Las mayores victorias de la iglesia de Cristo, o del cristiano en particular, son ganadas en la sala de audiencias de Dios.

En la década de 1990 leí un texto que me llamó la atención. En ese artículo, el autor comentó que Dios no está tan interesado en encontrar personas profundamente intelectuales como lo está en encontrar personas profundamente espirituales. Eso me hizo recordar las palabras de Richard Foster, en su libro La celebración de la disciplina. El comentario que presenta el autor es el siguiente: “La superficialidad es la maldición de nuestro tiempo. La doctrina de la satisfacción instantánea es, ante todo, un problema espiritual. La necesidad urgente hoy no es de un mayor número de personas inteligentes, o dotadas, sino de personas profundas”.[1]

De hecho, cuando el conocimiento no es puesto en práctica se convierte en soberbia. En palabras del apóstol Pablo, la profecía, el conocimiento, la ciencia, e incluso la fe, sin amor no valen de nada. Como ejemplo de eso, existe un hecho que posiblemente la teología esté olvidando: más importante que discutir cuán humano a nuestra semejanza se hizo Jesús es reflexionar en lo humanos a su semejanza que podemos volvernos. Con esto quiero decir que debemos evitar aquello que, a mi modo de ver, puede ser la mayor tragedia del pastor: hablar de sentimientos que no experimenta, de pensamientos que no alimenta y de una vida que no está experimentando.

Motivación

¿Por qué traer esto a colación? Sencillamente, porque necesitamos reflexionar sobre cuál pudo haber sido nuestra motivación para ingresar en el ministerio pastoral. ¿Acaso fue la construcción de un nombre que sea recordado en la posteridad? ¿La expectativa de obtener el éxito, la fama o la popularidad? Debo compartir las sabias palabras de un pensamiento que leí en algún libro de meditaciones matinales: “La fama es un vapor; la popularidad, un accidente; las riquezas crean alas; los que se alegran hoy llorarán mañana. Solo una cosa permanece: ¡el carácter!” De acuerdo con el escritor y psicólogo Paul Tournier, “tenga cuidado de no considerar el éxito como referencia de la genuina conducción de Dios. Eso implicaría una visión infantil de la vida cristiana, en que la cruz habrá sido eliminada”.[2]

Sigo preguntándome: ¿Qué nos trajo al santo ministerio? ¿Habrán sido nuestros talentos? ¿Llegamos a este porque creímos tener habilidades que podrían ayudar a la iglesia en el cumplimiento de la misión? Por más noble que sea ese pensamiento, no creo que sea la motivación adecuada. Me recuerda estas palabras: “Las mayores victorias de la iglesia de Cristo o del cristiano no son las que se ganan mediante el talento o la educación, la riqueza o el favor de los hombres. Son las victorias que se alcanzan en la cámara de audiencia con Dios, cuando la fe fervorosa y agonizante se ase del poderoso brazo de la omnipotencia”.[3]

¿Queremos ser recordados en el futuro? ¡Seamos hombres de oración! ¿Deseamos realizar grandes cosas? ¡Seamos hombres de oración! Pero, que los patrones divinos sean el criterio por el que midamos las grandes realizaciones. Wycleff, John Huss, Jerónimo, Tyndale, Herrezuelo y tantos otros héroes de la Edad Media en Inglaterra, Suiza, Holanda, España, Alemania y en los lugares remotos de la Tierra fueron muertos en la hoguera porque llevaron su fidelidad al llamado hasta las últimas consecuencias.

Llamados a morir

¿Quién se atrevería a decir que ellos no tuvieron éxito en su ministerio? ¡Absolutamente nadie! En las palabras del famoso teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer: “La cruz es impuesta a cada creyente. El primer sufrimiento de Cristo, del que nadie escapa, es el llamado que nos hace a desvincularnos del mundo. Es la muerte del viejo ser humano, al encontrarse con Jesucristo. Quien entra en el discipulado se entrega a la muerte por Jesús, expone su propia vida a la muerte […]. Cuando Cristo llama a un hombre, lo manda a vivir para morir”.[4]

Es también muy oportuna la reflexión hecha por John Wesley con respecto a las habilidades que él consideraba como más necesarias para el pastor: “Como alguien que se esfuerza para explicar las Escrituras a otras personas, ¿tengo el conocimiento necesario para que ellas puedan ser luz en los caminos de esas personas? Al escuchar algún texto, ¿conozco su contenido y sus paralelos? ¿Entiendo el lenguaje del Nuevo Testamento? ¿Tengo dominio sobre ellas? Si no, ¿qué he hecho durante todos estos años? ¿No debería quedar cubierto de vergüenza? ¿Conozco mi propio oficio? ¿He considerado profundamente mi carácter ante Dios? ¿Qué significa ser embajador de Cristo, enviado por el Rey de los cielos?

