El culto al cientificismo: difusión, modalidades y consecuencias
Por el año 1850 el culto al cientificismo comenzó a difundirse por el mundo occidental predicando una nueva religión sin Dios, que dió origen al materialismo moderno. De la adoración a la ciencia, que predominó en el siglo XIX, la moderna religión materialista derivó hacia la antropolatría. El hombre, paradójicamente, pasó a divinizarse cuando se vió animalizado. Los materialistas, deslumbrados por el poder del hombre, ya no se quejaron de las flaquezas humanas. Procuraron exaltar las conquistas, descubrimientos y teorías científicas, comprobadas o no, y ver en ellos, con actitud infantil, un pretexto para negar a Dios, llegando a decir que Dios fué expulsado del universo por Newton, de la vida por Darwin, y del alma por Freud. Y esto a pesar de que Newton, el descubridor de la ley de gravitación, fué un creyente devoto y sincero, admirador del Todopoderoso y de sus maravillosas obras.
El materialismo, precipitado por sus continuas negaciones, llegó a rechazar, entre otras cosas, la creación especial de la vida y de los seres vivos; y animado por las numerosas síntesis de productos químicos orgánicos conseguidas en el laboratorio, sostuvo que la ciencia moderna había alcanzado un progreso tal que podría producir hasta seres vivos. Oparine y A. N. Terenine, de Moscú, Haroldo Urey y Stanley L. Miller, de Chicago, J. B. S. Haldane y J. D. Bernal, de Londres, Alejandro Deauvlliere y Eugenio Aubel, de París y cerca de otros cien hombres de ciencia trabajan actualmente para producir artificialmente sustancias o seres vivos.
El materialismo no limitó su influencia a la especulación científica. Sobrepasó los límites de la ciencia y llegó a causar repercusión en los ámbitos sociales y políticos, y aun influyendo en actitudes revolucionarias; con esto alteró el curso de la historia, como veremos sumariamente en el desarrollo de este tema, a través de las diferentes modalidades de cultos generados por el cientificismo y el materialismo: el culto a la raza, el culto al superhombre, el culto al cuerpo en vez del culto al espíritu, el culto al estado, el culto general a las teorías científicas, al progreso y al futuro.
El culto a la superioridad racial fué predicado por el francés José Arturo De Gobineau (1816-1882), en el que exaltaba la raza aria, representada por los sajones (alemanes y nórdicos de Europa) como los exponentes de la raza más pura que existía. En grado inferior inmediato figuraban los latinos y luego todas las demás razas. Por consiguiente, el dominio del mundo debería estar en manos de los alemanes arios, en razón de su supremacía racial, cosa que agradó profundamente a los militaristas alemanes, a pesar de que la pretendida supremacía aria no pasaba de ser un mito, o una consideración hipotética, dictada por un orgullo desmedido, sin ningún apoyo científico.
Federico Nietzsche y Max Sternei crearon el culto al superhombre, en lugar del amor, al prójimo, por considerar la compasión como una flaqueza del carácter o como un error del cristianismo. Las características del superhombre nietzcheano eran: elevarse con desdén por encima de la “horda de los esclavos” (de la humanidad en general), mas allá del bien y el mal; ser amigo de la aventura y de la guerra duro consigo mismo y terrible con los demás; superior a los valores de la verdad y la justicia; nacido para “modelar el bloque del acaso” y dominar la historia.
En 1833, Francisco Galtón demostró la importancia de la eugenesia para asegurar la reproducción de hombres y mujeres sanos para que sus hijos nacieran bien dotados física y mentalmente, cosa que por cierto es recomendable. En medio del entusiasmo suscitado, algunos eugenistas pretendieron que su doctrina era capaz de resolver los problemas sociales como una nueva religión: el culto al cuerpo. El mismo Galton dijo: “La eugenesia se extenderá por el mundo como una nueva religión”. Alberto Edward, de los Estados Unidos, añadió: “Si Jesús estuviese entre nosotros, habría sido el presidente del Primer Congreso de Eugenesia”. Según su manera de pensar, la racionalización sexual, inclusive el “direct birth-control [control directo de los nacimientos], sería el “agente decisivo para determinar el carácter o destino del hombre forma al futuro de mente, procura ver grama final para la humanidad”. El sobre la tierra y para dar su civilización”. Y final- en la eugenesia “el procompleta cristianización de escritor inglés, Antonio M. Ludovici, por el contrario, ve en el cristianismo la negación total de la eugenesia, y predica la necesidad “de una nueva religión, basada sobre la percepción intelectual aguda del poder que existe por detrás de los fenómenos, tanto como sobre la relación emocional profunda hacia ese poder”; y añade que “para la realización de una tarea semejante es necesario una nueva especie de hombres, y todo lo que podemos hacer por ahora es preparar el camino para eso”. Consecuente con esta manera de pensar, la nueva religión (eugenesia) para salvar al hombre y regenerar a la humanidad estaría basada exclusivamente sobre el “culto al cuerpo”, y no al espíritu.
