Las características únicas de la vocación profética en Ezequiel
El libro de Ezequiel representa un reto hermenéutico para los lectores de la Biblia hebrea. Su tema general es el kavod divino –es decir, la gloria de Dios–, que expresa el tema de la santidad como un atributo de la esfera celestial y también como una exigencia para el pueblo de Dios. Como partícipes de un pacto con el Señor, los israelitas debían esforzarse por preservar la gloria de Dios, para que su pureza y soberanía se manifestaran continuamente sobre toda la Creación.
El mensaje profético de Ezequiel iba dirigido a los israelitas exiliados en Babilonia. Para ellos, el cautiverio representaba el punto culminante de la decadencia y la humillación, ya que Israel había rechazado y abandonado el pacto con Dios y experimentaría entonces la desolación causada por la retirada de la gloria divina. En este contexto se manifiestan los méritos de la reconciliación, méritos que no pertenecen ni al pueblo ni al profeta, sino que proceden únicamente de la soberanía y misericordia de Dios.
Por lo general, la figura del profeta en el AT aparece con una misión específica cuando Dios interviene en la historia: liberar al pueblo de la mano del opresor, conducirlo de vuelta a Israel, proporcionar los recursos necesarios y promover la reconstrucción de la casa del Señor. En el caso de Ezequiel, su lenguaje profético está profundamente marcado por el simbolismo del antiguo Cercano Oriente, reflejo de la cultura de la época. Aun así, ofrece al pueblo de Israel una oportunidad única para reconciliarse con su Dios y con la tierra de Sion.
El libro de Ezequiel está estructurado en tres secciones: (1) los versículos 1 al 24 tratan del juicio sobre Israel; (2) versículos 25 al 32 tratan del juicio sobre las naciones; (3) versículos 35 al 48 describen la prosperidad prometida a Israel. A pesar del escenario del juicio, la experiencia sacerdotal de Ezequiel organiza el texto en torno a cuatro aspectos implícitos pero centrales en su teología: (1) la tierra, (2) el pacto, (3) Sion y (4) el rey del linaje de David.[1] Todos estos elementos contribuyen a una comprensión más profunda de la santidad de Dios, su juicio y el sacerdocio eterno. Los diez primeros capítulos presentan mensajes sobre el alejamiento y la desafección causados por la retirada de la gloria divina, mientras que los capítulos finales describen la restauración de esta gloria en el futuro por medio del Mesías.[2]
El llamado
Ezequiel, que pertenecía al linaje sacerdotal (Eze. 1:3), fue desterrado a Babilonia en el año 597 a. C., cuando tenía unos 25 años.[3] Cinco años después, en el año 592 a. C., Dios le encomendó la función de “centinela” (Eze. 2:1-3:21). Como centinela de Israel, Ezequiel arriesgó su vida al proclamar “Así dice el Señor”, asumiendo la tarea de llevar este mensaje hasta sus últimas consecuencias.[4] Aunque había sido preparado para el sacerdocio en el templo de Jerusalén, fue a orillas del río Quebar donde comenzó a actuar directamente en el cumplimiento de los designios de Dios para Israel, misión que duró hasta el año 571 a. C., cuando puso fin a su oficio profético (Eze. 29:17).[5]
La función profética, tal como se describe en las Escrituras, no era una tarea fácil. Además de recibir el encargo de hablar a un pueblo que lo rechazaría (Eze. 3:7), el profeta sometía su propia vida a acciones simbólicas designadas por Dios.[6] Un ejemplo llamativo se encuentra en Ezequiel 24:16 y 17, cuando al profeta se le impidió llorar la pérdida de su esposa. El luto, en este caso, se hizo aún más doloroso, agónico y dramático, porque esta experiencia pretendía ilustrar las advertencias divinas sobre lo que le ocurriría al templo, y también cómo el pueblo experimentaría su propio luto ante la inminente destrucción.
