Declaración anónima de un pastor, que apareció en la revista Apuntes Pastorales, publicación ministerial evangélica de Costa Rica. Aunque entendemos que la descripción que el autor hace de su pecado puede ser en algún lugar cruda, y afectar la sensibilidad de algún lector, creemos que el tema es pertinente y será leído con madurez por los amigos de Ministerio. Se publica con permiso. —La redacción.
Escribo este artículo de forma anónima, porque tengo vergüenza, no solo por mi esposa y mis hijos, sino también por mí mismo. Relatare mi lucha contra la codicia sexual. Creo que mi experiencia no es algo fuera de lo común, y tal vez se repita en la vida de otros pastores.
Me acuerdo de la noche cuando experimente por primera vez un apetito sexual desmedido. Durante mi adolescencia me había deleitado en la lectura de publicaciones eróticas; pero el despertar de mi codicia sexual comenzó algunos años más tarde, cuando ya estaba casado, durante un viaje. Lejos de casa, en la habitación de un hotel, mientras ojeaba una guía de turismo de la ciudad, una y otra vez observaba la foto inquietante de una bailarina erótica, atractiva, que estaba casi desnuda. La primera vez que vi el anuncio instintivamente descalifiqué ese show porque traspasaba los limites cristianos. Pero mientras miraba un insulso programa de televisión, el cuerpo de la muchacha volvía a aparecer en mi mente, como diciéndome: “¿Por qué no?”
Para ser un cristiano eficaz debía probar la vida en su totalidad, ¿no es cierto? ¿Acaso Jesús no comía también con los pecadores? Podría ir como un observador, en el mundo, pero no del mundo. Las racionalizaciones se amontonaban en mi mente para darle fundamento a mis deseos, y en diez minutos estaba en un taxi yendo a la zona no Santa de la ciudad. Tal vez Dios se presentaría, haría desaparecer mis deseos y me convencería de que estaba equivocado. Incluso le pregunté eso mismo. No tuve respuesta.
Terreno peligroso
Entré en el bar, y ahí me enfrenté a la nueva experiencia de ordenar una bebida. Animado por los primeros tragos, me senté con los ojos fijos en el escenario. La muchacha era la misma del anuncio. Comenzó su presentación vestida, y nos hacía desearla sacándose lentamente cada prenda mientras sonreía provocativamente. La miraba sin poder dar crédito a lo que veía. Para terminar, en medio de luces centellantes, cruzó desnuda el escenario.
Dos horas después salí de ese bar con una sensación extraña, y sorprendido de que al fin de Cuentas nada me había sucedido. Seguía siendo la misma persona. La codicia sexual se caracteriza por ser invisible, escurridiza y difícil de identificar. ¿Pequé esa noche? Al principio me dije a mí mismo que no. Me dije que habría pecado si hubiera mirado a la mujer con el deseo de tener relaciones con ella, como lo enseña Jesús. En realidad, no me acordaba de haber deseado tener relaciones con esa muchacha. Fue algo más privado. Lo que sucedió fue algo rápido que pronto pasó sin dejar rastros.
La culpa me alcanzo esa misma noche. Cuando regrese al hotel ya estaba orando en medio de lágrimas, pidiendo perdón. Por un tiempo, y como resultado de ese complejo de culpa, me limite a ver películas y revistas eróticas. Durante más de diez años libre una guerra sin tregua contra esta tendencia.
Creo que la codicia sexual no se parece a nada que haya probado. La mayor parte de las cosas que nos divierten y nos emocionan pierden su encanto y su emoción una vez que pasan. La codicia sexual es distinta. El hecho de que la conozcamos no reduce su atracción. No hay otra experiencia que tenga una fuerza tan salvaje.
Sal y sed
He analizado la codicia sexual, disecándola hasta llegar a sus componentes. ¿No podrían haber sido dispuestas nuestras hormonas y cromosomas de manera que la gente hallara con facilidad satisfacción sexual con una sola persona? ¿Por qué no fuimos creados como los animales que, salvo en cortos períodos, viven su rutina diaria sin pensar en eso? Podría manejar mejor esta codicia si supiera que solo me va a atacar en mayo o en octubre. Lo que me enloquece es no saber cuándo me va a atacar y ser consciente de que siempre soy vulnerable.
