La iglesia cristiana enfrenta el desafío de ser una comunidad capaz de darles un apoyo adecuado a los matrimonios y hogares piadosos.

Cuando tenía 13 años, las noticias acerca de adulterios ocurridos en el seno de la iglesia de mi pueblo me conmocionaron con una fuerza tremenda. Me preguntaba qué significaba pertenecer a una iglesia que creía en la Biblia, lodos mis argumentos a favor del cristianismo se desvanecieron cuando mis conciudadanos me recriminaron diciéndome que mi religión no era capaz de producir mejores ciudadanos que la sociedad comunista y secularizada en medio de la cual vivíamos. Esta cuestión surgió en mi mente con fuerza avasalladora: ¿Hay alguna esperanza para la institución del matrimonio en esta tierra?

Ahora, cuando consideramos la creciente tendencia a la infidelidad sexual dentro de la iglesia y entre los pastores, nos enfrentan las mismas preguntas acerca de nuestra identidad como pueblo de Dios, nuestro testimonio, y la esperanza para la iglesia, su ministerio y el matrimonio cristiano. Es posible que estas preguntas sean más incisivas todavía para los jóvenes que cuentan con algunos años menos que nosotros.

En este artículo, nos planteamos: ¿Qué clase de iglesia se necesita para que nos proteja de la conducta inmoral, y que haga de la fidelidad y la pureza en las relaciones una realidad atrayente? ¿Qué concepto debemos tener como corporación? ¿Qué grado de comunión con Dios y su Palabra debería saturar a una comunidad a fin de que la gente que nos rodea pueda decir: “Estos cristianos son diferentes. Sus matrimonios son seguros y a sus hijos e hijas les enseñan los principios eternos que tanto se necesitan hoy. Hay esperanza, porque existe una iglesia verdaderamente cristiana” (ver Deut. 4:5, 8)?

En el mundo

La verdad es que, en un sentido muy especial, los cristianos todavía no estamos en nuestro hogar, y esto es de capital importancia para nosotros. En palabras de Jesús, sus discípulos “están en el mundo” (Juan 17:11), pero “no son del mundo” (vers. 14). Dispersos y sin límites precisos de soberanía, aunque estemos unidos en un cuerpo, geográficamente vivimos diseminados por todo el mundo, ese mismo mundo al que no pertenecemos (Juan 18:36) en esencia. Mientras vivamos entre nuestros vecinos, se nos pide que no vivamos como ellos. Hemos sido llamados a ser “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb. 11:13), rodeados de un ambiente en el que la infidelidad en el matrimonio se promueve abiertamente. Esta promoción se manifiesta de la siguiente manera:

Se da al individuo un carácter central. La iglesia se encuentra sumergida en medio de una sociedad de individuos desconectados entre sí. Ya no es la proverbial aldea global la que cría y educa a los niños, sino la televisión, Internet o simplemente la calle. A esto ha llegado la larga marcha de la historia.

Comenzó con el humanismo en el Renacimiento, siguió con el exagerado énfasis de la Reforma en el acceso directo del individuo a Dios, siguió con la afirmación de la preponderancia de la razón durante el Iluminismo y, finalmente, la libertad personal, tanto en lo político como en lo económico, que caracteriza a las democracias occidentales. Así llegamos al actual individualismo a ultranza y radical del posmodernismo, donde el yo es el centro y la única autoridad.

En consecuencia, todas las instituciones, incluso el matrimonio, existen con el fin de servirme “a mí”. Mis prioridades, mis objetivos, mis métodos, mis necesidades deben ser satisfechas. Las preferencias personales constituyen la norma a la hora de decidir qué es lo correcto. La experiencia personal es la pauta de la realidad, y los deseos personales son la piedra de toque cuando se trata de determinar qué es lo mejor.[1]

En el marco de semejante clima ideológico, espiritual y social, si no puedo satisfacer mis prioridades, ni mis objetivos ni mis necesidades, seguir casado no tiene sentido alguno. Si, a la inversa, tú satisfaces mis necesidades, recién entonces estás demostrando que me amas y serás digna de que yo te ame también. Aquello de unidos “en una sola carne”, de que “hasta que la muerte los separe”, de “apartarse de todas las demás para conservarte sólo para ella” carece de valor en la actualidad. Este mismo ego puesto en el centro, y todo lo que conlleva, forma parte del tema del adulterio entre los pastores.

