El problema de la ciencia versus la religión es de actualidad y tiene importancia permanente. Y debido a su profundo significado moral, espiritual y social, y en vista de la resonancia que tiene sobre la formación y la orientación de la personalidad y aun de la civilización, ha sido la preocupación constante de los más destacados filósofos, teólogos, hombres de ciencia, educadores y moralistas, particularmente en los dos últimos siglos.

En la extensión de este estudio examinaremos diferentes grupos de autores, y descubriremos diversas corrientes de pensamiento, y las principales tendencias o doctrinas que han surgido en un momento histórico correspondientes. Durante la Edad Media, sobre todo, prevaleció la idea de que todo conocimiento experimental o científico era peligroso y que el papel del hombre consistía en atenerse sumisa y pasivamente a la fe dogmática.

Pero a partir del siglo XVIII comenzó a prevalecer entre los intelectuales un racionalismo sin Dios, en el cual el materialismo rendía culto a una naturaleza que no era la obra de un Creador. Por otra parte, los espíritus más preclaros y maduros del pasado, y especialmente de la actualidad, han procurado encasillar la religión y la ciencia en sus lugares respectivos; y, reconociendo la importancia de cada uno de estos dos conocimientos, han propendido a armonizar inteligentemente la fe y la religión. Esta es la concepción teísta, en la que la verdadera religión y la ciencia auténtica se complementan, porque proceden de la misma fuente, Dios, que es la suprema Inteligencia y el supremo Amor.

Una religión ciega

Lo misterioso y lo maravilloso han impresionado a los hombres durante todos los tiempos. La influencia de lo oculto, la incomprensión de las fuerzas y los fenómenos de la naturaleza, junto con la lucha por la vida, han tornado al hombre de mentalidad estrecha, sea en la antigüedad o en el presente, muy supersticioso y paganizado, por falta de un mejor entendimiento espiritual del Dios Creador. Aunque el hombre tenía cierta tendencia hacia lo religioso, su intuición de la Divinidad era muy desfigurada. Eso explica que la inclinación religiosa de las civilizaciones antiguas las llevara a manifestar un politeísmo paganizado que se amalgamó con creencias anímicas y pseudo ciencias (magia, astrología, ciertas formas de espiritismo, fetichismo y múltiples supersticiones), en una tentativa por explicar los fenómenos naturales, incomprensibles, misteriosos y maravillosos.

La corrupción de los antediluvianos y los desmanes de los pueblos postdiluvianos aumentaron cada vez más la ceguera de los antiguos sobre el Dios verdadero. En medio del caos religioso en que vivían los egipcios, los hititas, los sumerios, los caldeos y los demás pueblos del pasado, Dios eligió a los hebreos para darles una revelación monoteísta: ‘‘YO SOY EL QUE SOY” (Exo. 3:14). Al mismo tiempo les señaló el tenor de las relaciones que deben existir entre el Creador y la criatura, a fin de realizar su perfeccionamiento moral, social y espiritual.

Aparte de la naturaleza y de la revelación bíblica, con Cristo, bajo la forma divino-humana, tenemos la culminación de la revelación de Dios al hombre. Aparece como un Ser eterno, personal, providencial, amante, justo, omnipotente, omnisapiente y omnipresente, que desea la salvación de sus hijos —la familia humana. Así pues, según la tesis bíblica, el cristianismo representa la religión más esclarecida, y la única verdadera, porque cuenta con la autenticidad de Dios. Por eso es la única que satisface los anhelos dé los sentimientos y de la inteligencia humana.

