Querida amiga:
Te vi hace algún tiempo cuando, radiante de felicidad, hacías las últimas compras y dabas los retoques finales a tu hermoso traje de novia. Pensé en el día de tu casamiento, en la belleza de la ceremonia, en tu alegría al realizar el más ansiado deseo femenino y en la confianza con que enfrentas el futuro al lado del hombre que elegiste, un joven obrero.
Hoy ya eres esposa, y lejos de los seres amados, de los mimos del hogar paterno, de la madre que soluciona todos los problemas y de las despreocupadas ‘horas juveniles, comienzas a vivir una nueva vida de privilegios y responsabilidades que le tocan a la esposa de un obrero. Y yo me pregunto si acaso todas las jóvenes que se apasionan por esos denodados varones que eligen la carrera ministerial, aman también el trabajo a que ellos han dedicado su vida. Sí, porque no es suficiente amar al hombre. La tarea de salvar almas requiere el esfuerzo conjunto del marido y la esposa que se aman, pero que aman igualmente y con intensidad la obra que se les ha confiado y a la cual se dedican con entusiasmo.
En la vida de un obrero consagrado hay alegría y lágrimas, y es el privilegio de la esposa identificarse con él en las circunstancias favorables o adversas.
Muchas veces sucede que hay necesidad de reprimir un buen deseo, de renunciar a un proyecto feliz, de abandonar un plan muy acariciado, para servir a la causa del Evangelio. Y esto, algunas veces, nos produce contrariedad. Femeninas como somos, deseosas de una atención y compañía constantes, planeando cada día pequeñeces que llenan de júbilo un corazón de mujer, nos vemos en la necesidad de quedar solas durante largos días, o aparentemente pasamos inadvertidas cuando, absorbido por el trabajo de una serie de conferencias o ensimismado por serios problemas de la iglesia, el esposo parece doblarse bajo el peso de la tremenda responsabilidad pastoral. Y es precisamente en ese tiempo difícil cuando entra en escena, cual ángel del bien, la esposa del ministro. Apartándose de las emociones puramente afectivas, le corresponde ser, en palabras y actos, un estímulo y un consuelo para el esposo en esas horas sombrías.
Pida la esposa del obrero sabiduría y tacto a Dios para constituirse en una bendición para la iglesia. Tenga su lengua sana y sus dedos ágiles. Sea discreta y comprensiva. Posiblemente, cuando soltera, se haya acostumbrado a las comodidades de la casa paterna y a los artefactos que facilitan las tareas del hogar, y que de pronto, como joven esposa, se encuentra sin esas ventajas. Tal vez haya coleccionado apetitosas recetas culinarias y planeados menús que no le sea posible preparar por falta de ingredientes. O quién sabe si su esmerada cultura sufra un desencanto, al tener que tratar con una congregación de nivel intelectual bien inferior al suyo. O que sus maravillosas toallas y manteles de lino y otras prendas tengan que permanecer guardadas a causa de la inclemencia del clima o para no ofrecer un contraste chocante con la roña humilde de los miembros de la iglesia. Puede ser que se ansíe su presencia para organizar o suscitar entusiasmo en la Sociedad Dorcas, o para infundir nueva vida al departamento infantil de la escuela sabática. Quizá tenga que hospedar durante algunos días, a uno o más hermanos, o bien el marido llegue inesperadamente con dos personas para almorzar. Tal vez en algunas iglesias, hermanas poco consagradas y habladoras la critiquen por su inexperiencia, por el traje, por la actitud. ¿Qué hacer frente a toda estas situaciones embarazosas y desanimadoras?
La esposa de un obrero, que ama el trabajo del marido, se mantendrá serena y animosa frente a cualquier circunstancia. Su celo por la causa de Dios y su amor por el compañero no le permitirán amargarse o mostrarse quejosa y abatida, aumentando el fardo que ya pesa sobre los hombros del pastor. Antes bien, sobreponiéndose a los arduos problemas que le impone la vida, por la gracia de Dios, podrá aliviar la carga de mu has vidas vacilantes. Y después, cuando pase cada crisis, cuán dulce es disfrutar junto al esposo amante el gozo de la victoria sobre las embestidas del enemigo común, y compartir las alegrías, las muchas y grandiosas alegrías de la vida pastoral.
Sí, querida amiga, comprendes cuáles son los deberes de la esposa de un obrero y estás dispuesta a desempeñarlos con cariño. Amas a tu esposo y consideras muy honrosa tu posición. Y así lo es delante de Dios. Que él te conceda su gracia para enfrentar los difíciles días venideros, y que los hijos de tu hogar vean en ti a la mujer virtuosa, cuyo valor excede al de las perlas.
Tu amiga y hermana en Cristo, Yolanda.