La codicia sexual se parece a alguien que desea sal mientras se está muriendo de sed. ¿Por qué no fuimos hechos solo con deseos de beber agua para así poder sacar la sal de los puestos de revistas, de los programas de televisión y de las películas? Usted dirá que no es Dios quien pone la codicia sexual en nuestros corazones, sino que nosotros mismos decidimos hacer- lo, y posiblemente Dios lo permite como una oportunidad de ejercer la virtud. Entiendo, pero ¿alguno de ustedes sabe por experiencia propia que esos conceptos piadosos, por mas correctos que sean, pierden importancia frente a lo que sucede en mi organismo cuando voy a la playa y tomo una de esas revistas?
Muchos de ustedes saben lo que es caminar con la vista fija a la altura del pecho de las mujeres, ojear revistas para buscar fotos incitantes, desear que hubiera candados en las habitaciones de los hoteles para no salir y que hubiera videos eróticos en el cuarto. También saben qué es revolverse en la culpa de esa obsesión y orar llorando con toda la fe que alguien puede reunir para que Dios lo libere de esa situación.
También saben lo que se siente cuando se predica acerca de la gracia, la obediencia y la voluntad de Dios, con el recuerdo de los deseos sexuales desorbitados todavía presentes en la mente. A veces concluimos el sermón prometiendo que no vamos a permitir que nos afecten la próxima vez, hasta que cuando termina el culto una mujer atractiva se acerca sonriendo para saludarnos y felicitarnos por el mensaje. La resolución desaparece. Y mientras ella nos dice cuanto la bendijo el sermón, la estamos desnudando mentalmente.
¿Obsesión o posesión?
Mi primera experiencia de codicia sexual no fue la última. Vi cerca de quince películas eróticas. La gente que va a esos cines no es como la que suelo frecuentar. Ciertamente ese no es mi lugar; ahí soy un sapo de otro pozo. Desde los puntos de vista de la técnica, la estética y el erotismo mismo, esas películas son monótonas. Pero cada vez que anuncian una nueva película se me hace agua la boca.
Aprendí muy pronto que la codicia sexual avanza en una sola dirección. Nadie puede descender a un nivel tan bajo y quedar satisfecho. Una revista estremece, una película excita, un espectáculo en vivo y en directo inflama la sangre. Nunca llegué a la prostitución, pero probé lo suficiente de la naturaleza insaciable del sexo como para sentirme aterrado. La codicia sexual no satisface; solo excita.
A ratos, esa obsesión me pareció una posesión. Me acuerdo de que una vez sentí miedo. Estaba de viaje y pasó por un bar que anunciaba bailarinas desnudas. Ese show no era como el strip-tease que había visto antes. La muchacha aparecía desnuda desde el mismo comienzo, y se retorcía a pocos centímetros de mis ojos. Tenía la vista clavada en mí. Todo estaba tan cerca y era tan íntimo que me pareció, por un momento aterrador, que aquello se parecía más a una relación que a una situación. Lo que sentí puede decirse que era una posesión.
Salí de ahí tambaleante. Sentí que había traspuesto la línea divisoria y que ya no podría recuperar la inocencia. Ese fin de semana tenia compromisos importantes, pero en cada uno de ellos la imagen de la muchacha llenaba mi mente. Prometí, una vez más, que solo compraría revistas decentes. Se me ocurrid que mi capacidad de mantenerme puro solo necesitaba de algunos límites. fistos eran algunos de los justificativos en los que basaba mi conclusión de contener la codicia sexual en vez de eliminarla de una vez por todas:
El desnudo es un arte.
Las revistas eróticas tienen incluso artículos excelentes.
Un poco de estímulo es beneficioso para la vida sexual del matrimonio.
Otros hacen cosas peores.
¿Qué es el deseo sexual, después de todo? Es el deseo de tener relaciones con una persona determinada. Pero yo sentía una excitación general, no un deseo específico
Algunos de esos conceptos tienen algo de verdad. Yo los usaba como un manto para atenuar la guerra interior que me atormentaba. Para mi total desencanto, varias veces sentí que la lujuria explotaba y asumía un poder siniestro.
