Sorprendí a uno de nuestros más notables cirujanos leyendo con sumo interés un libro voluminoso. A modo de explicación me expresó que debía realizar una operación pocos minutos después, y que, mientras aguardaba el comienzo de ella, estaba repasando lo que descubriría al hacer la incisión a fin de trabajar con la mayor eficiencia.

He aquí una lección para los cirujanos de la mente que operamos con la espada del Espíritu sobre ella y el corazón para separar del alma todo lo que impida la salud espiritual. ¿Hemos ocupado todo nuestro tiempo en estudiar el manejo de nuestra espada, y dejado por ello de estudiar la mente y el corazón de aquellos en cuyo favor tenemos que ministrar? ¿Qué hace la espada de la Palabra de Dios o mejor dicho, qué puede hacer en las manos de un competente cirujano de almas?

Prestemos un poco de atención a la mente y estudiémosla. Entonces sabremos cómo usar mejor la espada del Espíritu.

A menudo decimos que nuestro ministerio consiste en “convencer la mente,” en “alcanzar” o “convertir” el corazón. Pero si se nos pidiera que definiéramos el corazón o la mente, nos veríamos en serias dificultades. Esta dificultad la comparte también el médico. Este, y aun algunos legos, no vacilarían mucho en dibujar un cerebro, pero describir la mente resulta un poco más abstracto y es difícil poner una descripción tal sobre el papel. Parece que fuera algo mayor y más incomprensible que un mero cerebro. Es una combinación del cerebro más la chispa de vida procedente de Dios que le permite funcionar para que piense, razone y recuerde. Es algo más que eso aun, porque los mismos pensamientos tanto como los recuerdos, el poder de la voluntad y los hábitos de razonar, forman parte de la mente, tal como lo veremos en breve.

Esta combinación viviente tan complicada como la hallamos forma nuestro carácter y nuestra personalidad individual. Es un misterio de Dios que sólo él puede comprender plenamente, pero que nosotros, como médicos del alma, deberíamos esforzarnos por comprender; porque es en la mente, con sus pensamientos, recuerdos y hábitos de razonar, vivientes y complicados, donde debemos aplicar la espada de la Palabra. Podríamos razonar y concluir que es el Espíritu el que hace la obra; y que nuestro deber consiste en impartir la Palabra. Es cierto, pero no lo es enteramente. También es el Espíritu el que produce el restablecimiento de una operación física, pero, ¡cuánto mayor éxito y con cuánta mayor rapidez se obtiene una curación cuando se aplican en forma eficiente los instrumentos! Aunque el gran Médico efectúa la curación, no sólo les enseñamos a los cirujanos a afilar los instrumentos y a pulirlos, sino también a usarlos.

“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que toda espada de dos filos: y que alcanza hasta partir el alma, y aun el espíritu, y las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Heb. 4:12.)

El instrumento que Dios ha puesto en nuestras manos es poderoso, capaz de realizar grandes maravillas. Mientras mayores sean la consagración y la pericia del que lo emplea, más abundantes serán las posibilidades del poder de la Palabra.

La mente se divide en lo que podríamos llamar dos compartimentos principales: la conciencia y el inconsciente. (Empleamos este término aquí para designar lo que familiarmente consideramos como los estados de alerta y de distracción.) Se representa generalmente al inconsciente como un compartimento mayor que la conciencia, o, empleando las palabras de un escritor, “abarca más territorio inexplorado que toda la superficie de la tierra.” Podríamos decir que en la conciencia vivimos diariamente. Por medio de ella hacemos nuestras decisiones. También por su intermedio vivimos todas nuestras impresiones.

Las impresiones o estímulos llegan a nuestra conciencia por medio de los sentidos; es decir, la vista, el oído, el tacto, el gusto, el olfato, etc. registran sus percepciones en nuestra conciencia. Si un estímulo persiste largamente y produce una impresión suficientemente grande, se graba, también, por así decirlo, en el inconsciente.

Podemos ilustrar esto trayendo a colación el ejemplo de la nenita que quiere tocar aquel gran objeto negro que se encuentra en la cocina (la estufa), y pone la mano sobre él. sólo para retirarla y correr llorando a los brazos de su madre. La mamá la recibe, la cubre de besos, le da mucha importancia al asunto y le pone una gran venda en la mano. La nenita usa esta venda durante varios días. Recibe así una impresión tremenda.

Varias semanas más tarde camina en dirección a otra cosa negra; trata de poner la mano en ella, y de pronto se detiene, y guarda una distancia prudencial, porque del inconsciente ha surgido el pensamiento de que los objetos grandes y negros queman. El comportamiento de la nenita ha resultado de la impresión que ha dejado en ella el gran objeto negro que encontró a su alrededor.

