Ha comenzado en los Estados Unidos una nueva era tecnológica que despierta al mismo tiempo esperanza y aprensión: la era de la automatización. Existen en ese país unos once mil computadores electrónicos que realizan lo que el hombre jamás conseguiría hacer.
Algunos ejemplos solamente bastan para proporcionar una idea de la revolución promovida por esas máquinas automáticas. Hay innumerables fábricas de calzado que funcionan electrónicamente. El computador de cada máquina produce mil pares de zapatos de cada tamaño y modelo, y los almacena. Los pedidos se hacen electrónicamente. Un solo empleado anota los pedidos. Cuando se hace necesario aumentar el almacenamiento de mercancía, el computador vuelve a accionar la máquina para producir todos los zapatos que sean necesarios.
En Nueva York hay un gran laboratorio que produce centenares de productos químicos y farmacéuticos. Un solo empleado recibe los pedidos, los registra en una máquina, y los productos son preparados, envasados, puestos en cajas y hasta llevados a la expedición, sin la intervención humana, solamente mediante procesos electrónicos.
Los médicos, informa un diario de San Pablo (23-3-64), podrán conocer el estado de sus pacientes mediante una “enfermera electrónica”. Un aparato puede atender a 25 pacientes graves simultáneamente, anotando el estado del corazón, la respiración, la temperatura y la presión de la sangre. Este aparato, conocido como Tele monitor ITT, puede dar la señal de alarma cuando el paciente manifiesta alguna anomalía en su condición.
Este notable progreso técnico está creando problemas sociales y económicos y efectuando cambios imprevisibles en la vida humana. Es verdad que esta automatización aumentará la comodidad y el bienestar de los hombres, creando nuevas pautas de progreso. Pero también es evidente que surgirán algunos problemas cruciales que no han sido previstos por los optimistas.
El mercado del trabajo sufrirá una grave crisis. Se anticipa que por lo menos 2.200.000 obreros y empleados serán eliminados anualmente. Esto significa que semanalmente serán despedidos 40.000 operarios, con lo cual se creará la “industria del ocio”.
De acuerdo con las estadísticas, cada año cerca de 4.000.000 de norteamericanos alcanzan la edad adulta. Muchos de ellos, cuando procuren una ocupación remunerada, descubrirán que ya no existe el empleo en que habían pensado, porque las máquinas tomaron el lugar del hombre.
Pero, en esta época cuando los cerebros electrónicos comienzan a ocupar el lugar del ser humano, destacamos la inexistencia de sustitutos para el predicador. No importa cuántos instrumentos electrónicos o mecánicos existan, no hay sustituto para la comunicación personal del Evangelio. La relación de Dios con el hombre, el ministerio de la palabra, siempre ha ocupado y ocupará un lugar prominente.
Se atribuye a Juan Calvino la siguiente declaración: “Suprimid la Palabra y desaparecerá la fe”. Efectivamente, sin la Palabra de Dios no hay fe; y también, sin la palabra del hombre tampoco existirá la fe. Son muy significativas las preguntas de Pablo: “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? (Rom. 10:14).
Una de las maravillas del evangelismo es que el Señor no se vale de procedimientos mecánicos, pero sí de instrumentos humanos en la conquista de almas para Cristo. Él podría utilizar otros recursos para hacer esta obra. Sin embargo, en sus insondables designios decidió valerse de los hombres para que lleven a cabo este sublime cometido. Por eso bien dijo un predicador: “En el cielo no encontraremos redimidos que no tengan en sí las impresiones digitales de otra persona”.
Cuando Cristo interceptó los pasos de Saulo en el arenoso camino de Damasco, bien pudo revelarle directamente el plan de la redención. Sin embargo le dijo: “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hech. 9:6). Y Dios dio a Ananías la responsabilidad de guiar al arrepentido Saulo por el camino de la justicia.
El ángel que apareció ante Cornelio no le reveló toda la historia de la cruz. Pero le ordenó: “Haz venir a Simón… él te dirá lo que es necesario que hagas” (Hech. 10:5, 6).
“El ángel enviado a Felipe podría haber efectuado por sí mismo la obra en favor del etíope; pero no es tal el modo que Dios tiene de obrar. Su plan es que los hombres trabajen en beneficio de sus prójimos” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 90).
Dios siempre buscó a un hombre para la realización de sus designios.
Buscó a un hombre para llevar las luces del Evangelio al mundo narcotizado por la filosofía del paganismo —y encontró a Pablo, el audaz legionario de la cruz.
Buscó a un hombre para liberar a su pueblo, organizarlo como nación, darle su ley y conducirlo a la tierra prometida —y encontró a Moisés.
Buscó a un hombre para restaurar la obra de las misiones —y encontró a Guillermo Carey, uno de los mayores milagros de Dios en toda la historia.
¿Podríamos acaso imaginar la extraordinaria obra de la Reforma sin Lutero o Calvino? ¿Podríamos por ventura concebir el gran reavivamiento del siglo XVIII sin Juan Wesley, Carlos Wesley y Whitefield? ¿Y las cruzadas de Finney y Moody no están inseparablemente asociadas a esos consagrados evangelistas?
Evidentemente, Dios reservó al hombre el incomparable privilegio de tomar con una de sus manos la de la Divinidad y con la otra la del alma perdida, completando así la obra de reconciliación.
El Dr. Gordon imaginó la siguiente conversación entre el ángel Gabriel y Jesús, inmediatamente después de la ascensión:
—Maestro —pregunta Gabriel— ¿moriste por todo el mundo, verdad?
—Sí —responde Jesús.
—Debiste sufrir mucho.
—Sí.
— ¿Todos los habitantes del mundo lo saben?
—Oh, no. Lo saben solamente unos pocos, en Palestina.
—Bien, Maestro, ¿cuál es tu plan para hacer que el mundo perdido sepa que moriste para salvarlo?
—Bueno, pedí a Santiago, Andrés y a algunos otros que se encarguen de proclamarlo a otros, y esos otros a su vez a otros, y así sucesivamente, hasta que el último hombre de la tierra haya escuchado la historia y sentido su poder.
—Si —replicó Gabriel—, pero supongamos que Pedro y Juan fracasen. Supongamos también que sus descendientes, sus sucesores, allá por el comienzo del siglo XX estén tan ocupados con muchas cosas, que procuren obtener el aplauso del público, y dejen de hablar durante todo el tiempo y no narren la historia tal como la escucharon. ¿Qué ha de acontecer entonces?
—Gabriel —respondió Jesús con un dejo de tristeza—. No tengo otro plan; dependo exclusivamente de ellos. (A. E. Prince, Cristo é Tudo, pág. 41.)
La “industria del ocio” que ahora amenaza al mundo como consecuencia de la automatización, jamás contará entre sus filas a los que fueron llamados por Dios a la obra del ministerio, pues el Señor no finalizará su obra sin la cooperación de los instrumentos humanos.
La Sra. Elena G. de White escribió: “Mediante los hombres han de comunicarse al mundo sus bendiciones y ha de brillar su gloria en las tinieblas del pecado. Por su ministerio amante deben ellos encontrar al pecador y al necesitado para guiarlos a la cruz” (Id., pág. 266).
Los cerebros electrónicos podrán sustituir al hombre en muchas actividades; sin embargo, jamás serán capaces de sustituir al hombre como co-obrero de Dios en la salvación de los perdidos.