Poco placer y mucha culpa
Conviene recordar que mi vida no giraba en torno de le codicie sexual. Paseen días y hasta meses en los cuales no buscaba ni una revista ni una película. Y muchas veces llore delante de Dios suplicándole que sacara de mi ese deseo. ¿Por qué no recibía respuesta? ¿Por qué no eliminaba mi facultad de decidir si eso me apartaba de Él?
Leí muchos libros y artículos acerca de la tentación, pero no me ayudaron mucho. Los consejos de los diferentes escritores se podrán resumir de la siguiente manera: “Simplemente, no lo haga”. Aunque intelectualmente podía estar de acuerdo con su teología y sus consejos, eso no producía el menor cambio en mí.
La mayor parte de ese tiempo yo odiaba el sexo. Conocía el placer que proporciona, pero eran solo breves momentos que se contraponían a días y más días de angustia y sentimiento de culpa. No podía conciliar mis fantasías con la experiencia rutinaria del sexo en el matrimonio. Comencé a considerar que el sexo era un error de Dios. Se me ocurría que solo causa tristeza. Con el sexo, cualquier tipo de desarrollo espiritual parece imposible.
He descrito mi caída detalladamente, no con el fin de despertar un interés lascivo ni para aumentar la desolación que estaba experimentando, sino para destacar el hecho de que mis luchas eran reales, y para demostrar que hay esperanza en el Cristo viviente y que su gracia puede cortar el círculo vicioso de la codicia sexual y la desesperación.
El matrimonio se afectó
En lo que se refiere a mi matrimonio, mi codicia sexual no lo destruyó, no me arrastró a una relación adúltera ni a la prostitución. Fue más sutil que eso. Principalmente me indujo a descalificar a mi esposa desde el punto de vista sexual. Si observe la imagen de una muchacha en una revista, veo que tiene una sonrisa cálida e incitante. Está solo a mi disposición. Si me pudiera sentar a su lado en un avión, o si pudiera verla en cualquier otro lugar, seguramente ni siquiera se fijaría en mí. Pero por haber medido cada centímetro de su cuerpo en la fotografía, comienzo a observar a mi esposa desde esa misma perspectiva. Ella debería tener la sonrisa, las curvas, las piernas, los Cabellos, los ojos de la muchacha de la revista. Entonces comencé a concentrarme en los defectos insignificantes de mi esposa, y perdí de vista el hecho de que es una mujer encantadora, cálida, atractiva, y que soy muy feliz por haberla encontrado.
El sexo en mi matrimonio se convirtió en una válvula de escape para la pasión que crecía dentro de mí. Nunca hable de esto con mi esposa, pero estoy seguro de que ella se daba cuenta. Creo que comenzó a verse a sí misma como un objeto sexual, en el sentido de que ahí no había ni pasión ni romanticismo y que todo se reducía a que yo tenía que satisfacer mis necesidades físicas.
Con todo, la dualidad sexual empalidecía al lado de la dualidad espiritual. Imaginen el abismo que había en mi cuando me iba a un retiro espiritual, un fin de semana, donde veía la admiración y las lágrimas de compromiso de mis oyentes, y terminaba en mi cuarto examinando una reciente publicación erótica. No lo podía conciliar, ni tampoco lo podía evitar.
Había en mí dos sentimientos contradictorios: por un lado, el intenso deseo de ser puro, y por otro el deseo de aferrarme a los placeres eróticos. Eso seguramente es lo que Pablo quiso decir en Romanos 7. Pero, ¿dónde estaba Romanos 8 en mi vida?
La restauración
Así como recuerdo el momento cuando despertó a la codicia sexual, puedo recordar el comienzo de la curación y la restauración. También ocurrid en un viaje, cuando di una conferencia acerca de la vida espiritual.