Sin embargo, la historia de la civilización nos demuestra que poco después de la era apostólica. influencias extrañas, como la filosofía helénica y el paganismo, comenzaron a invadir el cristianismo mientras éste ganaba terreno en el mundo. Felizmente una minoría de creyentes permaneció fiel al cristianismo original. Estos síntomas de corrupción se tornaron evidentes en el Occidente, particularmente en la Iglesia Católica o romana, que, consiguiendo el apoyo del estado por medio de Constantino, en 313 DC pretendió imponer por la persuasión y por la fuerza sus dogmas de fe; además, cercenó la libertad de pensamiento por medio de toda clase de amenazas y violencias. Esta actitud resultó en perjuicio tanto para la propia iglesia como para la ciencia, porque, desvirtuando a la primera y aherrojando a la última, mantuvo al mundo en tinieblas espirituales e intelectuales durante más de 1.500 años —período conocido como la Edad Media—, sometido por la prepotencia de la Inquisición. Taine se refiere a esto con las siguientes palabras: “Insensiblemente, desde el cuarto siglo, se ve que la regla sustituye a la fe viva. El pueblo cristiano se entrega en las manos del papa… En lugar del cristianismo, la iglesia; en vez de la libre creencia, la ortodoxia impuesta; en vez del fervor moral, las prácticas fijas; en vez de la actividad del pensamiento y el corazón, una disciplina exterior y maquinal… Bajo esa opresión. la sociedad pensadora dejó de pensar”.

La lucha declarada de la Iglesia Católica contra la ciencia fue estudiada a fondo por Drapper, que en una de sus observaciones notables dice: “La autoridad de los padres de la iglesia… infundía desánimo en todas las investigaciones científicas. Si alguna vez surgía cierto interés en un tema astronómico, el asunto era resuelto mediante una cita de San Agustín o de Lactancio, sin que hubiera, pues, necesidad de consultar los fenómenos celestes”. La famosa expresión: “¡Magister dixit!” (El maestro lo dijo), refiriéndose a cualquier opinión de Aristóteles, Ptolomeo. o de los padres de la iglesia, ponía punto final a cualquier controversia. Se vivía, entonces, bajo el imperio de la retórica vacía, aunque de efecto sonoro ya que derivaba su validez del dogmatismo. Por otra parte, se negaba la realidad cuando se la descubría.

Es cosa sabida que los padres de la iglesia se dividieron en dos grupos: los que pretendían conservar la ortodoxia del cristianismo original, y otro grupo mayor que consideraba ventajoso para el progreso de la iglesia la aceptación de ciertas doctrinas y prácticas del paganismo, incluyendo ciertas concepciones helenísticas. Por falta de conocimiento exacto acerca de la naturaleza, diferentes padres de la iglesia sustentaban las más absurdas concepciones, perteneciendo algunas de ellas a autores paganos; y hasta prohibían investigarlas más a fondo. Tertuliano (160-240), llegó a condenar a todos los que descubriesen cosas nuevas que fuera mejor que permaneciesen ignoradas. Orígenes (185-254) y otros padres de la iglesia, afirmaban que las estrellas estaban provistas de alma. San Ambrosio (340-397). Decía que “la luz del sol es una cosa y la luz del día es otra cosa”.

Posteriormente, Beda el Venerable (673-735) enseñaba que el cielo era de naturaleza ígnea (fuego), y que giraba a gran velocidad alrededor de la tierra; que el sol se tornaba rojo al atardecer porque pasaba por encima de las bocas del infierno; que “Dios enfrió con hielo los cielos superiores, donde están los ángeles, temiendo que inflamaran los elementos inferiores”. Y el monje egipciom Cosme Indicopleusta, en su Topografía Cristiana, describe la tierra como un plano rectangular fijo, de 400 jornadas de este a oeste, y de 200 de norte a sur, y que la noche sobrevenía cuando el sol, que tenía 1/8 del tamaño de la tierra, se ocultaba detrás de una enorme montaña.

