Los ingredientes fundamentales para la expansión de la iglesia.

El cristianismo nació con un pequeño grupo de personas sencillas de la Palestina del primer siglo. No obstante, en poco tiempo impactaron todo el Imperio Romano. A lo largo de la historia, la iglesia adquirió recursos y desarrolló estrategias para lograr crecimiento numérico y cumplir la misión, lo que puede ser fácilmente constatado en los libros y los sitios que se dedican al tema.

Sin embargo, a pesar de esto, el hecho es que Jesús no regresó y todavía estamos aquí. Esto nos tiene que llevar a reflexionar en algunas preguntas: ¿Está la iglesia, actualmente, avanzando territorialmente más que en los días apostólicos? ¿Crece numéricamente más rápido que en sus comienzos? ¿Está más activa hoy que en sus inicios?

Al observar los primeros capítulos de la historia del cristianismo, encontramos algunas verdades que deben hacernos repensar nuestras estrategias de crecimiento de iglesia.

Consagración y crecimiento

Jesús había muerto y resucitado. La solución para la perdición humana estaba asegurada. Pronto, el mensaje de redención debía ser predicado con urgencia. Sin embargo, el propio Cristo, el mayor interesado en la salvación de la humanidad, no envió a sus discípulos inmediatamente a la misión después de su victoria sobre el diablo, el pecado y la muerte. Por cuarenta días el Maestro permaneció con ellos (Hech. 1:3). Al subir a los cielos, les pidió que antes de salir a proclamar el evangelio “no se fueran de Jerusalén, sino que esperaran la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hech. 1:4, 5).

La iglesia apostólica salió a cumplir su misión recién después de haber sido revestida de poder (cap. 2). Este hecho parece reflejar la experiencia de Jesús, que comenzó su ministerio recién después de haber tenido cuarenta días de consagración (Luc. 3:21, 22;4:1, 2, 14, 15). Los primeros discípulos permanecieron cuarenta días siendo discipulados por Cristo después de la resurrección, y diez días en el aposento alto, donde unánimes en la comunión, por medio de la oración, esperaron el poder del Espíritu Santo. Allí pusieron aparte toda diferencia, reflexionaron sobre sus creencias y revaluaron sus prácticas, hasta ser revestidos con el poder divino.[1] Lo que podría parecer un atraso para el inicio de la misión evangélica fue la estrategia de Cristo para que tuviera éxito. Esto se evidenció en el resultado del primer sermón, que llevó a casi tres mil personas al bautismo (Hech. 2:41).

El crecimiento demostrado en el Pentecostés no se limitó a esa ocasión. En poco tiempo, la iglesia llegó a los cinco mil miembros (Hech 4:4). Pronto, eran tantos los que creían en el Señor que los cristianos fueron identificados como una “multitud”, en un movimiento que “seguía aumentando” (5:14, 15, NVI). En Hechos 6:7, Lucas afirma que “crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”.

Enseguida, el relato muestra que no era solo el número de los discípulos lo que aumentaba. Las iglesias también se multiplicaban fuera de Jerusalén (9:31). Dependientes del poder del Espíritu Santo, “eran confirmadas en la fe, y aumentaban en número cada día” (16:5). En pocos años, millares de judíos creyeron y se unieron a la comunidad de la fe (21:20). Esa explosión numérica ocurrió por el poder sobrenatural del Espíritu Santo que actuaba en los cristianos. La iglesia recién nacida no osó cumplir la misión que Cristo le dio antes de haber sido revestida del poder celestial, y ese fue el resultado. Así, el evangelio fue predicado en “el mundo entero”, “a todas las criaturas que se encuentran bajo el cielo” (Col. 1:6, 23,BLPH). En tres siglos el cristianismo llegó a ser la religión oficial del Imperio Romano.[2]

Claro que ese fenómeno no tuvo lugar sin obstáculos ni opositores.[3] Aunque las persecuciones, las prisiones y las humillaciones intentasen frustrar el crecimiento del cristianismo (Hech. 4:1-22), el movimiento preservó su compromiso con oración y osadía en la predicación. ¿El resultado? “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios. Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” (Hech. 4:31, 32). En lugar de que la persecución frustrara a la iglesia, la iglesia frustró la persecución; pues “con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (4:33). El crecimiento de la iglesia atrajo todo tipo de personas, incluso hipócritas. Con un perfil aparentemente generoso, una pareja deshonesta, Ananías y Safira, murió al utilizar la táctica del padre de la mentira en la iglesia que predica la verdad (5:1-10). Después de su muerte, “vino gran temor sobre toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas” (5:11). Sin embargo, en lugar de inhibir el crecimiento, el versículo 14 informa que “los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres”. Humillación, persecución, prisión o hipocresía, nada pudo limitar la fuerza misionera de la iglesia. ¿Cuál era el secreto? Oración y predicación con el poder del Espíritu Santo.

Hubo otra situación que casi sacó de foco a los apóstoles. “En aquellos días, como creciera el número de los discípulos, hubo murmuración de los griegos contra los hebreos” (6:1). Percatándose de cuál podría ser el resultado de ese conflicto, rápidamente los apóstoles buscaron personas competentes y declararon: “Así nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio de la palabra” (6:4,NVI).[4] Así “crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba” (6:7).