El individuo como creador de la verdad. Lina de las diferencias básicas entre el individualismo del siglo XVII y el modernismo de los siglos XX y XXI es el tema de la verdad. Ésta ya no está allá afuera, como antes. No es una realidad objetiva que ejerce influencia sobre las mentes y los corazones humanos, y los moldea y convence. No es necesario descubrirla fuera de nosotros: hay que crearla; no es necesario oírla: hay que intuirla. Y la diferencia es enorme y sustancial.

“La gente que descubre la verdad y la gente que la crea piensan y actúan en forma totalmente diferente. Por supuesto, los creadores de la verdad se rigen por sus propias reglas”.[2] Y, como las opiniones humanas fluctúan, lo mismo ocurre con las reglas de conducta y los compromisos; inclusive con los votos matrimoniales. Éstos se vuelven vulnerables y carecen de protección contra los avatares de los cambios de humor y las diferentes disposiciones individuales.

Es de esperar que haya competencia y fricción entre los creadores de la verdad, y los divorcios se pueden evitar sólo gracias a una relación deliberada y cuidadosamente “imprecisa”. De ahí viene, de paso, la costumbre de vivir “en pareja”, es decir, sin casarse. La cuestión de la “construcción de la verdad” es también un ingrediente clave cuando abordamos el lema de la infidelidad sexual.

Una carga increíble. Pero convengamos en que la vida no es más fácil ahora que antes. La libertad radical que confiere este individualismo radical conduce a una soledad radical. El cónyuge “buen momento” no está allí cuando se pasa por una racha de desdicha: él y ella tienen sus propias necesidades que atender y, si el cónyuge no las puede satisfacer, se sienten libres de buscar en otra parte a alguien que esté dispuesto a hacerlo.

Vulnerable e inseguro hasta la médula, el Adán contemporáneo rechaza el experto diagnóstico que sentenció: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2:18). Está demasiado obsesionado con su propio yo como para comprometer su libertad con eso de ser una sola carne.

Pero hay otra carga peor: no se le rinde cuentas a nadie. La idea de arbitrar entre diferentes versiones de la verdad, los propósitos de la vida, las prioridades y los compromisos puede parecer importante sólo y hasta que las verdades, los propósitos, las prioridades y los compromisos de algún otro cancelan los tuyos sin posibilidad alguna de apelación; porque ninguno de los miembros de esta sociedad le tiene que rendir cuentas a nadie.

Incluso cuando una relación ilícita se encuentra en su apogeo, el increíble fardo de la soledad, la vulnerabilidad y la responsabilidad aterrorizan a la mente humana, y tal vez en forma especial la del pastor que está cometiendo adulterio.

La sobrecarga sexual. Un elemento profundo y permanente que sobresale en medio de todo este desfasaje de subjetividades egocéntricas es el sexo. Carga con la tarea de ayudar a hombres y mujeres para que se descubran y se desarrollen a sí mismos. Una gratificación sexual sin restricciones siempre ha sido una tentación irresistible pero, en la actualidad, es una norma sancionada culturalmente.