Así, el profeta es quien proclama la realidad de Dios en medio de la asamblea humana, para revelar bendiciones y maldiciones mediante acciones convencionales (acordes con el contexto cultural) y simbólicas (experimentadas por él mismo). Sin embargo, más importante que los medios utilizados es comprender que el llamado profético surge como respuesta a la aparente ausencia de Dios, una respuesta que convoca al pueblo a escuchar lo que el Señor tiene que decir.[7]
No debemos olvidar que en el entrelazamiento de sus oficios -sacerdote y profeta-, el “telón de fondo” de los mensajes de Ezequiel denuncia la profanación del espacio sagrado. Su carácter sacerdotal es esencial para comprender la gravedad de la depravación espiritual del pueblo a lo largo de la historia de Israel, sin dejar de subrayar el juicio venidero como instrumento de purificación.
Como sacerdote, Ezequiel lamenta profundamente el camino corrupto de la nación. ¿Por qué? Porque el nombre del Señor había sido profanado continuamente. Ante el abismo moral de Israel, la función profética pretendía restablecer el orden y hacer que Dios volviera a ser el centro de la espiritualidad de su pueblo.[8]
El profeta y el mensaje
En general, los profetas del Antiguo Testamento apuntan a la venida del Mesías, y Ezequiel no es diferente. En el libro, dos profecías en particular evocan directamente la figura del Mesías. La primera está relacionada con la imagen del pastor (Eze. 34).[9] El mensaje contra los pastores infieles denuncia su omisión: en lugar de cuidarlas, protegerlas y alimentarlas, dispersaron y destruyeron el rebaño. Este escenario de desolación se invirtió cuando el Señor se proclamó redentor y verdadero pastor de Israel. Dios mismo se comprometió a buscar y cuidar a sus ovejas, estableciendo con ellas una alianza eterna (vers. 25). En la literatura joánica, el Buen Pastor es el que establece su alianza con las criaturas más pequeñas (Juan 10). A diferencia de los pastores infieles, dio voluntariamente su vida por ellos.
En este contexto, el pastor es también un rey: alguien que cuida y juzga entre sus propias ovejas. La expresión “mi siervo” (Eze. 34:24) conlleva el sentido de una relación oficial con el Señor e indica un elegido para una función específica. Este nuevo rey sería alguien de entre el pueblo, elevado a una posición real, pero enteramente sumiso a la realeza divina –tal como debería ser todo el pueblo.[10]
En el capítulo 37, Ezequiel aparece en el valle de los huesos secos, una escena ciertamente grotesca para un levita/sacerdote. Había ocurrido una catástrofe: muchos huesos se habían secado. Estos huesos representaban a la casa de Israel. La muerte era el imperativo dominante en la visión del profeta, que estaba llamado a compartir la impureza y la desolación de aquella escena. Sin embargo, es el Señor quien guía al profeta a través del Espíritu. Es él quien le lleva a reconocer que solo Dios conoce todas las cosas. A partir de ese momento de ruina y muerte, comienza una nueva creación, causada por el Espíritu Santo (vers. 9): entra en ellos y el ser humano es restaurado.
En la segunda parte del capítulo 37, la imagen del rey se presenta finalmente a través de otros elementos simbólicos. En este contexto, los trozos de madera simbolizan las dos naciones dispersas y espiritualmente muertas. El trozo de madera de José representa el reino del Norte; el de Judá, el reino del Sur. Una vez más, es la intervención divina la que conduce a la restauración: el Señor une los dos maderos, formando un solo pueblo, resuelto a adorar su nombre. Además, la profecía apunta al establecimiento de un gobernante de la línea de David, que asumiría un gobierno nacional, heredaría las promesas mesiánicas y promovería la reunificación de la casa de Judá e Israel.
Este nuevo rey serviría como guardián del pueblo, la tierra y el modo de vida, según los designios del Señor y la alianza establecida con Él. Así, el mensaje davídico-mesiánico proclamado por Ezequiel en el exilio reafirmaba que la alianza con Dios no había terminado.