Elena de White fue clara en cuanto a la importancia de la oración, al decir que “las mayores victorias de la iglesia de Cristo o del cristiano no son las que se ganan mediante el talento o la educación, la riqueza o el favor de los hombres. Son las victorias que se alcanzan en la cámara de audiencia con Dios, cuando la fe fervorosa y agonizante se ase del poderoso brazo de la Omnipotencia”.[5]

Para los cristianos apostólicos, eso no era retórico; era parte integrante de la vida.

De vuelta a los fundamentos

Los tiempos cambiaron. Millones de personas profesan el cristianismo alrededor del mundo. En Occidente hay libertad religiosa en la mayoría de los países. En comparación con el período apostólico, los cristianos tienen una gran cantidad de recursos humanos, comunicacionales y financieros. El dinamismo visible de la iglesia actual revela que está haciendo todo lo que humanamente está a su alcance. Sin embargo, a pesar de estos aspectos favorables, la realidad es que la iglesia no está creciendo tanto como nos gustaría que lo hiciera. ¿Por qué no tenemos tanto éxito como los apóstoles?

Tal vez sea una tentación, para los cristianos, considerar a la iglesia del mismo modo en que se ve una empresa.[6] Ambas tienen desafíos, obstáculos, problemas y limitaciones. Para superarlos, sin embargo, las empresas invierten en consultoría, capacitación, recursos financieros, comisiones, planificación y gestión de carrera. ¿Y en cuanto a la iglesia? Sin despreciar las facilidades que las herramientas humanas pueden proveer, el hecho es que la iglesia necesita, antes que cualquier otra cosa, al Espíritu Santo.

Los métodos de liderazgo; institutos de investigación, de crecimiento; consultorías; coachings; y tantas otras metodologías que generamos pueden promover algún crecimiento. Pero ¿es suficiente ese despliegue? ¿Cuánto podemos crecer, de hecho, sin el poder divino? Si no nos orientamos hacia la esencia de la cuestión, corremos el riesgo de encontrarnos, en el futuro, con que todo no fue más que tentativas frustradas de sustitución del poder celestial por nuestras estrategias limitadas.

Es imposible para los seres humanos, en el contexto del Gran Conflicto, ampliar las fronteras del Reino en la cantidad y la calidad esperadas por Dios. Por eso, Jesús determinó que sus discípulos no se ausentasen de Jerusalén hasta ser llenos del Espíritu Santo. ¡La lección es clara! Sin él, la iglesia puede tener todos los recursos posibles, pero no tendrá el poder necesario para realizar lo que hay que hacer.[7] Sin su poder, la iglesia será guiada por estrategias humanas y, de esa manera, los resultados serán apenas humanos. Por lo tanto, si queremos resultados sobrenaturales, debemos adoptar estrategias espirituales: la consagración por medio de la oración y la osadía en la predicación de la Palabra, como resultados del bautismo del Espíritu Santo.

De este modo, por lo que encontramos evidenciado en el libro de Hechos, la iglesia avanza más sin plata, oro, tecnología, títulos, cultura e influencia cuando está llena del Espíritu Santo que cuando posee recursos humanos, tecnológicos y financieros pero está desprovista del poder celestial. Por lo tanto, nuestras reuniones eclesiásticas serán plenamente efectivas si en ellas, antes que nada, se dedica tiempo a convocar a los fieles a la consagración por medio de la oración, la sumisión al liderazgo del Espíritu Santo y la búsqueda del reavivamiento, basados en las Escrituras.

En síntesis, el avance sobrenatural de la iglesia no depende de métodos naturales elaborados por el intelecto humano, por más sofisticados que sean. Depende, sí, del poder divino accesible a la iglesia por medio del Espíritu Santo, actuando en la vida de cada uno de sus miembros. Somos incapaces de efectuar aquello que solo Dios puede realizar. Por lo tanto, cuando permitamos que él opere por nuestro intermedio, ¡ciertamente el resultado será sobrenatural; y el crecimiento, excepcional!

Sobre el autor: Magíster en Teología, es pastor en Osório, Rio Grande do Sul, Brasil.


Referencias

[1] Elena de White, Los hechos de los apóstoles (Florida, Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2009), pp. 29-31.

[2] Earle E. Cairns, O Cristianismo Através dos Séculos (San Pablo: Vida Nova, 2008), pp. 73-135.

[3] Cairns, p. 23.

[4] Hernandes D. Lopes, Atos (San Pablo: Hagnos, 2012), pp. 133-139.

[5] Elena de White, Patriarcas y profetas (Florida, Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2015), pp. 201, 202.

[6] Glenn E. Wagner, Igreja S/A (São Paulo: Vida, 2003), pp. 23-26.

[7] Kwabena Donkor, “O Espírito Santo e a Missão da Igreja”, en Reinaldo W. Siqueira y Alberto R. Timm, Pneumatologia (Engenheiro Coelho, SP: Unaspress, 2017), pp. 593-608.