“Habiendo relegado la gloria que tenía con el Padre, Jesús se autolimitó al vientre de una virgen, nació en Belén, vivió como un hombre entre los hombres, se entregó a la muerte de cruz, fue sepultado y resucitó victorioso. Ascendió al cielo para ocupar su trono glorioso, donde, según Pablo, Dios también le exaltó hasta lo sumo, Y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que […] toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor” (Fil. 2:9, 11). De ese modo, el señorío de Cristo es el Punto nodal de su obra redentora, “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom. 14:8, 9).

El mensaje del señorío de Cristo es fundamental en las Escrituras. Una vez que se hace realidad en la vida de cualquier persona, todos los demás requerimientos de la vida espiritual serán cumplidos espontánea y placenteramente.

La aceptación del llamado al ministerio pastoral presupone sumisión completa y absoluta a la soberanía de Jesús. Eso significa que él se convierte en el regente, el Maestro; Señor absoluto de todo lo que somos y tenemos; Señor de los aspectos particulares, íntimos, invisibles, secretos de nuestra vida, al igual que de los exteriores, públicos, visibles; Señor de nuestros pensamientos, sentimientos y emociones; Señor de nuestro querer y actuar. Señor de nuestros sueños y realizaciones, proyectos y conquistas.

Pastorear bajo el señorío de Cristo implica obediencia sin reservas. Haremos lo que nos ordena; entregaremos lo que nos pida. Iremos donde nos mande. Revelaremos la disposición incondicional que Samuel aprendió de Eli: “Habla, porque tu siervo oye”; y expresada por Isaías: “Heme aquí, envíame a mí”. A fin de cuentas, como escribe Mario Veloso en su comentario homilético sobre el Evangelio de San Mateo: “Cristo es nuestra promesa, nuestra realidad y nuestra vida. Con él nada nos falta, aunque parezca que nos falte todo. Con él somos victoriosos, aunque la victoria parezca distante. Con él somos hijos de Dios, aunque el demonio nos reclame como suyos. Con él vivimos seguros, aunque la inseguridad nos asalte a cada paso. Si angustiados, en él confiamos. Si afligidos, caminamos con él. Si perseguidos, a él huimos. Si calumniados, confiamos en él. Por Cristo vivimos y para él morimos. Nada nos intimida. Nada nos espanta. Nada nos detiene. Somos libres en Cristo y de Cristo esclavos somos. Somos sus testigos, sus colaboradores, sus siervos, sus embajadores. Su propiedad somos. Su obediencia es nuestra obediencia. Su justicia, justicia nuestra. Sus obras, nuestras obras. Él es nuestra conciencia y la fortaleza de nuestras acciones. Él es nuestra alegría y el gozo de nuestra vida. Nuestra vida es él, y él es todo lo que somos. Nada queremos que no sea suyo, nada que nos aparte de él. En él vivimos, y nos movemos y somos. Él es todo, para nosotros, en todo”.

Sobre el autor: Director de Ministerio, edición de la CPB.