La vida pastoral también está amenazada por peligros, trampas y dificultades. Pero debemos descartar la idea de colgar nuestras arpas.

Sobre el desolado monte reposaban las ruinas de una ciudad que en el pasado había sido el lugar sagrado de un pueblo altivo y próspero. Sus muros y sus torres todavía señalaban hacia el cielo con su esplendor. La cúpula dorada de ese magnífico templo resplandecía al contacto de los rayos del sol del mediodía; largas caravanas serpenteaban dentro y fuera de los muros de sus centros comerciales. Se podía notar por todas partes la bendición de Dios.

Pero el pueblo de esa ciudad se apartó del Señor. Se volvió egoísta y desprovisto de principios. Su pecado fue la causa de su decadencia, porque así como “la justicia engrandece a la nación […] el pecado es afrenta de las naciones” (Prov. 14:34). El fuego y la espada destruyeron la ciudad, y sus habitantes fueron llevados cautivos a Babilonia. En el Salmo 137 encontramos a algunos de esos cautivos sentados en las márgenes de los ríos de Babilonia. Ese salmo destaca el lamento común de un pueblo que sabía lo que era el sufrimiento y el exilio.

En realidad, en la tierra de su exilio los israelitas se vieron libres de muchos sufrimientos, pero su disgusto parecía imposible de soportar; su tristeza por haber perdido a Sion les resultaba abrumadora. Y los babilonios, al parecer, se solazaban con el vituperio de los cautivos: “Los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos. Y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cánticos de Sion” (vers. 3). Pero, aunque disfrutaban de abundancia, los israelitas se lamentaban pesarosos y manifestaron dudas agobiantes: “¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños? (vers. 4). Y no quisieron cantar. Colgaron sus arpas silenciosas “en los sauces” del río (vers. 2).

La decisión de los israelitas de colgar sus arpas ciertamente fue una equivocación. No quisieron cantar las glorias de Sion porque su capital estaba en ruinas y sus seres queridos habían perecido víctimas de las fuerzas de esa potencia idólatra. Al no querer tocar sus arpas, estaban perdiendo una gran oportunidad. Si hubieran cantado, habrían demostrado la magnificencia de la gratitud. ¿No nos ordena la Escritura, acaso, “Dad gracias en todo” (1 Tes. 5:18)? Podrían haber demostrado que la presencia del Señor no está limitada por la geografía, y que nada nos puede separar de su amor (Rom. 8:38). Pero, en lugar de eso, prefirieron permanecer callados, rumiando su dolor en silencio.

Alabemos en toda circunstancia

El desafío de cantar los cánticos del Señor en tierra extraña no es nuevo. Mucha gente enfrenta el dilema de cómo ser espiritual en el trabajo sin ser extremistas; a otros, les parece difícil cantar y conservar el optimismo frente a las dificultades, los reveses y las pérdidas. Algunos, al parecer, ya están predispuestos por temperamento al pesimismo; otros permiten que los pecados pasados les roben la alegría, y se resisten a confesarlos y abandonarlos. Silencian sus arpas, las ponen en el armario y se niegan a cantar en suelo extraño.

Y es verdad que, a veces, echamos de menos nuestra verdadera tierra. Cuando pensamos en las condiciones que imperan en muchas prisiones, ¿no nos sentimos tentados a extrañar esa patria celestial? ¿No nos sentimos en suelo extraño cuando oímos hablar de secuestros, violaciones, asesinatos, robos, guerras, abuso infantil y violencia en todas sus formas? Este mundo no es nuestro hogar.

Israel debería haber cantado. Desgraciadamente, la música y el regocijo estaban lejos de su corazón. La ira y el deseo de venganza les sacudían el alma. Sí, Dios parecía estar distante, pero ni siquiera la dureza de las circunstancias justifica que colguemos nuestras arpas. Jesús nos dejó un claro ejemplo de disposición a cantar hasta en medio de la tempestad del sufrimiento e incluso frente a la cercanía de la muerte. Además, la alabanza produce libertad. Sí, los israelitas deberían haber cantado.

Rechacemos la idea de colgar nuestras arpas, comprometiéndonos a poner en práctica tres cosas: Primero, descartemos la idea de usar las circunstancias difíciles como excusas; segundo, sigamos el ejemplo de Jesús, quien cantó en medio del sufrimiento; y tercero, permitamos que la alabanza nos libere. La práctica de estos consejos ejercerá una influencia liberadora en nuestras vidas.

