A algunos les parece extraño que podamos esperar sacar algo nuevo de un Libro que fue completado hace 1.900 años. Otros dudan que sea posible alcanzar las alturas logradas por estudiosos de la Biblia del pasado. Algunos están persuadidos que los días de la gran predicación expositiva terminaron en las primeras décadas de este siglo veinte. Nosotros no suscribimos ninguna de esas posiciones. Creemos que en la mina de la Escritura todavía hay ricos veneros de precioso pensamiento que al ser explotados producirán una riqueza espiritual que iguale y sobrepase la descubierta por nuestros antecesores.
También estamos plenamente convencidos de que esta creencia no tiene la menor probabilidad de ser confirmada a menos que prestemos una atención muy cuidadosa a nuestros métodos de estudiar la Biblia. Una lectura esporádica, casual o rutinaria del Libro nunca descubrirá los tesoros que yacen a la espera de ser revelados. Podremos accidentalmente encontrarnos con unas pocas gemas que están sepultadas muy cerca de la superficie, pero las vetas inacabables quedarán intactas hasta que aprendamos a cavar más profunda, sistemática e incansablemente. ¡Cuán amargo será nuestro chasco si hallamos que hemos pasado sobre indecibles riquezas precisamente porque no nos detuvimos el tiempo suficiente para descubrirlas!
Y esto no es sólo una cuestión puramente personal. Implica el bienestar de la iglesia, porque la iglesia hoy languidece por escasez de predicadores poderosos, y faltan predicadores poderosos porque hay demasiado pocos estudiantes fervientes de la Palabra. La era de los grandes predicadores no ha terminado: estamos solamente en una etapa de detención esperando el surgimiento de ministros que deseen estudiar como estudiaron los gigantes del púlpito del pasado. Mirad a cualquiera de Jos notables predicadores del pasado y hallaréis que eran en primer lugar estudiantes de los oráculos divinos, y su preeminencia en el púlpito estaba firmemente basada en su preeminencia en el estudio. Pensemos en Wiclef, Huss, Lutero, Zuinglio, Calvino, Knox, Wesley, Whitefield. Spurgeon, Jowett, McClaren, y ahora Billy Graham. Todos estos hombres estaban saturados con la Palabra de Dios y debían su dominio del púlpito a su dominio de esa Palabra.
Necesitamos nuestros émulos modernos de tales hombres. La iglesia que es bendecida con un predicador inspirado por la Biblia no quedará vacía por mucho tiempo. La naturaleza humana todavía responde a la oratoria, y aquel cuya elocuencia se origina en el profundo estudio de la Biblia nunca tendrá falta de auditorio, aun en este siglo veinte. Resolvámonos ahora, pues, como predicadores activos o en embrión, a que nuestro ministerio esté edificado sobre profundo conocimiento y aplicación de las Escrituras.
Estudio personal
El fundamento de todo verdadero conocimiento bíblico y de la interpretación de ese conocimiento es el estudio personal de la Biblia. Intentar exponer las Escrituras sin un respaldo de estudio personal llevará a una exposición superficial, artificial e insincera y nuestra enseñanza no será mejor que metal que resuena o címbalo que retiñe. Por otro lado, el estudio para nuestra propia edificación nos permitirá igualmente ayudar a otros. El respeto que tengamos por la Palabra y su aplicación en nuestra vida se posesionaran de nuestra personalidad y, sin quizá darnos cuenta de ello, inspirarán a aquellos con los cuales vivamos y trabajemos.
¿Cómo podremos hacer un estudio tal?
Nuestra primera sugestión tiene que ver con una operación elemental pero esencial, o sea, la de leer la Biblia. Si bien es cierto que podemos sacar beneficio con la lectura atenta de cualquiera de las partes del Libro, se perderá mucho si no se hace un estudio específico en el marco de una lectura regular del volumen entero. Un ejercicio tal nos dará gradualmente el dominio del contenido de la Biblia: nos familiarizaremos con toda su historia, armaremos sus partes componentes, comenzaremos a comprender su filosofía unificada, amasaremos una fortuna de consejos espirituales a la cual podremos acudir a voluntad, y nuestro lenguaje hablado y escrito se teñirá con lo que hemos leído tan asiduamente.
La Biblia es una piedra preciosa con tantas facetas que no es posible contemplar todas sus bellezas al mismo tiempo. Por lo tanto necesitamos leer la misma porción varias veces para poder asimilar sus implicaciones literarias, históricas, teológicas, humanitarias y personales. Por eso, quizá, declaró Campbell Morgan que nunca se atrevía a exponer el mensaje de ningún libro de la Biblia hasta haberlo leído cincuenta veces.