“Hijo del hombre”
Aunque el título “Hijo del Hombre” se asocia comúnmente con el Mesías (Dan. 7:13, 14) –y es uno de los títulos más utilizados para referirse a Jesús (Mat. 16:13; 24:30)–, en Ezequiel la expresión ben ‘adam (“hijo del hombre”) se refiere al propio profeta. Al mismo tiempo, en Ezequiel 1:10 y 26 aparece una figura similar a un ser humano, descrito como “hombre” (Eze. 8:2), que en otras ocasiones interactúa con Ezequiel, especialmente en los capítulos finales del libro. Curiosamente, a partir del capítulo 40 aparece la figura de un hombre con aspecto de bronce, que conduce al profeta a través de una serie de visiones y mediciones, revelándole progresivamente la restauración del templo. A través de esta interacción, el profeta es conducido a “ver” el retorno de la gloria de Dios, que volverá a habitar entre los habitantes de la tierra.
A partir de esta imagen, es posible trazar un significativo paralelismo textual con la visión de Apocalipsis 1:12-20, que presenta a Cristo glorificado. La descripción joánica comparte notables similitudes con la figura del “hombre” retratado en Ezequiel. La dinámica de ser llevado en visión a “ver”, así como los elementos descriptivos de la apariencia (cf. Eze. 1:26-28), son retomados y ampliados por Juan, ofreciendo una visión más clara de quién es este ser que interactúa con el profeta.
Esta figura, descrita como un “hombre”, parece tener acceso ilimitado a la presencia divina y habla con autoridad, tanto en términos de omnisciencia como de portador de la voz del propio Señor. Por tanto, es plausible entender que este “hombre” que guía a Ezequiel es el propio Cristo preencarnado, que actúa como mediador entre Dios y el profeta por medio del Espíritu Santo.
Por eso, en Ezequiel 1:26 al 28, el profeta experimenta una realidad que transforma radicalmente su propósito existencial, cuando Dios mismo lo conduce en visión a contemplar al Señor entronizado en la gloria. En esta revelación, el centinela contempla al único Ser digno de ocupar el trono: Dios. Él se manifiesta como soberano –una representación iconográfica recurrente entre las deidades del antiguo Cercano Oriente– en su tabernáculo, el templo de Sión (cf. Sal. 76:1-5).[11] En cambio, al ser llamado “hijo del hombre”, a Ezequiel se le recuerda constantemente su humanidad.
Luego de contemplar “la visión de la gloria del Señor” (Eze. 1:28), el profeta cayó al suelo de bruces, como muerto. En cierto sentido, esta escena simboliza la condición de toda la humanidad: postrada ante Aquel que manifiesta la gloria divina (Eze. 2:1). En la secuencia narrativa, el profeta se levanta para escuchar la voz del Señor y es llevado por el Espíritu Santo[12] (Eze. 2:2; 2:1-7; 3:1), ya que es precisamente a través de este poder vivificador que los seres humanos se convierten en partícipes de la voluntad de Dios.
La presencia del Espíritu Santo y su íntima relación con la figura del “hombre” permiten a Ezequiel “ver”, “ser llevado” y “vivir”, a pesar de su naturaleza limitada. Esta experiencia, sin embargo, no se limita al profeta: representa la realidad de todos los que se dejan conducir por el Espíritu Santo en la misión de centinela.
Vocación plena
El profeta necesita situarse como mediador ante Dios,[13] participando directamente en la acción simbólica y en los oráculos divinos. En este sentido, es posible identificar en el libro de Ezequiel una dinámica funcional que anticipa el ministerio de Jesús. Así, la apropiación por parte de Cristo del título de “Hijo del Hombre” tras la encarnación refleja su naturaleza divina y humana sui generis –una realidad ya vislumbrada en la aplicación de este mismo título a la figura mesiánica en la visión escatológica de Daniel (Dan. 7:13, 14). La expresión sirve, entonces, para recordar que Cristo, aunque pertenece al género humano, es singular en su esencia: el propio Logos encarnado, como anunciaron los profetas mesiánicos, Ezequiel entre ellos.
En la perspectiva joánica, Jesús se presenta como la culminación de la tradición profética (Juan 5:39; 7:25-31). Al igual que Ezequiel, cuyo ministerio se caracterizó por la resistencia del pueblo (Eze. 3:1-9; 13:22, 27), las acciones y palabras de Jesús también fueron recibidas con escepticismo y negligencia por los israelitas (Juan 1:10, 11). A pesar de las señales que realizó (Juan 7:31), la falta de fe y la incredulidad de la gente se convirtieron en catalizadores de su rechazo, como ejemplifica la resistencia de los nazarenos a reconocerle como profeta ungido (Mar. 6:4).
