¿Qué hago aquí? La pregunta me golpeó fuertemente mientras permanecía sentado inmóvil en una larga banca de pino en la sala de espera del juzgado regional. “Señor, soy un esposo que ama a su esposa, un padre y un pastor. Y sin embargo estoy aquí, en el juzgado de divorcios”. Jamás me habría imaginado en esta situación. Todos los matrimonios de la tierra podrían desintegrarse, pero no el mío. ¡Sencillamente esto no puede estar ocurriéndome!
Pero así era. No importaba cuánto me pellizcara mentalmente para despertar de una pesadilla, la escena era real. Mi esposa quería el divorcio.
Yo estaba sentado al lado de mi abogado durante un tiempo que me pareció una eternidad, mientras el temor y la confusión se revolvían dentro de mi estómago. A mi alrededor, la sala hervía de actividad. Abogados con portafolios se desplazaban a la carrera por todos lados. Empleados del tribunal portando documentos oficiales pasaban de prisa junto a mí. Los guardias de seguridad uniformados revisaban a cada persona que entraba. En un extremo de la oscura sala una máquina de expendio de alimentos permanecía recostada contra la pared, y parecía como si se molestara cada vez que alguien tenía la audacia de ordenar café o un pastelillo. En medio de todo aquel trajín la gente estaba dolorida: decenas y decenas exhibían caras largas y tristes. Se revolvían impacientemente en sus asientos, revoloteaban como moscas, esperando ansiosamente su “día ante el tribunal”.
Yo era uno de ellos. Todo parecía un cuadro surrealista, como una pintura de Dalí. Mientras observaba aquella escena de la corte, mi mirada fue atraída hacia mi esposa. Ella también estaba sentada en una larga banca, enfrente de mí, a unos diez metros de distancia. Una actitud firme y decidida surcaba su frente. Con frecuencia se inclinaba y le susurraba algo a su abogado, como si temiera que yo fuera a escuchar su “estrategia”. De tanto en tanto lanzaba miradas furtivas en la dirección donde yo estaba, quizá evaluando cómo manejaba yo la presión.
¿Preocupada por mí? Ya no. Ella se había embarcado en una misión para “convertirse en una persona libre y sana”. Y de alguna manera aquello implicaba dejarme a mí fuera de su vida.
¿Era ésta la misma mujer que yo había conocido en la universidad hacía 25 años? En aquel entonces, después de unas pocas citas, los dos supimos que el amor flotaba en el aire. Dos años después estábamos casados. Y ahora nos encontrábamos aquí, tras haber recorrido muchos kilómetros juntos, mirándonos el uno al otro a través del piso de mosaico de un campo de batalla legal.
“¿Cómo podía ser posible esto?”, me preguntaba en mi dolor. Esta es la mujer que amo, la madre de mis tres hijos. Mi amiga. ¡Mi esposa! ¿Cómo podía ella hacer esto?
Ella ya no me ama
Aquella experiencia del tribunal, dura como ella sola, representaba el bienvenido final de un difícil camino de 18 meses que la había precedido, cuando las esperanzas de reconciliación subían y bajaban como una montaña rusa.
—Sujétate bien, David —me había aconsejado un amigo—, porque gran camino te resta. Y así había sido, dejándome emocional y físicamente exhausto. El golpe del mazo del juez señaló el fin legal de aquella agonizante experiencia de “ella me ama, ella no me ama”.
Fue durante la fiesta del 14 cumpleaños de mí hijo mayor cuando escuché por primera vez las malas nuevas. Nuestra fiesta familiar estaba en todo su apogeo pero noté que mi esposa no estaba presente. La encontré en la recámara, enroscada en nuestra cama.
—¿Qué pasa? —le pregunté. Su respuesta me sacudió hasta el mismo centro de mi alma. Yo no tenía la menor idea de que lo que estaba a punto de revelar en ese momento, se había estado infiltrando en su mente durante largo tiempo.
—David, no sé cómo decirte esto, pero no creo que te siga queriendo todavía. ..
—¿Qué dices? -reaccioné jadeante.
—Siento que ya no te quiero más —repitió.
No hubo advertencia, no había revelado ningún cambio en su conducta, ningún indicio o señal verbal, ninguna insinuación, ni siquiera en las áreas más íntimas de nuestra vida matrimonial, de que ella estuviera luchando. ¿Había sido yo un estúpido por no haberme dado cuenta de la tormenta que se estaba formando en su alma?
Le supliqué que reconsiderara o al menos fuera conmigo a ver a un consejero profesional. No. Nada ni nadie la podía disuadir del divorcio. Muchos lo intentaron.