, En cuanto al culto al capitalismo del estado, fue un producto más avanzado de la dialéctica materialista de Carlos Marx y Engels, que, con Lenín y otros, originó el sistema político conocido como comunismo, el cual teniendo como principio el ateísmo, define la religión como el opio del pueblo, y reniega de los valores espirituales del cristianismo.
En nuestros días se evidencia también una fuerte tendencia hacia el culto al progreso y al futuro, por la aceptación de los dogmas de la religión industrial. Muchos afirman que las máquinas, o las supermáquinas, como quiere Walter Pitkin, aliadas a los progresos de la medicina, pueden proporcionarle a la humanidad una felicidad hasta ahora no lograda, y que el aumento enorme del rendimiento agrícola satisfará las necesidades alimentarias de todos los seres humanos; y además, que las comodidades de la civilización podrán ser generalizadas y se logrará una reducción en las horas de trabajo, lo que dejará más tiempo para las recreaciones, las diversiones y el descanso. Y son muchos los materialistas que reconocen un solo dios: el dinero. Por él venden el carácter, la honra y la propia alma, para alimentar el sueño ilusorio de una felicidad paganizada.
Estas diferentes modalidades de cultos materialistas, nacidos del cientificismo, tuvieron consecuencias históricas contraproducentes, algunas de las cuales alcanzaron proporciones catastróficas, porque degeneraron en terribles guerras, exterminios en masa, y abiertos atentados contra la libertad y los derechos humanos, y el embrutecimiento espiritual.
La hipótesis de la superioridad aria, que sirvió de aliciente principal para el militarismo alemán, fué uno de los fermentos más activos para la eclosión de la primera y segunda conflagraciones internacionales, que produjeron cerca de catorce y de 82 millones de bajas, respectivamente, incluyendo muertos y desaparecidos. El mito del superhombre de Nietzsche, encarnado por Hitler, y aceptado por sus colaboradores, fué el generador de espantosas crueldades que terminaron con el exterminio de seis millones de judíos, la esterilización de millares de hombres y mujeres convertidos en trabajadores esclavos, y la liquidación sumaria de muchos eslavos; todo realizado bajo el pretexto de que eran razas inferiores. El mismo Hitler trató de justificar ante Rauschning el barbarismo de su doctrina política, declarando que era condición necesaria para el dominio del mundo y el establecimiento del imperio mundial nazista que debería durar por lo menos mil años; y a esto añadió: “Ser bárbaro es para nosotros un título de orgullo… Debemos ser bárbaros y con la conciencia tranquila”. Muchos dictadores, y varios estados totalitarios, han actuado bajo esta misma orientación amoral.
El culto exclusivo del cuerpo, como distorsión de la verdadera eugenesia y de los ideales cristianos relativos a la persona, han determinado el embrutecimiento de las facultades más nobles del espíritu. Bajo este aspecto, el ser humano, y mayormente la juventud, se torna rudo y animalizado, valorizando más la fuerza muscular y la belleza física, que el trabajo mental y la belleza del carácter. Son atraídos más por el atletismo, los deportes y los concursos de belleza que por el estudio serio y el desenvolvimiento de las facultades intelectuales. Están más preocupados de satisfacer las pasiones del cuerpo que los placeres del espíritu. Este desvío es tan merecedor de condenación como lo fué la mentalidad medieval que muchas veces confundió la falta de higiene con una señal de santidad.
Pero el culto al cuerpo fué más allá todavía y asumió una forma drástica cuando, al servicio de estados títeres y materialistas, para los cuales los individuos sólo son útiles en cuanto son productivos, se aplicó a la eliminación de los viejos y los adolescentes incurables, mediante la; eutanasia oficial, por la administración del famoso “té de medianoche”, auténtico veneno que mataba a sus víctimas, bajo el pretexto de que eran inútiles a la sociedad y que causaban perjuicios económicos al estado.
