Cómo llegar a los despreciados

Cuando ayudamos a las personas en sus momentos de dolor y angustia, practicamos la verdadera compasión. Es en estas ocasiones, marcadas por sufrimiento físico, emocional o mental, que más necesitan nuestra atención. Jesús es el mejor ejemplo en este sentido. Se acercó a los necesitados cuando estaban en su crisis más profunda. En este artículo, discutiré la forma en que Jesús trató a una mujer despreciada y sufriente.

Atención personalizada

Los Evangelios registran que Jesús tuvo una relación personalizada con muchas personas, sirviéndolas en todos los sentidos: física, social y espiritualmente (Mat. 4:23). Vivió para sanar y salvar a los oprimidos. Elena de White señaló que había pueblos enteros donde no se oía un gemido de dolor en ninguno de sus hogares, porque Jesús había pasado por ellos y había sanado a todos sus enfermos.[1]

Fue también un Maestro por excelencia, que llamó y alentó, de manera personal, a sus seguidores. Cada persona recibió un trato diferente. A Andrés y a Juan les dijo: “Venid y ved” (Juan 1:39); a Pedro, le dejó ver que ya lo conocía: “Tú eres Simón, hijo de Juan, pero ahora te llamarás Cefas” (Juan 1:42); a Felipe lo invitó diciendo: “Sígueme” (Juan 1:43); a Natanael, le aseguró que ya conocía sus preocupaciones: “debajo de la higuera te ví” (Juan 1:48); a Nicodemo, lo ayudó personalmente a comprender el plan de redención (Juan 3:1-15).

Jesús trató a cada persona en su nivel de madurez espiritual. Y no sanó a todos de la misma manera. Por ejemplo: Jesús fue al encuentro del paralítico de Betesda que estaba enfermo desde hacía 38 años y lo sanó un sábado, sabiendo que sufriría la persecución por parte de las autoridades judías (Juan 5); Jesús restauró social y espiritualmente a la mujer acusada de adulterio (Juan 8:1-11); a un ciego de nacimiento, Jesús le colocó barro sobre los ojos y le ordenó que se lavara en el estanque de Siloé, para devolverle la vista (Juan 9; a diferencia de lo que hizo con el ciego Bartimeo; comparar con Mar. 10:46-52). A algunos los sanó de lejos, como al siervo del centurión (Luc. 7:1-10); pero a otros los sanó de cerca, como a la suegra de Pedro (Mar. 1:29-31).

La mujer que caminaba encorvada fue llamada por Jesús “hija de Abraham” (Luc. 13:16). La mujer con flujo de sangre escuchó las dulces palabras del Salvador: “Hija, tu fe te ha salvado. Ve en paz y sé libre de este mal” (Mar. 5:34). Otra mujer –esta vez, una extranjera– escuchó esta alabanza de Jesús: “¡Mujer, qué fe tan grande tienes! Que se haga como quieres”, y curó a su hija (Mat. 15:28).

Ten en cuenta que, aunque Dios hizo a los seres humanos iguales, no los hizo idénticos. Cada persona obtuvo del Creador características peculiares y recibe de él un trato personalizado. En su ministerio, Cristo demostró que estuvo y está interesado en la salvación de cada individuo. Elena de White escribió: “Cada alma es tan plenamente conocida por Jesús como si fuera la única por la cual murió el Salvador”.[2] A continuación veremos la historia de una mujer despreciada que encontró el cuidado amoroso de Jesús.

La samaritana

En Juan 4:1 leemos sobre un desacuerdo menor entre Jesús y los fariseos. Para evitar dificultades tempranas en su ministerio, decidió regresarse a Galilea. Sin embargo, no dejó de lado su misión. La Biblia dice: “Y tuvo que pasar por la región de Samaria” (Juan 4:4). Jesús sabía que, a la mitad del viaje, una mujer necesitaría de su ayuda.