En este contexto, la misma idea de traición se vacía de significado. Mathews y Hubbard describen esta situación de la siguiente manera: “Se separa la sexualidad de la relación mutua; un acto sexual se puede separar de su contenido y de sus consecuencias: El sexo es sólo eso: sexo; es un caramelo emocional; es una manera de proporcionarse una dosis alta de la adrenalina que ya se encuentra en el cuerpo; es un consuelo: me ayuda a ‘pasar la noche’. […] La expresión sexual está biológicamente justificada; todo lo que a mi cuerpo le resulta agradable y gratificante es moralmente aceptable”.[3]

El problema es que el sexo sin restricciones es adictivo; no libera. Un pastor recuperado confiesa: “Esto tiene que ver con la vida y la muerte. La única manera en que yo podía vivir otro día era dedicándome a una relación sexual inapropiada. […] Mi adicción destruía mi salud, mi matrimonio y mi carrera. Mi adicción me dio muchos días terribles. También mantenía mi corazón latiendo fuertemente hasta que me recuperaba”.[4]

Juguetes de reemplazo. Incapaces de encontrar soluciones adecuadas para sus problemas, los hombres y las mujeres posmodernos se aferran a los juguetes virtuales que les ofrece nuestra sociedad de consumo: “La televisión les proporciona lo que es, en efecto, una comunidad virtual, en la que se puede entrar sin esfuerzo, ni compromiso ni riesgo, y de la que se puede salir sin que nadie nos eche de menos ni se sienta ofendido”.[5]

Las comedias y las novelas televisivas se comunican con nosotros, y nos hacen reír y llorar. Cuando no existe un amor profundo y una verdadera intimidad conyugal, los cibercafés en los que se puede “chatear”, las páginas web interactivas y la pornografía que ofrece Internet ponen a nuestra disposición una comunidad virtual plagada de sexo, o algo que se le parezca.

Pero nada de esto puede proporcionar un amor profundo ni una verdadera y satisfactoria intimidad. Solitarios, inseguros y aficionados al yo, muchos hombres y mujeres optan por drogarse o algo más desesperado aún. Sin nada de qué aferrarse a la vida, la identidad humana se desintegra y se disipa.

No de este mundo

Sólo Dios dispone de los medios capaces de curar nuestros matrimonios y mantenerlos a salvo en medio de una sociedad de individuos desconectados entre sí.

Una comunidad integrada. Dios nos ha llamado a salir (1 Cor. 1:2), a constituir una congregación (Sant. 2:2), una casa (1 Tim. 3:15) y un pueblo de su propiedad (Rom. 9:25, 26).[6]

¿En qué consiste nuestra tarea? En manifestar lo que el poder y la gracia salvadora de Jesús pueden hacer en favor de los hombres y las mujeres de hoy. Por amor al mundo Dios no escatimó ni a su Hijo ni a su iglesia como comunidad integrada; los colocó en este mundo a fin de que los individualistas centrados en sí mismos tuvieran la oportunidad de pertenecer, y de dos maneras diferentes.

Primero, interpersonalmente, tal como un órgano del cuerpo está unido a los otros por medio de los vasos sanguíneos, los nervios, los tejidos conectivos y los tendones. “Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros” (Rom. 12:4; la cursiva ha sido agregada). No puedo atender mis propios asuntos sin afectar los suyos, porque yo, como individuo, soy parte de sus asuntos.

Segundo, corporativamente. Cada miembro de iglesia pertenece a todo el cuerpo de Cristo. Mis palabras, mis contactos, mis fantasías lo afectan tanto a usted como a todo el cuerpo institucional. “Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno” (1 Cor. 12:27). Lo que hago al amparo de la noche repercute sobre mi iglesia. Cómo trato a mi esposa o a la organista de la iglesia le concierne a la iglesia, pues ambos somos “miembros (de la iglesia de Cristo)”.

La iglesia de hoy debe actuar con responsabilidad como una comunidad integrada, a pesar de la incomodidad y la vehemente oposición de algunos miembros con mentalidad posmoderna.