Bajo la inspiración de la doctrina comunista, como en otras (nazismo, facismo, falangismo, etc.), el culto al estado condujo también a sus adeptos a actitudes extremas, causando verdaderas hecatombes humanas, en la lucha por la conquista y consolidación del poder. Como comprobante de la increíble violencia perpetrada por la imposición del régimen de Rusia, entre muchos otros documentos, tenemos el impresionante informe del órgano oficial Pravda (abril de 1922), según el cual, “para la defensa del Estado comunista fueron ejecutados 815.000 campesinos, 192.000 operarios, 355.250 intelectuales, 200.000 soldados, 54.650 oficiales, 48.500 policías, 10.500 funcionarios de alta jerarquía, 8.800 médicos, 12.960 grandes propietarios… ¡por todo cerca de dos millones de personas!” Y otros millones adicionales perecieron en las expurgaciones y represalias sangrientas llevadas a cabo en los años sucesivos. Además, la libertad religiosa y los más sagrados derechos humanos han sido violados y amenazados en los regímenes totalitarios; y actualmente la libertad religiosa y de pensamiento viven horas difíciles en la China comunista. La dignidad de la persona humana proclamada por el cristianismo queda aplastada cuando el culto al estado se vuelve contra ella.
La misma religión industrial y del progreso, tan destacada por muchos como la última esperanza en la conquista de la felicidad, fué una decepción para nuestra propia civilización, según informó con profunda penetración el eminente hombre de ciencia, Alexis Cairel: “El endeble valor intelectual y moral de los hombres de hoy debe atribuirse, en gran parte, a la insuficiencia y mala composición de la atmósfera ‘psicológica. La primacía de la materia y del utilitarismo, que son los dogmas de la religión industrial, condujeron a la supresión de la cultura intelectual, de la belleza y de la moral, tales como las comprendían las naciones cristianas, madres de la ciencia moderna. Al mismo tiempo, las modificaciones del género de existencia provocaron una disolución de los grupos familiares y sociales que poseían su individualidad y tradiciones propias”; y luego añade que “el enorme avance de las ciencias de la materia inanimada sobré la de los seres vivos es por lo tanto uno de los acontecimientos más trágicos de la humanidad. El medio construido por nuestra inteligencia y por nuestras invenciones no se ajusta ni a nuestra estatura ni a nuestra forma. En él nos sentimos infelices. Degeneramos moral y mentalmente. Son precisamente los grupos y las naciones donde la civilización industrial alcanzó su apogeo los que más se debilitan. Y en ellos se produce con mayor rapidez la vuelta a la barbarie”.
Es impresionante, también, el saldo negativo de los que hacen del dinero su religión, pues son los que más proporcionan noticias sensacionales y escandalosas para los diarios y revistas que exploran los suburbios del crimen —millonarios suicidas, asesinatos, robos, fraudes, adulterios, y muchos otros delitos que sobresaltan a la policía de todo el mundo, y que hacen desgraciadas a las víctimas que caen en el culto al dinero.
En resumen, a la luz de los hechos históricos, todos estos cultos fracasan, porque giran en torno a un dios de barro: el hombre que se adora a sí mismo, o sea la antropolatría, como último fruto del árbol del cientificismo. Cayó, pues, por tierra la pretensión de la ciencia positiva de poder soportar sola todo el fardo de la vida humana, precisamente porque el cientificismo es la ignorancia de aquello que finalmente cuenta, servido por una ciencia de aquello que finalmente no cuenta. Negativo fué, por lo tanto el saldo moral, espiritual y social, como resultante de la difusión, aceptación y aplicación doctrinaria del mecanicismo, que reduce al hombre a la condición de una máquina sin alma; del cientificismo, que pretendió la suficiencia de la ciencia para explicarlo y resolverlo todo; del evolucionismo, que sancionó una ley salvaje: el derecho del más fuerte para subyugar a los más débiles; del materialismo moderno, que degeneró en ‘ el endiosamiento del hombre, y más tarde en un moderno ateísmo y existencialismo negativo, para el cual la vida no pasa de ser un mero y absurdo accidente del azar, puesto que salió de la nada y a la nada volverá; es un algo sin sentido, porque el hombre vive en un mundo absurdo, y es apenas como una “súplica sin respuesta”. Este fué el resultado del orgullo humano —la antropolatría: la adoración del hombre por sí mismo se convirtió en la religión de la desesperación o en la filosofía de la locura.
