Cómo ministrar a corazones heridos.

El matrimonio estaba ansioso por el nacimiento de su primer hijo. El parto fue exitoso y todos estaban contentos. Pocos días después, el padre, la madre, algunos parientes cercanos y yo estábamos en un cementerio, mirando un cajón pequeño. El niño había muerto. La tristeza ocupó el lugar de la alegría. ¿Qué decir a los padres? ¿“Confíen en Dios, que todo saldrá bien”? Leí versículos de la Biblia, oré y me quedé con ellos. ¿Qué hubieras dicho tú? ¿Qué habrías hecho?

En otra ocasión, una estudiante de Inglaterra vino a los Estados Unidos para hacer estudios de posgrado. Durante la temporada navideña, ella fue a Nueva York a pasar las vacaciones con algunos jóvenes de nuestra iglesia. Una noche de sábado, el grupo estaba juntando fondos para proyectos comunitarios cuando, al cruzar la calle, un vehículo la atropelló. Lamentablemente, pocas horas después, la joven falleció.

Era mi primer año de ministerio y el funeral de esta joven era el primero que oficiaba como pastor. Mientras leía un pasaje bíblico, la madre, afligida, con lágrimas en el rostro, se acercó al lado del cajón. Paré de leer y me quedé a su lado.

¿Qué decirle a aquella madre? ¿“Confíe en Dios, y todo saldrá bien”? No dije nada; solo me quedé a su lado. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Habrías dicho algo? Desde aquel día, siempre que voy a Londres pienso en aquella joven. Pienso en su madre, y aún no tengo nada para decir. Acepto la realidad de su muerte y espero por su resurrección, pero no entiendo por qué ocurrió eso.

Mientras tanto, un pastor no puede escapar del texto bíblico que proclama: “Dios mío, en ti confío” (Sal. 25:2). ¿Qué significa confiar en Dios? ¿Cómo podemos confiar en él cuando el dolor nos oprime? ¿Cómo animar a otros a confiar cuando estamos luchando para hacerlo?

Reconoce tus limitaciones

Las palabras son una herramienta fundamental de los pastores, y muchas veces nos sentimos compelidos a decir algo. ¿Cómo ministrar a aquellos que están pasando por un dolor profundo? ¿Qué decirles? ¿Cómo podemos ayudarlos a confiar en Dios cuando él parece estar lejos? A veces podemos sentir la necesidad de hablar, aun cuando no debemos. Sin embargo, es necesario evitar palabras que no ayudarán o podrán incluso herir.

Evita palabras vacías. El libro de Job comienza con una lista de desastres increíbles. El patriarca quedó devastado. “Después abrió Job su boca y maldijo el día de su nacimiento” (Job 3:1, LBLA). En determinado momento, afirmó: “No tengo reposo ni estoy tranquilo, no descanso, sino que me viene turbación” (vers. 26, LBLA).

Sus amigos se sintieron en la necesidad de decir algo. “Cualquier cosa”, pensaron, “¡sería mejor que el silencio!” Elifaz, entonces, comenzó a hablar y, entre otras cosas, le dijo a Job: “Recapacita ahora; ¿qué inocente se ha perdido? Y ¿en dónde han sido destruidos los rectos?” (Job 4:7).

Elifaz se sintió impulsado a hablar, pero ¿qué hizo? ¿Consolaron sus palabras a Job? Paul Gibbs escribió: “Elifaz intenta construir un castillo de consolación para Job”.[1] Sin embargo, construyó un castillo de arena que se desmoronó inmediatamente. O –como afirman Edwin y Margaret Thiele– “Elifaz, el prototipo del visitante de hospital que tiene buenas intenciones, pero que dice las palabras equivocadas, espera impacientemente por la oportunidad de contarle a Job por qué ocurrió todo”.[2] Elifaz probablemente se haya sentido mejor porque hizo alguna cosa. “Dije algo”, él pudo haber razonado; “era mejor que quedarse callado”. Para Job, sin embargo, las palabras de Elifaz solo trajeron más dolor.