Una comunidad disciplinada. Por causa de que estamos tan cerca los unos de los otros, alguien se va a sentir afectado si yo caigo en la tentación, a menos que uno de los dos, o ambos, no seamos en realidad miembros de la iglesia. Ésta será el ámbito más seguro para la expresión de nuestra sexualidad y el desarrollo de nuestro matrimonio, siempre y cuando la voluntad de Dios, y no nuestras propias necesidades, sea la guía de nuestra conducta; siempre y cuando tomemos en serio nuestra responsabilidad hacia los demás y hacia todo el cuerpo; siempre y cuando estemos dispuestos a compartir de nosotros mismos tanto con nuestro cónyuge como con amigos del mismo sexo, de manera que podamos “percibir” cuando algo nos afecta; siempre y cuando reaccionemos ante instancias provenientes de la Cabeza de la iglesia (Efe. 5:23) y no ante las “urgencias” que provienen del mundo que nos rodea o de las profundas tinieblas de nuestro ser. La iglesia sólo es una comunidad disciplinada cuando se aplica un intenso ministerio preventivo antes de proceder a tomar medidas correctivas o redentoras.

Una comunidad constituida por gente de los dos sexos. Cuando ingresamos en la comunidad cristiana, lo hacemos con el bagaje de nuestra sexualidad. Por consiguiente, nuestras deficiencias, nuestros puntos fuertes, nuestros conceptos, nuestras reacciones y vulnerabilidades estarán marcados por nuestra sexualidad. Esas idiosincrasias son un derecho que Dios nos ha concedido. Aquí no se trata de que se imponga la opinión de la mayoría, ni tampoco depende de quién lleva las riendas del poder.

Mi iglesia puede ayudar a prevenir el adulterio cuando, como parte de su ministerio, proporciona una formación cristiana intensa y completa acerca de la identidad sexual de cada cual y de sus relaciones respectivas, que incluya: (a) información acerca de nuestra propia sexualidad, y acerca de los mitos y los estereotipos que abundan al respecto; (b) la oportunidad de aprender lo concerniente al otro sexo y sus características especiales; (c) una afirmación intensa y profunda de las enseñanzas de la Biblia relativas a una virilidad y una femineidad sanas, capaz de contrarrestar las distorsiones comunes; (d) consejos previos al matrimonio, adaptados a cada etapa de la vida. Dos o tres breves sesiones uno o dos meses antes de la boda son sólo una formalidad; no alcanza.

Los padres cristianos deben saber que los niños aprenden realmente lo que es un esposo, una esposa y el matrimonio gracias a su diaria relación con sus progenitores. La iglesia tiene la prerrogativa de ejercer una influencia positiva sobre el contenido de esas lecciones. Una instrucción intencional acerca del matrimonio, el sexo y la sexualidad es esencial durante la pubertad. Una iglesia segura promoverá el matrimonio y la vida de hogar, e instará “a tiempo y fuera de tiempo” (2 Tim. 4:2), tal y como lo hacen los medios masivos de comunicación, ¡pero mucho mejor!

Una comunidad obediente. Si siguen las cosas tal como están, tendremos cada vez más escándalos, y la gente tendrá cada vez menos motivos para unirse a la iglesia. Pero ésta ha sido llamada a ejecutar la voluntad de su Maestro.

Durante los seminarios acerca de “Ética y disciplina eclesiástica”, a menudo se me pregunta: “¿Cuándo fue la última vez que usted oyó hablar de que una iglesia estaba aplicando disciplina?” (¿Qué significa esto?: “Nadie lo hace; así que, ya no importa”)

Las implicaciones de esta pregunta ciertamente son serias. En primer lugar, se infiere que ninguna iglesia disciplina a sus miembros; aunque eso no es tan cierto; también indica que la microcultura interna e informal de la iglesia (su tradición) se ha constituido en norma. Significa que, en vista de que algunas iglesias son indiferentes al dolor y la desesperación de los que se encuentran en las garras del pecado, Dios también debe ser indiferente.

