Querido viejo:
Hoy no pude hablarte. Llegaste media hora después de que almorzáramos, y yo ya había salido. Y en la mañana, cuando te fuiste, yo estaba durmiendo.
Y entiendo… que el templo recién inaugurado tiene deudas pendientes… que había dos cheques para pagar y que no había dinero con qué hacerlo.
Pero… quería hablarte. Tal vez el problema es que desde que comenzaste a ser departamental, perdimos el contacto que existía entre nosotros… dejamos de ser tan amigos como antes. Tú salías casi todos los fines de semana, y aquí estabas tan abrumado con tu trabajo que temíamos interrumpirte. Claro que tú nunca lo dijiste, pero comprendemos que la Obra de Dios es más importante que los “simpáticos” problemas que puede tener un adolescente, que en si mismos son sólo pequeños asuntos de niños, aunque a uno le parezcan enormes problemas existenciales.
El punto es que hoy necesitaba hablarte, pero cuando llegué, ya te habías acostado con un gran dolor de cabeza. No me hubiera molestado si no hubiese sido porque día a día, hace más de tres semanas, deseo hablar contigo y cuando tuve la oportunidad de hacerlo no me atreví… te había perdido la confianza.
En lo que se refiere a nuestros problemas, los de hombres, viví los primeros años de mi adolescencia solo. Tú lo sabes. No tenías tiempo para aconsejarme. Y yo fui el único que sufrió ese problema; mis hermanos mayores los habían superado con tu ayuda. El otro, el menor, todavía es muy pequeño; sólo yo sentí esa necesidad, tal vez por eso no lo notaste.
La primera vez que le di je a una chica que la quería y, además, le tomé la mano, no estuviste a mi lado, y quise contártelo. Si no te lo contaba a ti, ¿a quién? Mis hermanos mayores me habrían reprochado porque sólo le tomé la mano. Mamá me hubiera ayudado, pero éste es asunto de hombres.
Poco a poco me fui acostumbrando a la idea de no contar contigo; uno no puede tener todo lo que quiere.
Hace veintitrés días que quiero hablar contigo, pero tú eres pastor, y no tienes mucho tiempo. Y yo. debo entenderlo, soy hijo de pastor. (Esto tiene sus ventajas y sus desventajas. Una es la bandeja con más comida en los campamentos de la iglesia, y otra es la repetida frase de la señora que vio mermada su producción de ciruelas por causa nuestra, y que dijo: “¡Con que hijo de pastor! ¿eh?”. Sin olvidar, claro está, otra serie de ventajas y desventajas que ambos conocemos).
¡Qué cosa! Quise hablarte y no pude. Quise contarte algo de hombres y no hubo tiempo. Quise sentirte mi padre, pero estabas agotado. Luché, pero la iglesia ganó la partida.
Hoy pienso que ya no necesito hacerlo, desde que le dije a esa chica que la quería y tomé su mano, me fui enfrentando solo al mundo. Ya me estoy acostumbrando.
¿A quién voy a culpar? (Siempre se busca a alguien ¿no?) A ti tal vez, pero no lo haré. Amas demasiado a la iglesia, te sientes mensajero de Dios con la misión más importante encomendada a hombre alguno: fuiste apartado para el santo ministerio.
¿A la iglesia entonces? Tampoco. Los hermanos no saben de nuestros problemas. No imaginan que aparte de todos los múltiples problemas de un pastor existe una familia que depende de él y lo necesita.
¿A Dios? Es el único que queda. No. ¡Por supuesto! El en su Omnisapiencia te ha llamado a su servicio, junto a mamá. Te ofrece el ministerio al precio de una vida enteramente consagrada a Él.
En todo caso ya no es mi preocupación buscar culpables. Sólo necesitaba decirte que hace veintitrés días estoy triste y necesito tu ayuda. Pero no recurriré a ti, casi no somos amigos. Estoy aceptando la idea, aunque creo que nunca me acostumbraré del todo.
¡Qué le voy a hacer! Soy hijo de pastor y, a diferencia tuya, yo no lo elegí.
Sobre el autor: es un joven estudiante e hijo de departamental que escribe desde Temuco. Chile.