Por supuesto, la mera lectura no es suficiente. Puede llegar a ser tan mecánico el volver página tras página que apenas nos demos cuenta de lo que hacemos. Este peligro está a la vista en el plan del año bíblico, que puede convertirse en una maratón anual a menos que acompañemos nuestra lectura incesante con una contemplación más detenida del mensaje de Dios.
Convengamos, pues, en que la lectura inicial será apenas el fundamento para el estudio verdadero. Nuestra consideración del Libro entero dirigirá la atención a los versículos, capítulos, libros y temas que despierten nuestro interés teológico. Mientras leéis, tomad nota de los puntos de partida para el verdadero estudio como una cosa distinta de la lectura. Elegid uno de esos textos recién descubiertos, explorad sus potencialidades, saboread su esencia, extraed su dulzura, haced que os entregue sus secretos. Cuando eso ocurra, ¡entonces estaremos empeñados en el estudio!
Esto, nos daremos cuenta, es necesariamente una tarea lenta. En el estudio de la Biblia el ir de prisa raramente llevará a la velocidad: es más, la velocidad a menudo es fatal para el estudio. La calidad es de mucho mayor valor que la cantidad cuando se trata de la comprensión de la Palabra de Dios. Así que preparémonos para ir despacio, para emplear tiempo en los verdes pastos y en demorarnos cerca de aguas tranquilas; entonces tendremos una oportunidad de estar cara a cara con el pensamiento que el Espíritu quería que encontráramos en los versículos que leímos.
Perderemos mucho tiempo precioso si emprendemos esta tarea enteramente espiritual con nuestra propia fuerza mental. “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios… y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Cor. 2:14). Debiéramos, por lo tanto, condicionar nuestro estudio a la oración: antes, durante y después de nuestra concentración en un determinado tema. Bien puede ser que nuestro mejor estudio se haga sobre nuestras rodillas, con la Biblia abierta delante de nosotros, de manera que mientras leamos podamos hablar al Señor acerca del pasaje y oírlo explicarnos su significado. Así llegaremos a pensar sus pensamientos después de él.
Puede ser que esto resulte una tarea incómoda. Estamos tan atados por opiniones preconcebidas, tan cargados de los conceptos de otros que es difícil tener una visión clara de cada tema, y podremos desesperar de poder alcanzar alguna vez el puro pensamiento inspirado por Dios a sus siervos los profetas. El estudio repetido de la Palabra vencerá esta dificultad. Debemos leer, releer y leer de nuevo. Debemos meditar hasta que nuestro entendimiento penetre el significado oculto del pasaje que hemos elegido. Entonces llegaremos al centro del conocimiento religioso y sabremos que habremos realmente aferrado el intento divino. Tal forma de proceder es absorbente, requiere disciplina, puede inclusive ser engorrosa al llevarnos a revisar ideas débilmente sostenidas, conceptos mal digeridos y pensamientos defectuosos. Pero valdrá la pena porque nos guiará a toda verdad.
¿Qué debemos estudiar?
El principiante a menudo queda apabullado por la riqueza de elección que se le ofrece. ¡Sesenta y seis libros! ¿Por dónde comenzar?
Su lectura personal habrá ya comenzado a explorar ciertas áreas que prometen una cosecha de pensamientos más profundos, pero puede necesitar todavía sugestiones específicas en cuanto a los libros que más fácilmente le producirán tópicos para sermones. Uno de los más accesibles es indudablemente el libro de los Salmos en el que miles de ministros han encontrado una inacabable fuente homilética. Los ciento cincuenta poemas son en primer lugar un registro de la relación espiritual del hombre con Dios, pero al tratar este tema los poetas nos dan un brillante retrato del mismo Todopoderoso. No puede uno sino maravillarse de que tales visiones fueran experimentadas por hombres que vivieron entre las dificultades de la vida del Medio Oriente en la primera parte del primer milenio AC. Es improbable que podamos sobrepasar su comprensión del Altísimo hasta que estemos delante del Eterno. Sin duda alguna, será provechoso emprender un estudio sistemático de estos poemas, ya sea en orden numérico o en orden de preferencia personal, haciendo una lista de todos y teniendo un registro del progreso hasta que hayamos cubierto todo el libro. En esta forma podremos considerar la relación del hombre con su Hacedor, la revelación de Dios al salmista, la actitud de un hombre justo hacia el pecado, la aceptación del dolor, la religión y la naturaleza, el arte de la alabanza y una lista casi interminable de temas estimulantes.