Cuando Galileo, en 1611, apoyó el sistema de Copérnico. según el cual la tierra gira alrededor del sol. fué amenazado de muerte por la Inquisición, durante el pontificado de Pablo II, sí se negaba a retractarse de su teoría. Temiendo que su firmeza pudiera acarrearle la muerte. Galileo se retractó de rodillas, negando ese hecho astronómico: pero al final de su vida exclamó: “¡Y sin embargo se mueve!”. Solamente Aristóteles y Ptolomeo eran admitidos como explicación última de los problemas de la naturaleza y del universo. La Iglesia Católica era intransigente y absolutista, de manera que “aquello que la iglesia afirma que es negro, debemos decir que es negro, aunque sea blanco”; y enseñaba que “la ciencia es causa de revolución: sólo puede haber paz donde el pueblo sea ignorante”. De ahí que José De Maistre compartiera la idea de que “la ignorancia vale más que la ciencia: porque la ciencia procede de los hombres y la ignorancia viene de Dios; y es la razón por la cual los profesores católicos clamaban contra la “funesta v perniciosa manía de pensar”.

En vista de lo expuesto. no admira que entre 1769 y 814. de cada mil padres españoles, apenas se podía encontrar uno que supiera escribir una simple carta”; ni extraña el absurdo de los católicos españoles, que. en el siglo XII afirmaban con el mayor desenfado que “Dios aprendió a crear el mundo en la Universidad de Toledo”. En pleno año 1830 todavía se prohibía en las escuelas españolas enseñar el sistema astronómico de Galileo; y un católico inglés, en 1870, llegó a escribir un libro: Los Decretos Pontificios contra el Movimiento de la Tierra, para anular el notable descubrimiento de Galileo.

El papa Pablo II (1464-71), fué otro personaje que declaró la guerra contra el conocimiento: “La religión debe aniquilar la ciencia, porque ésta es enemiga de la religión”; y pasando del pensamiento a la acción, mandó torturar a los profesores de la Academia Palatina de Roma. Bonifacio VIII (1294-1303), condenó la anatomía. León XII (1823-29) atacaba diligentemente los progresos de la impiedad, esto es. de la ciencia; y entre otras cosas prohibió la vacunación, y consideró una herejía la medicina. Gregorio XVI (1831-46), condenó la locomotora a vapor y otras adquisiciones científicas, inclusive el pararrayos del herético Benjamín Franklin. porque el pararrayos inutilizaba la cólera divina.

Tomás de Aquino (1224-74), el sistematizador de la estructura de la Iglesia Católica y de su jerarquía, reputado como el mayor filósofo del romanismo de todos los tiempos, creía en brujería, en los íncubos y súcubos, y que las hechiceras, cuando quieren, viajan por el cielo montadas en una escoba, y en otras fantasías; y además, aceptaba la generación espontánea. Por otra parte, este llamado Doctor Angélico recibió también el nombre de filósofo sanguinario, porque instituyó el Odium Theologicum contra lo que se atreviesen a pensar con liberalidad, o tratasen de investigar para obtener conocimientos: éstos debían ser “excluidos de este mundo por la pena de muerte, condenados como herejes.

La Iglesia Católica siguió la lección dada por el doctor angélico, Tomás de Aquino. condenando a muerte al profesor Apous, al médico Pointet. al filósofo Bruno Giordano, y a muchos otros autores; persiguió a Juan Bautista La Porta (físico), a Roberto Boyle (físico-químico). a Priestley (químico), a Rogelio Bacon (filósofo y hombre de ciencia), a Kepler y Galileo (astrónomos y matemáticos), a Campancla (filósofo, porque disentía de los absurdos de Aristóteles), y a otras personalidades notables; mantuvo amenazados e intimidados a Leonardo da Vinci. a Erasmo de Rotterdam, a Descartes y a diversos talentos, cuya producción fue limitada por miedo a la Inquisición.