“¿Conozco lo suficiente de la historia secular como para confirmar e ilustrar lo sagrado? ¿Tengo el conocimiento adecuado acerca del mundo? ¿He estudiado a las personas, y observado sus temperamentos y costumbres? Si soy deficiente en las capacidades más básicas, ¿no debería arrepentirme por esta falta? ¿Cuán frecuentemente he sido menos útil de lo que podría haber sido?”[5]

A esta lista de preguntas agrego las siguientes: ¿Me he sentido impresionado por la historia de los valdenses, su sentido de misión y evidente desprendimiento? ¿No me he sentido pequeño al escuchar frases como la de Jerónimo, atado a la estaca donde fue quemado vivo: “Vengan con valentía hasta aquí, préndanme fuego ante mis ojos. Si tuviera miedo ¡no estaría aquí!”[6]?

A solas con Dios

Parece haber alguna distancia entre la experiencia de los héroes cristianos del pasado y los cristianos de hoy; de hecho, el cristianismo ha sido asolado por lo que algunos llaman ateísmo cristiano. Mientras los ateos dicen que Dios no existe y los agnósticos apenas admiten la posibilidad de su existencia, los cristianos viven como si él no existiera. Peor que eso es cuando, en una inconcebible inversión de valores, el pastor se dice tan ocupado con la misión que ya no tiene tiempo de vivir una relación de amor y compañerismo con aquel que lo comisionó.

Cuando creemos que estamos demasiado ocupados como para orar, debemos prestar atención a la confesión de Henry Nowen, sacerdote holandés que, al final de su vida, percibió haber puesto al revés sus deberes para con Dios. Afirmó: “Tal vez haya hablado más acerca de Dios que con Dios. Tal vez la tarea de escribir sobre la oración me haya impedido llevar una vida de oración. Tal vez haya estado más preocupado por los elogios de hombres y mujeres que por el amor de Dios. Tal vez haya quedado lentamente prisionero de las expectativas ajenas, en lugar de ser alguien liberado por las promesas divinas”.[7]

Ninguno de nosotros debe descuidar aquellos momentos, a solas, en que sentimos que el universo entero está impregnado por la presencia de Dios. Y, como inundación de luz, nos llega la dulce impresión de que no hay nadie más en el mundo; nadie, además de nosotros y Dios. Entonces, le confesamos que lo amamos con todas nuestras fuerzas, a pesar de nuestras debilidades; que en él nos refugiamos y nos fortalecemos; que nos vemos en sus ojos y pensamientos, aun cuando a veces no sea más que a través de una luz turbia y perturbadora, pero que es preámbulo de un fulgor inefable, indescriptible y envolvente. En esos momentos de profunda reflexión, percibimos que la vida pastoral está llena de alegrías, pero también repleta de cuidados. Conducir a las personas a Cristo, discipulándolas y bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es una experiencia que no tiene precio. Pero también están las luchas, las pruebas, las abnegaciones y los sacrificios.

Cruz y corona

Ante esto, debemos reflexionar: ¿quién de entre nosotros tendrá el coraje misionero de Abraham, de partir hacia lo desconocido a fin de enarbolar la bandera del verdadero Dios? ¿Quién tendrá el desprendimiento de Ester, en la hora de crisis, en defensa del pueblo de Dios?: “Y si perezco, que perezca”. ¿Quién intercederá por el pueblo, a semejanza de Moisés?: “Ahora, te pido que perdones su pecado, o bórrame del libro de la vida”. ¿Quién intercederá compulsivamente por los pecados de la nación como Jeremías? ¿Quién obedecerá las órdenes más extrañas de Dios como Oseas, Noé y otros? ¿Quién suplicará por poder con la insistencia de Jacob, al pedir la bendición divina? ¿Quién se levantará como Pedro, instando al arrepentimiento y al bautismo para el perdón de los pecados? ¿Quién, a semejanza del apóstol de la gracia, Pablo, considerará todas las pérdidas como lucro por amor de Cristo? Por medio del profeta Jeremías, Dios dijo: “Os daré pastores según mi corazón, que os apacienten con ciencia y con inteligencia” (Jer. 3:15). ¿Somos esos pastores? Todos los héroes de la fe tuvieron por mayores riquezas el oprobio de Cristo antes que los tesoros de este mundo, porque tenían en vista la recompensa eterna. Ningún sufrimiento en favor de Cristo puede ser considerado en vano. Al final de un ministerio victorioso y fructífero, el apóstol Pablo reveló tener una fuerte conciencia de este hecho: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim. 4:7, 8). En el día de Cristo, él cambiará la cruz por una corona de gloria inmarcesible. Esa debe ser nuestra experiencia.

Sobre el autor: Profesor en la Facultad de Teología del IAENE, Cachoeira, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Richard Foster, Celebração da Disciplina (São Paulo, SP: Editora Vida, 1983).

[2] Paul Tournier, Culpa e Graça (São Paulo, SP: ABU Editora, 1998).

[3] Elena de White, Patriarcas y profetas, p. 139.

[4] Dietrich Bonhoeffer, Discipulado (São Leopoldo, RS: Sinodal, 1980).

[5] Craig, en William Lane, Apologética Para Questões Difíceis da Vida (São Paulo, SP: Editora Vida Nova, 2010), p. 16.

[6] White, El conflicto de los siglos, p. 114.

[7] Luci Shaw, en Henri Nowen, Philip Yancey y James Calvin Chaap, ed., Muito Mais que Palavras (São Paulo, SP: Editora Vida, 2005), p. 63.