En esa oportunidad estaba practicando un régimen bastante estricto de “lujuria controlada”. De repente me encontré recorriendo las calles de la zona prohibida de la Ciudad. Encontré un show en vivo de muchachas desnudas que actuaban sobre una plataforma giratoria que se podía ver durante tres minutos por cincuenta centavos. Ni arte, ni belleza ni baile. La mujer, en ese espectáculo, era solo un objeto sexual. Los hombres estaban encerrados en cabinas como si fueran animales enjaulados. No había vínculo alguno. Las mujeres estaban tan cansadas que se podía oír como conversaban acerca del precio de la comida. Con todo eso, allí estaba yo, a tres días de hablar acerca de la vida espiritual. Esa noche la vergüenza y el sentimiento de culpa me abatieron con ondas furiosas. De nuevo vi la imagen desoladora del pozo en que había caído.
Había sentido lo mismo antes. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue que mi viaje a ese retiro, antes siempre placentero, no me producía esta vez ninguna alegría. Me sentía como si estuviera en casa leyendo el diario y bostezando. Ese pensamiento me perturbó. Mi mente volvía una y otra vez a esa cabina inmunda. ¿Me estaba volviendo loco? ¿Se estaba vaciando mi espíritu?
A duras penas terminé la conferencia, y me aplaudieron mucho. Todos fueron bendecidos. Esa noche, solo en mi habitación, no me dedique a la literatura erótica, sino que me puse a pensar en lo que me había sucedido durante esos diez años, y no me gustó
Amigo en el mismo barco
Tres días después pasó una noche en casa de un gran amigo, pastor de una de las iglesias más grandes de la región. Nunca antes había compartido con nadie los detalles de mi vida de lascivia, pero mi dualidad estaba llegando a tal punto que sentí que era hora de hacerlo. Mi amigo me escuchó en silencio, con compasión y sensibilidad. Cuando termine mi relato me quede sentado allí, por mucho tiempo, con una mirada triste. Esperaba sus palabras de consejo y curación. Necesitaba que alguien me dijera: “Tus pecados están perdonados”. Primero, vi sus labios trémulos. Su rostro se crispó, y comenzó a llorar con profundos sollozos.
Mi amigo no lloraba solo por mí, sino también por él. Comenzó a contarme su propio viaje por el camino de la codicia sexual. Había llegado a las últimas consecuencias: prostitución y orgías. Inclusive su matrimonio estaba en ruinas, ya que estaban en medio de un proceso de divorcio.
Por dos semanas viví bajo una nube de terror y fatalidad. ¿Había atravesado una línea invisible, que dejara mi espíritu manchado para siempre? ¿Avanzara yo también, como mi amigo, rumbo a la destrucción espiritual? ¿No había salida para nosotros?
Ayuda oportuna
Un mes después de esa conversación leí un libro de memorias, Lo que creo acerca de Frangois Mauriac. En un capítulo acerca de la pureza, Mauriac llega a la conclusión de que solo hay una razón para seguir la pureza: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mat. 5:8). La pureza, señala Mauriac, es la condición necesaria para un amor sublime, para obtener la posesión que supera toda otra: el mismo Dios.
Las bienaventuranzas nos dicen que los pecados son impedimentos para el crecimiento espiritual. Si pecamos, los que sufrimos somos nosotros mismos, pues no habrá desarrollo en nuestro carácter ni disfrutaremos de la imagen de Cristo que tendríamos si no hubiéramos pecado. Ese pensamiento sonó como una alarma en mis oídos. Comprendí lo que estaba perdiendo al alimentar mi codicia sexual: le estaba poniendo límites a mi comunión con Dios. El amor que ofrece es tan trascendental y complete que se necesita la purificación de nuestras facultades para poder contenerlo. ¿Podría Dios darme otra sed y otra hambre distintas de aquellas que nunca había podido satisfacer? ¿Podría el Agua Viva apagar la sed de mi codicia sexual?
Conocía suficientemente la vida de Mauriac para saber que su observación era la culminación de una vida de lucha. Había llegado a esa conclusión como el único justificativa de la abstinencia. Tal vez la disciplina y el compromiso que implican permitir a Dios que purgue las impurezas constituían el primer paso esencial para una relación con Dios que yo nunca había conocido.