En plenos siglos XVIII y XIX, varios ex alumnos Je colegios eclesiásticos, mantenidos por los jesuítas, protestaron contra la estrechez mental con que fueron educados: entre ellos se destacan Voltaire. Sebastián Faure. Ernesto Renán. Voltaire llegó a confesar: “Los padres me enseñaron únicamente latín y tonterías”; y Renán dijo que había salido más atrasado del colegio eclesiástico que lo que estaba cuando entró. Infelizmente, esa estrechez espiritual y mental hizo que muchos alumnos de los colegios religiosos se rebelaran y se tornaran enemigos de la propia religión cristiana, de la que conocían sólo una deformación o caricatura.

Actualmente, los jesuítas y otros defensores de la Iglesia Católica, pretenden justificar la actitud intolerante y anticientífica asumida por el romanismo. diciendo que fué impuesta por las circunstancias vigentes en el pasado, y que ahora, ya más esclarecida y tolerante, la propia iglesia da énfasis y estímulo al estudio científico; a esto añaden que hay muchos sacerdotes y laicos católicos que se destacan por ser investigadores en varios sectores del conocimiento humano. Al mismo tiempo la iglesia romana procura exaltar las prerrogativas de sus universidades actuales, familiarizándose ron las conquistas científicas más recientes y no dejando de censurar en ciertos casos.

La conquista de la libertad, fruto de la Reforma, y el progreso subsiguiente del conocimiento en todas las esferas, obligó a la iglesia romana a cambiar su actitud intolerante, que, en su apogeo llegó a considerar a la ciencia como un mal tan grande como las plagas de Egipto; y. además, persiguió a los hombres de ciencia en razón de su absolutismo. Este absolutismo. por orden del papa Alejandro VII, fué formulado por el ilustre canonista Próspero Fagnani. como sigue: “EI papa tiene el poder de hacer cuadrado lo que es redondo; puede tornar negro lo que es blanco o blanco lo negro. El papa está por encima del derecho. contra el derecho y fuera del derecho; él lo puede todo”. obrando de conformidad con este espíritu, el papa Pío XI (1846-78). en el Syllabus clasificó como una peste a la Biblia escrita en lenguaje común; y ese mismo espíritu mantuvo atada a la ciencia durante tantos siglos, contra el propio idealismo cristiano, pues Cristo jamás ordenó tal proceder.

Aunque los tiempos han cambiado, no por eso dejamos de sentir todavía las consecuencias históricas de la tremenda lucha de la religión ciega contra la ciencia. Y. aunque parezca paradójico fué la ceguera de la religión la que contribuyó más que cualquier otra cosa al surgimiento de una reacción negativa por parte de muchos hombres de ciencia que adoptaron la filosofía de cuño materialista o ateo, en la interpretación del universo y de las fuerzas que lo dirigen.

La ciencia sin Dios

Durante los siglos XIX y XX la ciencia progresó más que en todo el pasado de la historia humana. Lograda la libertad de pensamiento, la aplicación del método experimental junto con las técnicas de investigación progresivamente perfeccionadas, las invenciones y los descubrimientos se sucedieron en profusión siempre creciente, permitiendo a los hombres tener una mejor comprensión de numerosos fenómenos de la naturaleza, y sacar el máximo de beneficio en provecho de la sociedad. Así fué como la astronomía. la física, la química, la historia natural. la biología, la medicina, la psicología y las demás ciencias, apoyadas por las matemáticas avanzadas, fueron dilatando cada vez más sus respectivos horizontes y ampliando la esfera de acción y utilidad correspondiente.

Lamentablemente, en un entusiasmo precipitado frente al progreso acentuado de las ciencias exactas, una buena parte de los hombres de ciencia pasó a cultivar el determinismo de la materia, con el que pretendieron explicar hasta el mismo fenómeno del origen de la vida dentro de la idea mecánica-evolucionista. Así surgió el naturalismo, una doctrina que niega la existencia de una causa creadora o trascendente a la naturaleza: esta corriente ganó rápidamente las filas del mundo científico. Para el naturalismo, la naturaleza existe por si misma, y si existe algún principio de organización. éste es inmanente a la naturaleza.