Cuando Pablo nos instó a no “conformarnos” a este “siglo” (mundo), sino a “ser transformados”, no se refería sólo al mundo que se encuentra fuera de la iglesia. “Este mundo” (aion) también está adentro de ella. La cizaña siempre estará adentro, incluso a la hora de la siega. Pero, ¿acaso la cizaña debe constituir la norma?

Observe el cambio paradigmático que se observa en la manera de pensar que han adoptado algunos destacados pensadores. En nombre de la relevancia, parten de la situación en el mundo a la que desean referirse. Sin darse cuenta tal vez, adoptan la mentalidad y las presuposiciones que conforman la cultura mundana circundante, y de esa manera transforman la teología y la convierten en algo acomodaticio e inofensivo.

Pero esa teología inofensiva corre el riesgo de ser ineficaz, también. La tradición profética de la Biblia nos enseña a partir de presuposiciones teológico-bíblicas, y a partir de allí enfrentar los temas sociales con la Palabra de Dios, pero de manera culturalmente sensible. Nuestras creencias y nuestra identidad deben desafiar la crítica y las presuposiciones posmodernas precisamente por causa de su relevancia.[7] Debemos confiar en la Palabra de Dios. Nuestra misión nunca carecerá de trascendencia si la llevamos a cabo de acuerdo con el paradigma de la hermenéutica bíblica.

Una comunidad capaz de transformar. La iglesia ha sido llamada para ser un instrumento transformador: la sal y la luz deben estar dentro de sus muros antes de que pueda ejercer influencia sobre el mundo. Si queremos ser una comunidad capaz de garantizar seguridad a nuestros matrimonios, debemos ser conocidos como la gente que invierte tiempo, energía, talentos y recursos para llevar a cabo la tarea.

El matrimonio cristiano no es perfecto porque un hombre y una mujer cristianos se unan en santo casamiento. Las bodas son sólo los comienzos. El matrimonio es el espacio en el que la gente que se está santificando se abre mutuamente, como en ninguna otra circunstancia, a otra persona que también “está loca por ti” y cuyo destino está íntimamente entrelazado con el tuyo.

Los esposos necesitan que la iglesia sea como su hogar. La sociedad está demasiado desarticulada. Dentro de la iglesia, sus tensiones, temores de enajenación, dudas, celos y tentaciones son compartidos con hermanos y hermanas dignos de confianza que no van a descansar hasta que todos los problemas estén resueltos. La iglesia debe ser diferente del mundo; y esto con toda intención.

Una comunidad de extraños residentes. Pero esta iglesia diferente, ¿existe en realidad? ¿Puede semejante comunidad ver la luz alguna vez? ¿Quién está dispuesto a sumergirse tan plenamente en los traumas de los demás? ¿Acaso no tenemos suficientes problemas propios?

Además, ¿quién está dispuesto a permitir, después de todo, que otras personas se entrometan en sus asuntos privados? ¿Acaso estoy soñando? No; pero éste es el sueño de Jesús: quiere que su iglesia sea sin mancha, ni arruga ni cosa semejante.

Con este objetivo en vista, nos envía a visitar a los miembros de nuestra comunidad que lamentan sus fracasos matrimoniales; que están aterrorizados ante la idea de tener que compartir sus terribles secretos, cuyos corazones son como los de un “extranjero indeseado” que a duras penas puede sobrevivir. Él está al tanto de quiénes son las víctimas de la infidelidad sexual, cuya capacidad de amar profundamente y confiar en sus cónyuges virtualmente ha desaparecido.

Algunos de ellos me han hecho preguntas angustiosas: “¿Vale la pena enamorarse de alguien y casarse, para vivir con el constante temor del divorcio? Créame: yo sé lo que tuvieron que pasar mis padres. ¿Dónde puedo ir para liberarme de esta ansiedad, esta desconfianza de mí mismo y estas dudas en cuanto a mi matrimonio?” ¿Qué respuesta podemos dar? ¿Adónde los enviamos? ¿Y adonde podemos enviar a un pastor y a su esposa?