El amor de mi esposa
La combinación de dos factores me preparé para intentar de nuevo acercarme a Dios con confesión y fe: por un lado, el horrendo temor que me produjo la dolorosa historia de mi amigo pastor; por otro, el rayo de esperanza de que la búsqueda de la pureza podría hacer desaparecer esa hambre insaciable que había sentido por diez largos años. Ord sin ocultar nada. Y Dios me oyó.
Tenía que dar el paso doloroso del arrepentimiento, pero era necesario darlo. El arrepentimiento, dice Carl S. Lewis, “no es algo que Dios requiere de ti para recibirte, y que podría evitar si lo quisiera; es sencillamente la descripción del regreso”. Para mí, ese regreso incluía una conversación con mi esposa, que había sufrido en silencio todos esos años. Yo había pecado contra ella, y la había ofendido lo mismo que a Dios. Es posible que mi impureza haya impedido que nuestro amor creciera, así como había bloqueado el amor que podría sentir por Dios.
Le conté casi todo, consciente de que estaba depositando sobre sus hombros una carga que tal vez no podría soportar. Durante diez años ella había visto que algo así como una neblina invisible me había cautivado, induciéndome a actuar de manera extraña, separándome de ella. Entonces confirmó sus sospechas. Tiene que haberle parecido un reproche de mi parte: “Ella no era suficiente para mí en el aspecto sexual, y por eso tuve que buscar satisfacción en otra parte”.
Aun así, a pesar del dolor, me dio su perdón y me garantizo su amor. Consideré que mi enemigo también era el suyo. Abrazó mi sed de pureza como si fuera propia. Me amó con un amor sorprendente, incomprensible y totalmente inmerecido.
Hace un año que tuve esa conversación con mi esposa. En ese lapso ocurrió un milagro. En una oportunidad fallé de nuevo, un mes después. Fui a otro show barato. No habían pasado diez segundos cuando comencé a sentir un miedo espantoso. La sangre me golpeaba las sienes. El mal se estaba apoderando de mí nuevamente. Tuve que salir de ahí de inmediato. Corrí tan rápidamente como pude, y me di cuenta de que había cambiado mucho: antes me sentía seguro cuando cedía a la lujuria, pero ahora me sentía seguro al huir de la tentación (2 Tim. 2:22). Le pedí fuerza al Señor, y salí.
Compensación divina
Después de eso no volví a sentir esa compulsión. Las chicas con blusas y minifaldas todavía me llaman la atención, pero esa ansia yo no existe. Los puestos de revistas eróticas perdieron su atracción para mí. Nunca más fui a ver una película prohibida. No puedo negar que era placentero. Pero, por fin conseguí una especie de alarma que suena cuando el peligro está cerca. Después de diez años tengo una conciencia y una reserva de fuerzas a mi disposición. Fue necesario para mí mantener una comunicación abierta con Dios y con mi esposa.
He experimentado cosas nuevas que, tengo que admitir, han reemplazado con innumerables ganancias la perdida de la codicia sexual.
En primer lugar, comprobé que Dios cumplió su parte del trato. Llegue a verlo como nunca antes. He tenido experiencias con Dios que me han sorprendido por su profundidad e intimidad, de una naturaleza que yo desconocía. Algunos de esos momentos se produjeron mientras leía la Biblia u oraba; otros al conversar con la gente y, lo más significativo por causa de mi ocupación, al desarrollar una conferencia. Esas experiencias me tocaron, me humillaron, me renovaron y me purificaron. No había conocido antes ese nivel de experiencia espiritual, ni lo había buscado tampoco.
También sucedió algo que ni siquiera se lo había pedido a Dios. La pasión está de nuevo presente en nuestro matrimonio. Mi esposa es de nuevo el centre del romanticismo. Su cuerpo —no el de otra— está conquistando gradualmente la atracción que yo había derivado a otras fuentes. El acto sexual, que antes era rutinario y traumático, está volviendo a tener su misterio, una trascendencia y un deleite indescriptibles, partes de su propósito original.
Esos dos hechos que ocurrieron en tan poco tiempo me mostraron por qué los místicos, incluso los autores bíblicos, presentan la experiencia de la intimidad sexual como una metáfora del éxtasis espiritual.