De este modo, en cierta manera, los adultos formamos un carácter, un comportamiento, una manera de pensar, determinados en gran medida por aquellas cosas con que nos relacionamos, por lo que nos rodea, por todo lo que produce una profunda impresión en nuestro inconsciente. Es decir, todo ello está controlado notablemente por aquellas impresiones que se han acumulado en el inconsciente en sus reacciones ante los estímulos exteriores.

Detengámonos un momento para considerar una pregunta que puede haber surgido en la mente del lector: “¿Qué podemos decir del libre albedrío?” Notemos que hemos empleado la expresión “determinados en gran medida” por las impresiones. Hemos empleado este término a propósito a fin de dejar lugar a la voluntad, que desempeña la parte más importante, y es por lo tanto el factor determinante.

“El que es tentado necesita comprender la verdadera fuerza de la voluntad. Es ésta el poder gobernante en la naturaleza del hombre.” —“El Ministerio de Curación” pág. 166.

Ciertamente necesitamos llamar la atención de los padres a la importancia del ambiente en el que se desarrollan sus hijos. El ambiente, debido al hecho de que se nos insinúa por medio de los sentidos, llega a constituir por eso mismo una serie de estímulos. Cada individuo reacciona según su propia decisión frente a ellos a medidas que la voluntad actúa en su conciencia.

Una ilustración aclarará este punto. Un embajador en un país extranjero envía a su presidente un cable relacionado con una situación que requiere una decisión inmediata e importante (el estímulo). El presidente (la conciencia) llama a su gabinete (el inconsciente). Este reacciona de acuerdo con los precedentes y presenta sugestiones. El presidente decide, luego de considerar las sugestiones de su gabinete, sus propias opiniones y la necesidad a que se ve abocado. La decisión a su vez se convierte en hechos y posteriormente se transformará en una influencia que se manifestará notablemente en las futuras decisiones del presidente.

Si éste es débil debido a sus decisiones del pasado, su gabinete lo dominará en mayor o menor grado. De la misma manera el individuo que deja de emplear la voluntad, se convierte en esclavo del inconsciente, trono de la vieja naturaleza, sobre el cual se sienta Satanás. Se transforma en esclavo de los temores, las tentaciones o cualquier impresión del pasado grabada en el inconsciente.

Satanás sienta sus reales precisamente en esta intrincada madeja de la mente: el inconsciente. Allí también debe hundir la espada de la Palabra el cirujano del alma, para producir la curación que se manifestará en un cambio de la antigua naturaleza, en una renovación de proporciones tales que los pensamientos y los razonamientos lleguen a armonizar con la voluntad divina.

Será motivo de nuestro próximo artículo el explicar de qué manera se lleva a cabo este proceso. (Continuará.)

La Ira del Cordero

“El amor divino ha sido conmovido hasta las profundidades insondables por causa de los hombres, y los ángeles se maravillan al contemplar una gratitud meramente superficial en los objetos de un amor tan grande. Los ángeles se maravillan al ver el aprecio superficial que tienen los hombres por el amor de Dios. El Cielo se indigna al ver la negligencia manifestada en cuanto a las almas de los hombres. ¿Queremos saber cómo lo considera Cristo? ¿Cuáles serían los sentimientos de un padre y una madre si supiesen que su hijo, perdido en el frío y la nieve, había sido pasado de lado y que le dejaron perecer aquellos que podían haberlo salvado? ¿No estarían terriblemente agraviados, indignadísimos? ¿No denunciarían a aquellos homicidas con una ira tan ardiente como sus lágrimas, tan intensa como su amor? Los sufrimientos de cada hombre son los sufrimientos del Hijo de Dios y los que no extienden una mano auxiliadora a sus semejantes que perecen. provocan su justa ira. Esta es la ira del Cordero. A los que aseveran tener comunión con Cristo y, sin embargo, han sido indiferentes a las necesidades de sus semejantes, les declarará en el gran día del juicio: ‘No os conozco de dónde seáis; apartaos de mí todos los obreros de iniquidad. El Evangelio ha de ser presentado no como una teoría sin vida, sino como una fuerza viva para cambiar la vida. Dios desea que los que reciben su gracia sean testigos de su poder… Quiere que sus siervos den testimonio del hecho de que por su gracia los hombres pueden poseer un carácter semejante al suyo y que se regocijen en la seguridad de su gran amor.”—“El Deseado de Todas las Gentes” págs. 753, 754.

Sobre el autor: Capellán del Sanatorio Adventista de Nueva Inglaterra.