En el calor del mediodía, cansado del viaje, Jesús se sentó junto al pozo de Jacob en Sicar. Mientras tanto, sus discípulos fueron al pueblo a comprar comida. Aunque no era costumbre que alguien se acercara al pozo a esa hora del día, el relato informa: “Vino una mujer samaritana a sacar agua” (vers. 7). Así, esta extranjera se encontró por primera vez con Jesús, a plena luz del día. Ella lo vio cansado y sediento.

En una situación como esta, el silencio era la regla. Pero Jesús rompió el protocolo y la tranquilidad con la frase: “Dame un poco de agua” (vers. 7). Consideró que sería una excelente oportunidad para dialogar. Además, la mujer samaritana era la única persona que en ese momento podía sacar agua del pozo para saciar su sed.

El pedido de Jesús sorprendió a la mujer. Después de todo, estaba prohibido para un judío pedir agua a un samaritano o deberle un favor, más aún si se trataba de una mujer. Así, la respuesta de la samaritana revelaba su extrañeza: “¿Cómo, siendo judío, me pides de beber, que soy samaritana?” (vers. 9). Es como si quisiera recordarle a Jesús: “¿No te das cuenta de que los judíos y los samaritanos no se llevan bien, y que los hombres y las mujeres no se hablan en público?”

La mujer samaritana tenía razón. Un rabino judío nunca habría entablado una conversación en un lugar público con una mujer, y mucho menos habría bebido agua de la copa de un samaritano. Esto no era ni social ni políticamente correcto. Pero Jesús sabía que la mujer samaritana había pasado por varias relaciones turbulentas y necesitaba de su ayuda. Sabía que había una herida abierta en su corazón que nada ni nadie podía curar.

Incluso antes de que apareciera la mujer samaritana, Cristo sabía la razón por la que había ido al pozo a plena luz del día. El dolor de las relaciones rotas la marginó, incluso entre las mujeres. Sufrió el abuso de quienes debían ayudarla en sus dolores y angustias. La mujer samaritana era muy conocida en su pueblo, pero no fue respetada ni amada como hubiera querido.

La conversación de Jesús revela cuánto él valoraba a esa mujer; algo que ella nunca había recibido de los hombres con los que había convivido. En la ley judía, un hombre podía divorciarse de su esposa si ella lo desagradaba (Deut. 24:1). Los judíos sostenían que una mujer podía recibir una carta de divorcio dos o incluso tres veces. Sólo el marido podía otorgar un certificado de divorcio; la esposa no tenía recursos propios.

Si la ley de los samaritanos era así, entonces la mujer samaritana no solo sentía rechazo en una relación tras otra, sino además quedaba socialmente marginada. Es probable que alguna de estas relaciones rotas la haya marcado profundamente, pero en su soledad buscó llenar nuevamente el vacío de su corazón a través de las relaciones. Quizá la razón por la que no estaba casada con el hombre con el que vivía actualmente, era porque había superado el límite legal de divorcio; no lo sabemos. Solo sabemos que se sentía despreciada. Allí, Jesús se encontró con esa mujer en su momento de dolor, y le expresó una gran compasión.

Es interesante que Jesús también valoró el intelecto de la mujer samaritana. Tomó sus preguntas en serio. Ella le propuso abordar un tema religioso que separaba a los samaritanos de los judíos (vers. 21-26). Si su pregunta hubiera sido una distracción de la conversación, seguramente Jesús habría insistido en continuar con el tema anterior. ¡Pero no! Lo que preguntó la samaritana fue relevante. Además, el tema parece reflejar que esta era la manera en que buscaba aliviar su dolor. Ella estaba buscando a Dios. Y Cristo no la cuestionó en su búsqueda, simplemente puso ante ella una mejor manera de llegar allí.

Cuando la mujer samaritana entendió lo que Jesús le había revelado, se dio cuenta de algo muy importante. Notemos la progresión de su entendimiento: primero trató a Jesús como judío; luego como Uno mayor que “Jacob nuestro padre”; luego lo consideró un profeta; y finalmente, el Mesías. Ella llegó a decir: “Yo sé que vendrá el Mesías, llamado Cristo. Y cuando él venga, nos revelará todas las cosas” (vers. 25).