Si hay una objeción válida a esta concentración en los Salmos es ésta: son precristianos, fueron compuestos en parcial oscuridad antes que “la luz del conocimiento de la gloria de Dios” hubiese resplandecido “en el rostro de Jesucristo”. Pero esta limitación puede ser fácilmente contrapesada por un estudio simultáneo de los evangelios. No lleva mucho tiempo leer los cuatro relatos, pero como tenemos que empezar con uno de ellos haríamos bien en comenzar con el más corto, el Evangelio según San Marcos. Se lo considera también el más simple, pero eso es una opinión más bien superficial basada mayormente en su forma literaria e ignorando el hecho de que los cuatro relatos dan la misma historia básica y ponen al lector ante el mismo Hombre sobrenatural, el Hombre Jesucristo. Un estudio diligente basado en la repetida lectura de los evangelios construirá en nuestra mente una armonía de los evangelios y una cabal familiaridad con todos los detalles registrados de la vida de nuestro Señor. ¿Qué mejor conocimiento puede adquirir un cristiano?
¿Y después? Después de un estudio básico del Antiguo y el Nuevo Testamento, ¿a cuáles de sus páginas nos dirigiremos? Uno de los más ricos relicarios del pensamiento religioso es el cuerpo de las cartas de Pablo, escritas por la mente maestra del cristianismo después que meditara con oración en los misterios relacionados con la encarnación. En las trece o catorce cartas sucesivas presenta al estudiante la gama más amplia del pensamiento teologice práctico, desde la relativa sencillez de Filemón y Tito, pasando por las crecientes profundidades de Tesalonicenses y Filipenses, a las complejidades de Efesios y Romanos. ¿Dónde está el predicador que haya agotado las “insondables riquezas” de esta correspondencia pastoral?
Cuando nos hayamos complacido en tal estudio, apenas habremos retozado sobre una pequeña porción del ancho mundo teológico que espera nuestra exploración, porque cada página de la Biblia es un mapa que nos lleva a nuevas regiones de deleite donde podremos hallar abundante alimento espiritual para ser recogido por el estudiante diligente. Por lo tanto leamos, leamos, y leamos nuevamente con la oración en nuestro corazón de que el Autor de la Escritura abra nuestros ojos para que podamos contemplar las maravillas de su ley.
¿Cuándo y dónde debemos estudiar?
Los franceses lo contestan con esto: Chacun a son gout, o sea, “cada uno a su gusto”. Diferimos en nuestra naturaleza física: un hombre se siente de lo mejor en las horas tempranas, otro comienza a despertarse y andar a las diez de la mañana mientras que otros pueden funcionar eficientemente sólo al promediar el día. No pongamos, pues, leyes draconianas para los otros. Que cada uno descubra la rutina que le sienta mejor, y que se ciña estrictamente a un programa razonable de estudio. Mucha teoría escrita sobre este asunto tiene poca esperanza de ser puesta en práctica alguna vez por estar divorciada de la realidad, pero no necesitamos desanimarnos por eso, porque podemos elegir nuestro propio tiempo y hacer y mantener nuestras propias resoluciones al respecto. Sea cual fuere el tiempo que dediquemos al estudio, sin embargo, éste debe ser regular, sin prisa, con calma, usado honradamente y lleno de actividad mental disciplinada. El hombre perezoso raramente produce material que conmueva el alma. Además, librémonos de cualquier complejo en cuanto al tiempo ideal para el estudio: estemos listos a utilizar todo tiempo disponible mientras estemos viajando o esperando encontrarnos en una cita.
Al paso que todos tenemos 24 horas a nuestra disposición y una cierta libertad en su uso, no todos poseemos el estudio bien equipado con que algunos cuentan. Sin embargo todo estudiante necesita un lugar para estudiar, aunque más no fuera un rincón en el hogar familiar. Necesita su escritorio o mesa con una silla cómoda (aunque no demasiado), y un lugar donde pueda guardar los libros de los cuales tiene necesidad inmediata. Es muy valioso tener los libros de referencia necesarios al alcance de la mano porque uno se siente más deseoso de consultar el libro que está allí a su alcance. Asegúrese, pues, que estén a mano la Biblia en diversos idiomas y versiones, juntamente con uno o dos comentarios y diccionarios bíblicos. En tales condiciones, una hora de estudio concentrado producirá los resultados más satisfactorios —
(Continua en el próximo número)
Sobre el autor: Presidente de la Unión Británica