Los milagros realizados por Jesús fueron ignorados por los nazarenos, más apegados a sus raíces genealógicas terrenales que a su origen divino. Solo lo veían como un hijo de Nazaret, y no como el Hijo del hombre. No reconocían que el propósito de Jesús era cumplir la voluntad del Padre, actuando con total sumisión a la voluntad divina (Juan 5:38), en pos de la salvación de sus hijos (Juan 20:31).
El Hijo del hombre, Jesucristo, vino a dar testimonio del evangelio del Reino a todos. En su vida, todas sus acciones estaban encaminadas a la salvación de la humanidad. Su deseo era renovar el pacto con Israel; sin embargo, el pueblo lo rechazó y, por lo tanto, sufrió las consecuencias de la ruptura de ese pacto. Algo similar ya había ocurrido con el profeta Ezequiel, el centinela del Señor, también llamado “hijo del hombre”.
Conclusión
El profeta Ezequiel tiene características únicas en el oficio profético. Se dedicó a proclamar el mensaje divino de juicio y salvación a Israel. Su vida, originalmente destinada al sacerdocio, se transformó radicalmente por la misión profética que se le confió. Recibió un título con implicaciones mesiánicas, pues actuó como centinela del Señor, encargado de advertir al pueblo de las maldiciones que caerían sobre Israel si seguía descuidando la gloria de Dios. Los oráculos del juicio, por tanto, no son meramente condenatorios, sino que constituyen una oportunidad para el arrepentimiento y la salvación mediante el aliento vivificador del Señor.
De este modo, el futuro glorioso de Israel, según el profeta Ezequiel (cap. 34 y 37), solo sería posible mediante Aquel que cumple plenamente los requisitos específicos de Pastor y Rey. En las Sagradas Escrituras, solo Jesús de Nazaret es presentado como Aquel que posee innatamente esas cualidades, siendo el único capaz de ser verdaderamente humano y, al mismo tiempo, sentarse en el trono de la gloria como Dios.
Sobre el autor: Ezinaldo Pereira es Profesor de Teología en la UNASP. Ygor Melo es estudiante de Teología en la UNASP
Referencias
[1] Daniel I. Block, Beyond the River Chebar: Studies in Kingship and Eschatology in the Book of Ezekiel (James Clarke, 2013), pp. 7-9.
[2] Ezinaldo U. Pereira, “O Sentido da Sentença Hebraica ‘porás/levarás a iniquidade sobre ele’ em Ezequiel 4:4-8” (tesis de maestría, Escola Superior de Teología, 2022), p. 28.
[3] Francis D. Nichol, ed., Comentário Bíblico Adventista do Sétimo Dia (Tatuí, SP: Casa Publicadora Brasileira, 2013), v. 4, pp. 619, 620.
[4] Gerhard Rad, Teologia do Antigo Testamento (Targumim, 2006), p. 646.
[5] Leslie C. Allen, Ezekiel 20-48 (Word Books, 1998), p. xxx.
[6] Lucas A. I. Martins, “Encenação e Maldição: Uma Introdução às Ações Simbólicas dos Profetas da Bíblia Hebraica” (tesis de maestría, Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas da USP, 2015).
[7] Walter Brueggemann, An Introduction to the Old Testament: The Canon and Christian Imagination (Westminster John Knox Press, 2012), pp. 224-226.
[8] Bruce Waltke, Teologia do Antigo Testamento: Uma Abordagem Exegética, Canônica e Temática (Vida Nova, 2015), pp. 900, 901.
[9] Brueggemann, An Introduction to the Old Testament, pp. 224, 225, 231-233.
[10] Block, Beyond the River Chebar, pp. 33, 34.
[11] Walther Eichrodt, Ezekiel: A Commentary (The Westminster Press, 2003), pp. 58, 59.
[12] Eichrodt, Ezekiel, p. 61.
[13] Pereira, “O Sentido da Sentença Hebraica ‘porás/levarás a iniquidade sobre ele’ em Ezequiel 4:4-8”, p. 68.