Rechazando la intervención de Dios en el mundo —esto es el sobrenaturalismo o supernaturalismo—. el naturalismo puede tomar dos formas: el materialismo y el panteísmo; este último reduce a Dios a una esencia impersonal difusa en toda la naturaleza o universo, tanto en los seres animados como en los inanimados. Desde un punto de vista estrictamente teológico, el naturalismo consiste en afirmar la bondad de la naturaleza humana, negando a Dios, la necesidad de la gracia, y cualquier concepción sobrenatural.

Imbuidos por una mentalidad materialista o panteísta, hija del naturalismo, muchos hombres de ciencia, entusiasmados con el progreso y las conquistas científicas, fundaron una nueva religión: el cientificismo, que es la creencia en el poder de la ciencia positiva, y en su capacidad de explicación en todos los dominios. Esto significa que. divorciándose de la idea de Dios, para el cientificismo la ciencia lo es todo.

Augusto Comte (1798-1837), matemático y filósofo francés, fundó la doctrina del positivismo, y enseñó que: “Cada uno de nosotros ha sido teólogo en su infancia, metafísico en su juventud y físico en su virilidad”. Fundó una nueva religión sin Dios: (la religión positiva), cuyo objeto de culto era la humanidad, con el título de el gran ser, el gran medio y el gran fetiche, que corresponden a la representación de la trinidad positiva. En la concepción de Comte, la creencia en Dios es una actitud infantil, y el pensamiento racionalista-físico sería característico del pensamiento maduro. En esto, Comte fué paradójico, porque, dejando de rendir culto a Dios endiosó a su propia esposa. Clotilde, y le rindió una devoción que casi alcanzó a ser un delirio mental en la vejez.

Renán consideró que “la ciencia vale únicamente en la medida en que puede sustituir a la religión”; a esto siguió un nuevo credo o catecismo: “Mi religión es siempre el progreso de la razón, esto es, de la ciencia”; y, como antiguo .seminarista, y justificando su actitud, escribió en 1890: “Yo tenía necesidad de adoptar una nueva fe que sustituyera en mí al catolicismo”. De modo que su incredulidad fué una protesta contra la educación religiosa, mentalmente estrecha, que le fuera proporcionada en el seminario donde estudió, al que bien se aplicaría la definición de Salomón Reinach’s: “Una suma de escrúpulos que impiden el libre uso de las facultades humanas”.

Littré afirmaba que la ciencia podía resolver todos los problemas. Por su parte, Berthelot, químico y filósofo, dió énfasis a la ciencia positiva como la ciencia ideal que todo lo podía explicar y resolver; sostenía, además, que la ciencia era suficiente para moralizar a la humanidad, cosa que sabemos que es inexacta: y como si esto fuera poco, opinó que “las ideas morales, como todas las demás, dependen de las ciencias experimentales”. En forma semejante, Brunschwieg creía en la posibilidad exclusiva de mejoramiento moral de la humanidad mediante la ciencia, considerando la “cultura científica como la base de la renovación de los valores espirituales”.

El pensamiento alemán también recibió una fuerte influencia del materialismo científico y filosófico. A través de un proceso dialéctico, Ludwig Feuerbach (1804-1872), filósofo materialista integral, opinaba que “la naturaleza y no Dios, es lo que ocupa el primer lugar —y la naturaleza es, en esencia, la materia”. Según su modo de ver las cosas, “Dios no hizo al hombre, sino que el hombre hizo a su Dios, y el hombre no es nada más que un producto de las fuerzas mecánicas de la naturaleza”. Plate compartía las mismas ideas, afirmando, en 1907, que “la materia existe. De la nada no nace nada: en consecuencia la materia es eterna. No podemos admitir la creación de la materia”. De igual modo, Svante Arrhenius, en 1911, afirmó que “la opinión de que alguna cosa pueda nacer de la nada está en contraste con el estado actual de la ciencia, según la cual la materia es inmutable”.