Demasiado ocupado la mayor parte del tiempo
Una de las más destructivas tentaciones durante un proceso de divorcio es el de empezar el “juego de culparse mutuamente”. En mí representaba un intento pasivo-agresivo de castigar a mi esposa por divorciarse de mí sin aceptar ningún recurso. Pero sólo era el leve disfraz de una invitación a evitar considerar la parte que yo había desempeñado.
—David —me aconsejó un amigo—, si vas a hacer frente a esto constructivamente, piensa en cómo pudiste contribuir al fracaso de las relaciones. Culparla a ella no tiene caso, resulta contraproducente.
Piadoso consejo. Esto me inició en un viaje retrospectivo. Me di cuenta que había estado demasiado ocupado la mayor parte del tiempo. Muchos pastores que leen esto saben perfectamente de qué estoy hablando. ¡Demasiados miembros con demasiadas necesidades! Demasiadas reuniones. Bodas. Funerales. La atención aceptable de aquello es un enorme desafío que no siempre he manejado bien. Para cuando terminé de consumir mi reserva de energía emocional en favor del rebaño, no me quedaba suficiente para mi esposa.
Yo la amaba tiernamente y con frecuencia se lo comunicaba con palabras. Pero demasiado a menudo aquellas palabras no estaban apoyadas por los hechos.
Mi esposa siempre me había asegurado valientemente: “Dios me llamó a apoyarte, David. En eso consiste mi ministerio”. Ella hablaba de esto regular y convincentemente, y yo le creía. Y lo que es más, ella misma lo creía. Pero al final comprendimos que ambos nos habíamos estado engañando. Mientras tanto, yo continuaba cumpliendo mis “deberes” pastorales, regocijándome cada día de que el Señor me hubiera favorecido con una esposa tan amante y leal. Con frecuencia me recordaba a mí mismo: “Seguramente ningún otro pastor es más afortunado que yo”.
Sus propios problemas emocionales, no resueltos desde la niñez, seguramente eran un factor en su erupción de resentimiento que finalmente hizo explotar el matrimonio. Sin embargo, debo reconocer que mi sobrecarga en la obra pastoral contribuyó al colapso de la relación.
Otras mujeres
Yo aprendí otras cosas en el análisis retrospectivo de nuestro fracasado matrimonio. Por ejemplo, comprendí cuán ciego había sido con respecto a los celos de mi esposa por la atención que yo daba a otras mujeres. Siendo su pastor, las mujeres se acercaban a mí frecuentemente en busca de apoyo en sus crisis. Llamadas telefónicas, sesiones de consejería, y silenciosas conversaciones en una esquina del supermercado eran ocurrencias comunes. Todas eran parte del ministerio pastoral. ¡Nada del otro mundo!
No para mí, quizá, pero ciertamente mucho para mi esposa. Ella se estaba sintiendo marginada emocionalmente por mí, y la atención que daba a otras mujeres producía erupciones volcánicas de la lava ardiente de los celos. Ella con frecuencia me aseguraba: “No tengo un solo hueso celoso en mi cuerpo”. Y la verdad era lo opuesto. Sus sentimientos de consternación y celos eran tan intensos que se veía forzada a negarlos, incluso ante ella misma. Y por supuesto, no le ayudaban los frecuentes comentarios de las mujeres de la iglesia como éste: “David es tan sensible a los sentimientos de las personas”. Mi esposa sonreía dulcemente ante tales expresiones, pero por dentro le hervía la sangre. “Él les presta atención a otras mujeres, pero ¿qué en cuanto a mí?” Una pregunta provocativa. Y justificada.
Vida nocturna mal orientada
Mi autopsia de nuestro fallido matrimonio también reveló que yo permitía que demasiadas actividades programadas de la iglesia reemplazaran a “nuestra noche afuera juntos”.
—David, ¿quién está tomando nuestro lugar? —era la pregunta obligada de mi esposa todos los fines de semana. Todos los fines de semana apartábamos al menos una noche para nosotros, sin los niños. No faltaban salidas juntos. El problema era que la mayoría de mis actividades estaban relacionadas con la obra de la iglesia; ellas nos permitían pasar una noche agradable afuera, pero poca oportunidad para nutrir nuestro matrimonio.
Siempre estábamos con otras personas; gente relacionada con mi trabajo. Salir juntos para una cita romántica, sólo para nosotros, parecía una gran idea, pero tres factores impedían, por lo general, que se realizara. En primer lugar, ambos estábamos cansados por una exigente semana de labores. En segundo lugar, nos disgustaba dejar a los niños con una niñera una noche más. Y tercero, hacerlo era muy costoso. Así que el año pasaba, y nuestro matrimonio se debilitaba.