Jesús valoró a esta mujer al revelarle su identidad como Mesías. Esta fue la única ocasión antes de su juicio en que Jesús declaró explícitamente que él era el Mesías. Y lo hizo para esta mujer, para una persona que había sido rechazada por la sociedad. Jesús valoró a la mujer samaritana al darle respuestas. No pronunció palabras de condenación, pero trajo palabras de afirmación. Está claro que Jesús no minimizó la verdad, sino que la comunicó de una manera que mostraba respeto por la mujer como portadora de la imagen de Dios.

Jesús reveló a la mujer lo que estaba buscando. El Maestro de las emociones mostró el camino de la restauración cuando dijo que Dios es Espíritu, es decir, el que da vida. Quienes lo adoran deben hacerlo “en espíritu y en verdad” (vers. 24), es decir, deben dejar que el Espíritu de Dios more en ellos para tener vida.

En su entusiasmo, la mujer samaritana dejó a un lado su cántaro de agua y corrió de regreso a la ciudad para contarles a sus amigos y vecinos el descubrimiento de su vida: “Vengan conmigo y vean a un hombre que me dijo todo lo que hice. ¿No será él, por casualidad, el Cristo? (vers. 29).

¿Realmente Jesús le dijo todo lo que había hecho? En los pocos versos del relato, poco se registra de su biografía personal. Sin embargo, se nos deja saber que Jesús fue el primero en reconocer este dolor, en identificar su gran necesidad y en llenarla con “agua de vida”. La motivación en la vida de la mujer samaritana, por todo lo que había hecho, era terminar con su intenso dolor y necesidad de sentirse valorada y amada. Quería ser perdonada y amada incondicionalmente, simplemente, por ser quien era.

La “mujer despreciada de Samaria” se convirtió en “la evangelista de Samaria”. ¿Quién creería una historia así? Muchos en Samaria creyeron (vers. 39).

Atención espiritual

La mujer samaritana respondió positivamente al acercamiento de Jesús. El Maestro demostró cómo debemos tratar a las personas que viven en el dolor y la opresión social. Los aceptó y los resguardó, les abrió las puertas de la restauración física, emocional y espiritual.

El encuentro de Jesús con la mujer samaritana es un modelo a seguir. En él vemos la importancia del contacto personal en el proceso de evangelización. Un aspecto esencial de este enfoque es comprender que las personas, en mayor o menor medida, se enfrentan a algún tipo de dolor. No podemos comunicar la teoría del evangelio y al mismo tiempo ignorar el sufrimiento de las personas. Si Jesús solo hubiera brindado una lección teórica a la mujer samaritana, el resultado ciertamente habría sido muy diferente. Más bien, le ofreció su sensibilidad combinada en la enseñanza de la verdad.

En todo esfuerzo de evangelismo personal, por lo tanto, debemos valorar primero a la persona. Incluso con sus dificultades sociales y espirituales, cada individuo fue creado a imagen de Dios y necesita del Agua de vida. Jesús es el único que puede satisfacer los anhelos más profundos del corazón. Todo aquel que lo acepta se transforma en fuente de gracia que da vida y esperanza a muchas “samaritanas” de alrededor.

Y ahora, ¿te imaginas el resto de la historia de la mujer samaritana? ¿Te la imaginas yendo de ciudad en ciudad para contar su testimonio? ¿Cómo transformó este encuentro sus relaciones afectivas? Ciertamente, Jesús llenó cada rincón de su corazón y devolvió sentido a su existencia. Su testimonio llegó a muchas vidas y, aún hoy, toca corazones. Esta misma transformación también la puedes experimentar tú. Simplemente, ten un encuentro con Jesús.

Sobre el autor: Doctora en teología


Referencias

[1] Elena de White, El ministerio pastoral (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2015), p. 391.

[2] White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2008), p. 386.