Una comunidad con recursos espirituales. Primero, tenemos que llevar a la gente a los pies de Jesús. Nadie puede calcular lo que puede lograr una íntima “caminata” con el Señor y la influencia directa que puede ejercer. Nadie lucha por nosotros como Miguel, nuestro Príncipe (Dan. 10:21). Tenemos el honor de invitar a la gente a tener un contacto más íntimo con su iglesia; allí se puede relacionar con personas de todas las edades y todos los niveles de educación y de experiencia.

Pablo era consciente de que la iglesia era rica en estos recursos, e instó a Timoteo y a Tito para que lograran que todos los miembros de la iglesia se dedicaran a alguna forma de servicio (1 Tim. 3; 4; Tito 2:1-15; 3:1- 11). Ese es el motivo de los dones espirituales. Los seminarios dedicados a enriquecimiento de los matrimonios, por ejemplo, enseñan temas como la comunicación, la resolución de problemas y la compatibilidad sexual. Nuestros matrimonios deben permanecer en comunión con su hogar, que es la iglesia, el cuerpo de Cristo.

Pero, en el caso de un romance o de un adulterio, se necesitan mucho más otros recursos espirituales como la oración, el ayuno, la soledad, la meditación en la Palabra de Dios, el perdón, la confesión y la adoración, con el fin de sobrevivir a semejante prueba. Si esos hábitos no existen, seremos vulnerables y débiles, sin siquiera darnos cuenta de ello.

En resumen, un matrimonio cristiano, con sus características especiales, debe vivir “en el mundo” pero no debe ser “del mundo”; este mundo que promueve la satisfacción egoísta y el individualismo egocéntrico. La iglesia cristiana enfrenta el desafío de ser una comunidad capaz de brindarle apoyo adecuado a los matrimonios y los hogares piadosos.

“Hombres y mujeres pueden alcanzar el ideal que Dios les señala, si aceptan la ayuda de Cristo. Lo que la sabiduría humana no lo puede lograr, la gracia de Dios lo hará en quienes se entreguen a él con amor y confianza. Su providencia puede unir los corazones con lazos de origen celestial. El amor no será tan solo un intercambio de palabras dulces y aduladoras. El telar del Cielo teje con urdimbre y trama más finas, pero más firmes que las de los telares de esta tierra. Su producto no es una tela endeble, sino un tejido capaz de resistir cualquier prueba, por dura que sea. Un corazón quedará unido al corazón con los áureos lazos de un amor perdurable”.[8]

Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor de Ética en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.


Referencias

[1] David E. Daye, “The Influence of Postmodemism on the Family: A Biblical Sociological Analysis” [“La influencia del posmodernismo sobre la familia: un análisis bíblico y sociológico”] (Tesis de Licenciatura, Facultad de Teología Evangélica Trinitaria, 2002), p. 9.

[2] Alice P. Mathews y M. Gay Hubbard, Marriage Made in Edén [El matrimonio creado en el Edén] (Grand Rapids: Baker, 2004), p. 39.

[3] Ibíd., pp. 45, 46.

[4] Anónimo, “Sexual Addiction”, Pastoral Psychology [“Adicción sexual”, Psicología pastoral], 39, N° 4 (marzo de 1991), p. 266.

[5] Mathews y Hubbard, Ibíd., p. 53.

[6] Raoul Dederen, editor, “The Church”, Handbook of Seventh-day Adventist Theology [“La iglesia”, Manual adventista de teología] (Hagerstown, MD: Review and Herald Pub. Assn., 2000), pp. 545-549.

[7] Stanley Grenz y John R. Franke, Beyond Fundamentalism: Shaping Theology in a Postmodern Context (Más allá del fundamentalismo: cómo darle forma a la teología en un contexto posmoderno] (Louisville: Westminster, 2001).

[8] Elena G. de White, El hogar adventista (Buenos Aires: ACES, 1973), p. 97.