Ninguna relación amorosa puede avanzar sin que las ruedas de la intimidad sean lubricadas frecuentemente, particularmente en el caso de una relación matrimonial. Esto requiere esfuerzo deliberado e intencional. Yo lo sabía en teoría. En la práctica, simplemente me engañaba a mí mismo pensando que nuestro matrimonio era tan fuerte que no necesitaba un mantenimiento constante. ¡Triste error!
Su propia Identidad
Más allá de todo lo dicho, yo fallé al no ayudar a mi esposa a desarrollar su propia identidad. Esencialmente nuestro modus operandi era: “La responsabilidad de una esposa es edificar la identidad de su marido. La responsabilidad del marido es saborear eso con buen gusto”. Yo lo sentía maravillosamente, pero para mi esposa era devastador. Mientras yo estudiaba durante cinco años en la escuela de posgrado, ella trajo fielmente “los frijoles a casa”, mecanografió mis monografías, y en general hizo todo lo que pudo para ayudarme. Cuando finalmente ya estuve en el ministerio tiempo completo, la misma dinámica continuó. ¡Empujar, empujar, empujar! Hacer que su esposo se vea bien. Ayudarle a escalar la cima del éxito. Tal es el papel de una esposa piadosa. Esto parecía ser su pensamiento, y el mío también. Es posible que hubiera dado resultado con nuestros padres, pero con nosotros fue un error.
Mi esposa tenía una buena educación con elevadas ambiciones profesionales. Ocultarlas durante años en interés del esposo y la familia fue alienante para ella. Imaginándose una estrella en su propia noche, llegó a alimentarse bajo la sombra de lo que ella experimentaba como el reflejo de mi gloria. Trágicamente, no fue sino hasta meses después de habernos separado que se aventuró a discutir el problema conmigo.
—¿Por qué no me hablaste de esto antes? —le reclamé dolorosamente. Su respuesta fue: —Yo sabía que no podría manejar esto y seguir casada. Era un asunto de identidad básica. Yo necesitaba llegar a ser una persona integral por primera vez en mi vida—. Oír esto me disgustó y dejó profundamente triste.
No basta ser diligentes
Mi viaje retrospectivo a la intimidad de mi matrimonio concluyó con el descubrimiento de que no importa cuán tiernamente yo amara a mi esposa, yo no la había amado “como Cristo amó a la iglesia” (Efe. 5:25). Un pensamiento solemne cruzó por mi mente, especialmente porque yo había predicado con profunda convicción sobre este texto muchas veces. ¿Fue aquello hipocresía deliberada? No, fue una negligencia inconsciente y sutil.
Poco tiempo después de enterarme de que mi esposa quería romper nuestro matrimonio, recuerdo que le dije al oído una vez ya muy avanzada la noche: “¿Por cuáles cosas de tu vida quisieras que yo orara?” Su respuesta me sorprendió. Yo esperaba una larga lista de preocupaciones, pero ella me dijo: “David, qué hermosa pregunta me has hecho”. Las lágrimas fluyeron lentamente de nuestros ojos. Yo sentí, sin articularlo, que la pregunta había puesto en el tapete un profundo vacío en nuestras relaciones. ¡Con cuánto sentido del deber nos habíamos amado el uno al otro! ¡Cuán diligentes habíamos sido en el manejo de las responsabilidades de nuestro matrimonio! Pero algo faltó. Creo que era el espíritu vivificante de Jesucristo.
La integridad me compele a reconocer que muchas veces no amé a mi esposa como Cristo amó a la iglesia. Con mucha frecuencia caí en la cama en la noche, cansado por el arduo trabajo en la obra de Dios, sin detenerme a considerar si había amado a mi esposa sacrificialmente ese día. Con mucha frecuencia no acaricié el espíritu de mi esposa en mis momentos de tranquila oración intercesora. Con mucha frecuencia ignoré sus sufrimientos, y no depuse mi vida en un amante intento de rescatarla de ellos. Ahora sé que esto es lo que significa amar a una esposa como Cristo ama a la iglesia. Sólo lamento que lecciones como éstas, de tan gran importancia, se aprendan muchas veces en las cenizas de los sueños rotos.
Quizá nada de lo que yo pude haber hecho hubiera evitado mi divorcio. Probablemente aunque yo hubiera sido el esposo ideal, mi esposa se dirigía hacia una segura colisión con un pacto frustrado. Nunca lo sabré. Pero una cosa sé: Dios es un Dios grande y amante, y el quebrantamiento que ocasiona el fracaso, no importa del tipo que sea o sus causas, no tiene por qué tener la última palabra. Yo celebro el hecho de que en mi vida no la tuvo.