado para mí.

     Algo parecido volvió a suceder varios años después. En una cálida noche de verano, yo regresaba al lugar donde me hospedaba, después de colportar durante todo el día. Un ciclista me detuvo y pidió información acerca de una dirección. En ese momento un carro que iba por la calle recibió el impacto de un auto, dio varias vueltas, hirió gravemente a los caballos, al conductor y a los pasajeros de los dos vehículos.

     Si el ciclista no me hubiera detenido yo habría estado al lado de la carreta, y podría haber muerto o recibido graves heridas. ¿Era ese ciclista otro ángel? Creo que sí. Esos dos acontecimientos me convencieron de que Dios realmente me estaba llamando para el ministerio.

LOS AÑOS PASADOS EN LA ESCUELA

     Pasaron muchos años. Nos mudamos a Watford, cerca de Londres, donde mi hermano, mi hermana y yo nos preparamos en la escuela primaria de Stanborough. Allí aprecié muchísimo la forma tan espiritual en que los maestros nos enseñaron el evangelio.

     Cuando cumplí diez años, nuestra familia una vez más se mudó, esta vez a Hastings, Sussex, en la costa sur de Inglaterra. Ahí no había escuela de iglesia y sólo un pequeño grupo de hermanos se reunía en una casa llamada El encuentro de los amigos”. Mi maestra de Escuela Sabática era una señora verdaderamente cristiana, que nos enseñó a amar la Palabra de Dios, y que ejemplificaba sus enseñanzas mediante su manera de vivir.

     A los catorce años dejé la escuela, como lo hacían muchos a esa edad en aquellos días, y comencé a trabajar con mi padre en una empresa de construcción cuyo dueño era adventista. Después de muchos meses, sin embargo, como consecuencia de ciertas dificultades financieras, mi padre y yo fuimos despedidos.

     Desde ese momento y hasta los 16 años vendí libros y revistas para colaborar con las finanzas de la familia. Aunque me gustaba ese trabajo, debo confesar que no siempre era diligente en su desempeño. El deseo de ser médico misionero permanecía conmigo. Ninguna otra carrera jamás me atrajo. Volví a estudiar de noche en una escuela de arte, e hice un curso de arte comercial. Se me sugirió insistentemente que probara arquitectura, pero yo ya tenía el blanco establecido de ser misionero.

PREPARACIÓN BODA Y TRABAJO

     Cuando estaba por cumplir 16 años escribí a cuatro instituciones adventistas. A tres de ellas les solicité empleo; a la cuarta le pedí lugar para estudiar. La familia puso este asunto en oración, en procura de la aprobación del Señor. Una tras otra vinieron las negativas de las tres instituciones a las que les había solicitado empleo. Pero, para mi deleite, se me invitó al Colegio de Newbold, que en ese entonces estaba cerca de Rugby, Midlands, y que se volvió mi hogar durante los siguientes siete años.

     Todavía soñaba con estudiar medicina, pero Dios tenía otros planes. De modo que inmediatamente después de comenzar con las actividades ministeriales dejé esos sueños a un lado como algo que no era para mí. Después de dos años de trabajo como ayudante en tareas de evangelización pública recibí un llamado para trabajar en Nigeria. Eso me indujo a apresurar los planes de casamiento con mi novia, Ruth, lo que ocurrió el 14 de agosto de 1945, justo cuando Japón se rindió en la Segunda Guerra Mundial. ¡Qué maravilloso obsequio de bodas!

     Juntos pasamos doce felices años en Nigeria, y quince meses en Ghana. Nuestro último período lo pasamos en Calabar, donde tuvimos la alegría de fundar un nuevo centro de evangelizacion, que dio como fruto dos misiones. El resto de nuestra vida activa lo pasamos en Escocia, Irlanda y en el sur de Inglaterra.

     No me arrepiento, ni un solo instante, de haber aceptado el llamado de Dios.

Sobre el autor: Pastor jubilado. Reside en Watford, Hertsfordshire, Inglaterra.