El siglo XX, más que cualquier otra época, ha sido testigo de la falsedad de los dioses y las religiones materialistas creadas por la fantasía de los cerebros apartados de Dios. Nunca se habló tanto de paz y seguridad, y sin embargo, nunca antes se vieron conflagraciones internacionales tan pavorosas, y la acumulación de armas tan destructivas como las armas atómicas y bombas termonucleares, para ser utilizadas en un conflicto que puede tener consecuencias imprevisibles. Nunca antes se vió tanto progreso material junto a una inversión de los valores morales en tan grande escala. Nunca hubo tanta riqueza acumulada y tan despilfarrada, mientras millones de personas carecen del pan necesario y del vestido para cubrirse. Así se hace patente el fracaso del materialismo para solucionar por sí mismo los problemas más serios de la humanidad, y los anhelos más elevados del alma humana. A pesar de ello el ateísmo continúa progresando y difundiendo sus consecuencias nefastas. Lecomte de Noüy dijo: “Luchamos contra uno de los mayores peligros que jamás amenazaron a la sociedad humana: el ateísmo”. Sí, porque ateísmo es sinónimo de la civilización del miedo, de la extinción de la libertad, del egoísmo y de la destrucción; y además, del pisoteo de los valores morales y espirituales.
Impresionados por el rumbo errado que los hombres de ciencia materialistas le imprimieron a la ciencia, al ponerla en el lugar de la religión, sustitución que produjo como resultado los serios problemas actuales, los hombres de ciencia y filósofos más valientes claman por el retorno urgente hacia la religión —Dios— como última esperanza. En relación con esto, Karl Jaspers, filósofo y psiquiatra alemán, actualmente profesor de la Universidad de Basilea, en su madura tesis: La Bomba Atómica y el Futuro del Hombre (1957), traza el grave dilema que confronta al hombre en esta hora: Dios o la bomba atómica, y destaca que si “el hombre quiere continuar viviendo, tendrá que transformarse”, y esto por el retorno a Dios y por la rehabilitación de los valores espirituales, los únicos que le dan a la vida su sentido de construcción y dignidad.
Aceptando que la ciencia sin Dios es un experimento temerario, y que oponer la ciencia a la religión constituye un grave contrasentido, Lecomte de Noüy, a la luz de sus conocimientos adquiridos por la ciencia verdadera, no puede dejar de reconocer el orden inteligente que se revela en el plano de la naturaleza, manifestado a través de cada nuevo descubrimiento. Esto revela la existencia incontestable de una Inteligencia superior y creadora. Este hombre de ciencia lanza este desafío: “La ciencia ha sido utilizada para minar las bases de la religión. Y la ciencia es la que ahora debe emplearse para consolidarla”. Aclara, además, este mismo autor, que si hiciéramos un examen crítico del capital científico acumulado por el hombre, y procuráramos extraer las consecuencias lógicas y racionales: “Veríamos que ellas nos conducen necesariamente a la idea de Dios”. En realidad es así: la verdadera ciencia apunta hacia Dios, y reconoce los valores de la religión que le permite al hombre establecer contacto con su Creador, dándole a la vida un sentido trascendental y una razón lógica en el plano de la naturaleza.
La ciencia verdadera reconoce a Dios y el valor de la religión
La ciencia y la religión poseen características y objetivos propios. Notemos lo que dice el notable físico Einstein: “£Z descubrimiento de los hechos reales es tarea de la ciencia, mientras que la creación de los valores es la misión de la religión y la ética”. La investigación y el conocimiento de los hechos, el estudio objetivo de cada fenómeno natural; el establecimiento de teorías y sistemas en los que la razón asume el papel de juez principal, pertenecen al dominio de la ciencia. Esta se propone resolver los problemas que atañen a la materia, a la energía, al tiempo y al espacio, y a las manifestaciones de los fenómenos naturales y vitales. El dominio de la ciencia se limita a la naturaleza; su objetivo es apoderarse de las fuerzas de la naturaleza, mediante el auxilio de las matemáticas y del experimento, que son sus instrumentos auxiliares.