El Nuevo Testamento también ilustra la influencia de las palabras. La transfiguración, narran los evangelios, fue un acontecimiento extraordinario para los tres discípulos que estaban con Jesús. Dos de ellos se quedaron sin palabras, pero como Tom Wright lo presenta, “Pedro necesitaba decir alguna cosa” (Mat. 17:4, New Testament for Everyone). O, como escribió Lucas: “Pedro no sabía lo que decía” (Luc. 9:33, BLPH). Cuando estamos con alguien que está pasando por una experiencia dolorosa, nuestras palabras bien intencionadas no siempre ayudan. Cuando no sabemos qué decir, es mejor quedarnos callados. Si tenemos que decir algo, tal vez lo más apropiado sea decir: “Lo siento mucho”.

No digas que sabes lo que las personas están experimentando. Los pastores quieren identificarse con la persona que está sufriendo o pasando por una experiencia dolorosa. Es tentador decir que pasamos por algo semejante, pero necesitamos reconocer que cada experiencia es única. La persona puede habernos contado solo una parte de la historia porque otros detalles son muy dolorosos o porque no nos conoce bien o lo suficiente para decir todo.

No intentes explicar lo que está ocurriendo. Tenemos la tentación de querer explicar por qué algo ocurrió o por qué alguien está pasando por grandes desafíos personales. ¿Qué le dirías a los padres de un niño que nació con graves problemas de salud? ¿O qué decirle a un hijo que perdió a sus padres a causa de COVID-19? ¿Les dirás que es por causa del pecado? Aunque sea verdad, esas palabras no responden las preguntas más profundas ni hacen que el dolor desaparezca. Sea cual fuere la respuesta que demos, otras preguntas estarán esperando aparecer. Nuestras explicaciones suelen traer más preguntas.

Jesús, nuestro Señor y Salvador, nuestro amigo Sufriente, clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mat. 27:46). Así fue como Jesús se sintió en aquel momento, y por eso utilizó las palabras de David en el Salmo 22:1. Tenemos la tentación de decirle al que clama: “¡Todo saldrá bien!” Y es cierto, finalmente así será. Pero en ese momento de desesperación, es más fuerte el sentimiento de abandono que el optimismo. Así fue como se sintió Jesús. Y es así como pueden sentirse otros también.

Oye y comparte

Aunque sea importante no hacer o decir ciertas cosas, debemos ministrar a las personas. Las situaciones y las personas son diferentes, y cada pastor es único. Sin embargo, tenemos que ministrar a las personas que están pasando por dolores. A continuación, presento algunas sugerencias:

Desarrolla una relación de confianza. Había un hombre que era una celebridad de la radio, y su cara estaba en carteles por toda la ciudad de Nueva York. Varios años antes, él había participado en nuestra iglesia del curso “Cómo dejar de fumar” y, después de eso, comenzó a ayudarnos contando su historia a nuevos grupos del proyecto. Conversábamos regularmente sobre situaciones de la vida. Él imaginaba que Dios era una “ecuación matemática perfecta” impersonal. Cierta noche, sin embargo, ese hombre me dijo que su esposa estaba pasando por una cirugía grave, y que su imagen de un Dios impersonal no era suficiente para consolarlo ante la crisis. A esa altura, nuestra relación se había desarrollado tanto que me sentí cómodo al sugerirle que oráramos. Y así lo hicimos. Después de la oración, él me pidió orar, pero no sabía cómo hacerlo. Tener la oportunidad de orar con él solo fue posible a causa de la amistad que teníamos.

Nuestro ministerio es más efectivo cuando dedicamos tiempo para desarrollar relaciones con aquellos a quienes ministramos. Por eso la visitación y otros contactos son importantes. Como resultado, miembros y visitantes obtienen confianza en nosotros y, finalmente, podemos ayudarlos a confiar en Dios.

Oye. Oír es fundamental, y eso incluye más que solo oír palabras. Sé consciente de tus expresiones faciales, postura, movimientos de los ojos, acciones y reacciones: todos son importantes en el proceso de comunicación.

Me invitaron a volver a una iglesia que había pastoreado algunos años antes y que oficiara en el funeral del primer anciano. Cuando llegué al velorio, vi a la esposa del anciano sentada cerca del cajón. ¿Qué podía decirle? Me senté a su lado, y ninguno de los dos dijo nada. Después de un tiempo, ella dijo: “¿Qué voy a hacer sin él?” Mi silencio le envió un mensaje poderoso y, entonces, estuvo lista para hablar.