La excusa de las circunstancias

No es raro que nos comportemos como si nuestra experiencia fuera única. Pero Pablo nos recuerda, en 1 Corintios 10:31, que las pruebas que enfrentamos son las mismas que sufre el resto de la humanidad. Otra gente viaja con nosotros por el país extraño de la caída, la frustración y el temor. Muchos de esos santos aprendieron a cantar a pesar de las luchas; por lo tanto, no tenemos excusa.

Un amigo pastor quería consolar a una mujer a quien le habían amputado una pierna. Cuando entró en la habitación del hospital, antes de que pudiera decir una sola palabra, ella le dijo: “Pastor, le doy gracias a Dios porque es muy bueno. Podría haber perdido las dos piernas”. Había aprendido a cantar los cánticos del Señor en tierra extraña.

Posteriormente, en Babilonia, Daniel y sus tres compañeros, los valerosos hebreos, decidieron no recurrir a excusas. Propusieron en su corazón, en cambio, seguir el régimen de alimentación que honraba a Dios. Resolvieron no apartarse de la estricta integridad, y no se inclinaron ante la estatua del rey cuando la música los invitaba a eso. Escucharon otra melodía, proveniente de un Ser celestial, que los capacitó para vivir íntegramente incluso en tierra extraña.

Cierta vez, un amigo animaba a Sócrates a aprovechar la oportunidad de escapar de la muerte. Pero el filósofo le respondió que “lo realmente importante no es vivir, sino vivir bien, y vivir bien significa vivir honrada y justamente”. Se nos llama a vivir honradamente mientras cantamos los cánticos del Señor en tierra extraña.

El ejemplo de Cristo

Jesús fue extranjero en este mundo. Dejó la alabanza de los querubines y los serafines para venir a este planeta con una misión salvadora. Se lo despreció y rechazó (Isa. 53); soportó el abuso y los malos tratos; sus parientes y amigos íntimos con frecuencia tampoco lo comprendieron. Este planeta, para Jesús, era realmente tierra extraña, pero él no colgó su arpa.

Sólo una vez se nos dice, en el Nuevo Testamento, que Jesús cantó (Mat. 26:30), y lo hizo precisamente en la noche de su traición. Cantó después de lavar los pies de los discípulos. Cantó mientras la sombra de la cruz descendía nítidamente sobre su camino. Cantó mientras Judas se apresuraba a traicionarlo. Cantó después de terminar la última cena. Sí, cantó cuando estaba listo para enfrentar las angustias del Getsemaní y del Calvario. Si Jesús pudo cantar en una extraña tierra de sufrimiento, nosotros no tenemos excusas para no hacerlo.

El canto que libera

Confundimos al enemigo, a Satanás, cuando cantamos los cánticos de Dios en tierra extraña, pues en nuestro Señor habita la alabanza (Sal. 22:3). El enemigo espera que reaccionemos ante las dificultades de la vida con quejas y desesperación, pero la alabanza nos lleva a la presencia del Señor. El no querer colgar nuestras arpas nos da un ánimo que proviene de Dios.

Pablo y Silas fueron arrojados injustamente en la cárcel (Hech. 16:11- 40). Los azotaron sin someterlos primero a un juicio justo, sin darles la oportunidad de defenderse. Pasaron por este extraño mundo de la injusticia; pero en lugar de colgar sus arpas, cantaron, y los otros presos los oyeron. Su jubiloso canto ejerció tal influencia sobre el cielo, que la tierra tembló y las cadenas se rompieron, porque la alabanza es libertad.

Nuestra vida, incluso la de nosotros, los pastores, está amenazada por peligros, trampas y dificultades. Pero debemos rechazar la idea de colgar nuestras arpas. Nuestro Salvador ha prometido estar con nosotros, incluso en tierra extraña. Es poderoso para librarnos de caer (Jud. 24). Ha prometido, también, suplir todas nuestras necesidades según sus riquezas en gloria (Fil. 4:19). Ha ido a preparar un lugar para nosotros, y prometió volver a buscarnos para llevarnos a vivir por la eternidad con él (Juan 14:1-3).

Aun en tierra extraña siempre hay motivos para cantar.

Sobre el autor: Doctor en Filosofía. Jefe de capellanes de la marina norteamericana.