Por su parte, la religión se fundamenta en la fe, y procede del corazón, del sentimiento, de la naturaleza. Tiene por objeto satisfacer las necesidades del corazón, la liberación, el gobierno y el ennoblecimiento de nuestra vida espiritual y moral; y esto equivale a darle un sentido de dignidad al derecho de existir. Si el propósito de la ciencia es la comprensión de la naturaleza, mediante la inducción y la deducción, el de la religión es lograr que el hombre, a través de la fe, por intuición fundamental, crea en el Dios creador de la naturaleza y mantenga con él una comunión personal, elevándose así por encima del plano de la existencia. Por esto, “la fe religiosa —dice Emilio Boutroux— es un principio de afirmación tan seguro como el conocimiento propiamente dicho”. Y el eminente físico y químico inglés, Faraday (1791- 1861), confirmó el postulado en cuestión a la luz de su experiencia personal: “La noción de Dios y el respeto hacia él llegan a mi espíritu por vías tan seguras como aquellas que nos conducen a las verdades de orden físico”.
El hombre de ciencia ve y estudia la naturaleza, o sea la creación de Dios; el creyente, por su parte, percibe y siente en lo íntimo de su alma al mismo Dios de la naturaleza —a su Creador. El hombre de ciencia procura descubrir la verdad a través de la razón; el creyente descubre la verdad suprema por la fe. La ciencia prepara hombres de ciencia a través del aumento del conocimiento, enriqueciéndole la experiencia exterior; la verdadera religión hace santos, a través del enriquecimiento de la experiencia interna (una transformación superadora; es decir, el perfeccionamiento moral y espiritual de la personalidad). Así como “la ciencia verdadera se orienta hacia la verdadera razón, que dimana de la Inteligencia superior, la religión verdadera orienta la fe hacia la verdad del supremo amor, personificado en Dios. Y el sabio reconoce sinceramente que la suprema Inteligencia y el amor supremo son expresiones cuya síntesis se encuentra en Dios, que es la Verdad Absoluta o la Suprema Realidad.
Lo que acabamos de decir nos lleva a la conclusión natural de que la ciencia y la religión verdaderas proceden de la misma fuente: Dios. Y mientras mejor y más claramente las comprendamos, mayor será nuestra convicción, admiración y reverencia hacia Dios. Esta idea es explicada magistralmente por Elena G. de White: “Todo verdadero conocimiento y desarrollo tienen su origen en el conocimiento de Dios… Cualquier ramo de investigación que emprendamos, con el sincero propósito de llegar a la verdad, nos pone en contacto con la Inteligencia poderosa e invisible que obra en todas las cosas y por medio de ella. La mente del hombre se pone en comunión con la mente de Dios, lo finito, con lo infinito”.
Lord Bacon, filósofo inglés (1561-1626), ya había dicho con mucha razón que “una ciencia superficial inclina al hombre hacia el ateísmo, pero una ciencia profunda conduce las mentes humanas hacia la religión”. Agassiz (1807-1873), destacado naturalista suizo y creyente convencido, afirmó que “la misión del hombre de ciencia era semejante a la del profeta: proclamar la gloria de Dios”. Relacionado con esto, Fichte (1762-1814), famoso filósofo alemán, emitió una admirable declaración: “El sabio probo considera su destino que consiste en ser participante de la idea de Dios sobre el mundo, como el pensamiento de Dios dentro de él; con este pensamiento dignifica la vida y su persona, y esta dignificación se revela en -todos sus actos”.
En realidad, un hombre de ciencia consecuente no puede dejar de dar su testimonio personal respecto del Creador del universo, cuya inteligibilidad descubierta en las leyes más diversas es una evidencia irrefutable de la Inteligencia suprema. “Por el estudio de las ciencias —dice Elena G. de White— también hemos de obtener un conocimiento del Creador. Toda ciencia verdadera no es más que una interpretación de lo escrito por la mano de Dios en el mundo material. Lo único que hace la ciencia es obtener de sus investigaciones nuevos testimonios de la sabiduría y del poder de Dios. Si se los comprende bien, tanto el libro de la naturaleza como la Palabra escrita nos hacen conocer a Dios al enseñarnos algo de las leyes sabias y benéficas por medio de las cuales él obra”. Contrariamente a las aventuradas afirmaciones del pasado y del materialismo moderno, cuanto más progresa la ciencia verdadera, tanto más descubre a Dios, como si él esperara detrás de cada puerta que la ciencia abre.
Sobre el autor: Profesor de Teología del Colegio Adventista del Brasil.