Reconoce la realidad del dolor. Decirle a una persona que está pasando por una crisis en su matrimonio: “Lamento mucho que estés pasando por esto” es mucho más eficaz que decir “Yo sé por lo que estás pasando”. Ya sea un divorcio, la muerte de un ser querido, la pérdida de un empleo u otra crisis personal, el pastor no puede sentir el dolor como lo experimenta la persona. El dolor es una experiencia singular.

Comparte las Escrituras. La Biblia reconoce la realidad de las luchas que enfrentamos y nos da esperanza. Las personas que están pasando por un problema encontrarán consuelo en las Escrituras y debemos compartir con ellas textos bíblicos de ánimo. Lo que la Biblia no hace, sin embargo, es responder todas nuestras preguntas. ¿Qué podemos responderle a un padre cuyo hijo recién graduado de Medicina acaba de morir, víctima del coronavirus? Podemos mostrar pasajes bíblicos que nos dicen que es a causa del mal. Pero ¿por qué entró el mal en el mundo? Podemos señalar otros textos, pero cada respuesta solo trae otro “¿por qué?” Es de entender que nos concentremos en los “porqués”. Las Escrituras, por su lado, se enfocan en el “cómo” Dios nos rescata.

La Biblia no responde todas las preguntas que tenemos. Reconoce la existencia del mal y del dolor. Nos invita a admitir esa realidad y nos enseña que, al mismo tiempo, Dios provee un plan de rescate. Cuando restaure el Universo a su estado original, responderá nuestras preguntas, y entonces, solo entonces, entenderemos algunas situaciones por las que pasamos. Hasta ese momento, confiamos en el plan de Dios. Ese es el mensaje que necesitamos compartir.

Ora con ellos y por ellos. Reserva un tiempo para preguntarles a las personas en luto si puedes orar con ellas y avísales que estarán en tus oraciones. Eso les traerá consuelo y le dará al Señor una oportunidad de hablarte al corazón y decirte qué desea que hagas por ellas.

Conclusión

William Miller, que temprano en su vida no creía en un Dios personal, se convirtió en un estudiante de la Biblia y en un seguidor de Jesús. Él predicó muchos sermones en los que invitó a las personas a creer en Cristo. Su llamado era “vuela, vuela en busca de socorro al Arca de Dios, a Jesucristo, el Cordero que una vez fue inmolado”.[3]

A causa de su predicación y de la predicación de otros colegas, un gran número de personas también creyó en el retorno literal de Cristo entre 1843 y 1844. Pero, Jesús no vino cuando lo esperaban. Muchas personas, incluyendo a Miller, quedaron devastadas. Algunos abandonaron la fe y no confiaron más en el Señor. Miller, sin embargo, no vio su fe desvanecer. Él todavía confiaba en Dios, y expresó esa confianza profunda al construir una capilla al lado de su casa donde él, su familia y algunos amigos adoraban al Señor. En la pared, detrás del púlpito de esa capilla, están las palabras: “Porque al tiempo señalado, será el fin”.

Cuando tenemos una relación así con Dios, podemos ministrar a los demás y animarlos a confiar en él. Entonces, aquellos a quienes ministramos confiarán “en Dios así como un niño confía en un padre amante”.[4] La confianza es más fuerte que las calamidades que experimentamos. La confianza no provee todas las respuestas, pero nos permite avanzar y estar al lado de quien necesita de nosotros.

Sobre el autor: editor jubilado de la revista Ministry.


Referencias

[1] Paul T. Gibbs, Job and the Mysteries of Wisdom (Nashville, TN: Southern Publishing Association, 1967), p. 79.

[2] Edwin y Margaret Thiele, Job and the Devil (Boise, ID: Pacific Press, 1988), p. 43.

[3] William Miller, Evidence From Scripture and History of the Second Coming of Christ: About The Year 1843; Exhibited in a Course of Lectures (Boston, MA: Joshua V. Himes, 1842), p. 174.

[4] Elena de White, El discurso maestro de Jesucristo (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2010), p. 94.