Dentro del pensamiento materialista-evolucionista, Ernesto Haeckel (1834-1919), naturalista y filósofo, se convirtió en el pontífice del monismo, que es una nueva teoría filosófica que pretende sustituir la religión como creencia en un Dios Creador. T. H. Huxley, en Evolution and Ethics, establece las bases de un humanismo evolucionista, aseverando que “todo hombre es capaz de dar una razón de la fe que hay en él”; de esto se desprende la fe del hombre de ciencia en la creencia de que basta la ciencia para obtener el mejoramiento y el progreso moral del hombre. Su nieto Julián Huxley, en 1957, se convirtió en el propagador de una nueva religión sin revelación, dentro de una concepción humanista-evolucionista, que desarrolla una creencia absoluta en la ciencia, y en el hombre: “Mi fe está en las posibilidades del hombre; espero el éxito de mis razones para esa fe”.

A propósito de los intelectuales que pretenden hacer del cientificismo una religión, Taine declara: “Ellos también (los intelectuales) constituyen una jerarquía clerical, porque enseñan dogmas y enseñan una fe… La ciencia es una religión… ya que tiene sus dogmas y reúne a sus fieles en una gran iglesia”. Esto creía Berthelot: “Es la ciencia la que proporcionará a las sociedades humanas leyes y una organización justa y racional”. Estas ideas se difundieron a tal punto en Francia, que Lavalle manifestó lo siguiente: “El racionalismo es en Europa una especie de filosofía nacional”.

La creencia racionalista-materialista, cultivada por el cientificismo, es una paradoja enorme, porque: “El mundo, según esta nueva perspectiva (científica), no tiene un fin, un sentido ni significado. La naturaleza no es más que materia en movimiento. Los movimientos de la materia no están gobernados por ningún fin. sino por fuerzas ciegas y leyes”. Esta es la declaración hecha en 1948 por W. T. Stage. Además, según este mismo autor, “la creencia en la irracionalidad de todas las cosas es la quinta esencia de lo que se llama la mente moderna”.

Notemos esta concepción de J. Huxley: “Los dioses son creaciones del hombre, son representaciones personificadas de las fuerzas del destino, con su unidad proyectada en ellos por el pensamiento y la imaginación humanas”. Esta concepción sería aplicable al paganismo, pero Huxley comete un gran error cuando incluye en esa misma categoría al Dios del cristianismo. porque no acepta la revelación bíblica de un Dios personal. Por eso concluye: “El tiempo está maduro para el destronamiento de los dioses de las posiciones dominantes que ocupan en nuestra interpretación del destino, en favor de un sistema de creencia de tipo naturalista”. “Nosotros que tenemos el arte, la ciencia y la filosofía, no necesitamos la iglesia”, decían antes Renán y F. Buisson. Buisson declaró en 1904: “Estamos familiarizados con la idea de que un pueblo puede vivir sin religión. Durante 30 años nos hemos esforzado por dar un creciente vigor a esa noción”.

En resumen, la filosofía del cientificismo, con pretensiones de suficiencia experimental en todo y para todo, se destaca peligrosamente por sus audaces objetivos: sacar a Dios del universo; sustituir el cristianismo por el racionalismo materialista; endiosar al hombre y las posibilidades de sus conquistas científicas; resolver mediante la cultura científica y artística, y por la compensación monetaria y alimentaria, todos los problemas intelectuales, morales, espirituales, económicos y sociales de la humanidad, con el fin de hacerla realmente feliz. Esta es la gran utopía materialista, el gran sueño del cientificismo, que, ante la luz de la historia y de los hechos, no pasa de ser una fantástica imaginación, pues, en la realidad, no puede haber felicidad sin Dios. Y sin la afirmación y la realización de los valores espirituales, el mismo progreso se transforma en una gran locura que termina por aplastar al hombre bajo el peso de la masa material, hasta aniquilarlo.

Sobre el autor: Profesor de Teología del Colegio Adventista de Brasil.