El perdón de los pecados tiene una dimensión celestial, porque es en el santuario del cielo donde se opera la mediación en favor del pecador arrepentido.

El hombre no puede evitar las huellas de las corrientes ideológicas de sus días, como no puede escapar del aire que respira. En este sentido, no les va mejor a los teólogos que al resto de los mortales, y por ello es natural esperar que el pensamiento de los reformadores haya sido coloreado por la ideología humanista que cobró popularidad durante el renacimiento. En aquella época de transición, la focalización del interés se desplazó, desde Dios y el cielo, hacia el hombre y este mundo.

Tal clima intelectual no preparó la mente de los hombres para apreciar la doctrina del Santuario celestial, y pocos teólogos de ese período le prestaron alguna atención. Los elementos de tal doctrina estaban presentes en abundancia en los escritos, tanto del Antiguo como Nuevo Testamento, pero los tiempos no fueron propicios para apreciar su verdadero valor.

En contraste con la teología centralizada en el hombre, característica de la reforma, y con sus consecuencias, está la enseñanza bíblica de que ningún paso en la experiencia de la salvación del hombre es meramente un asunto terrenal. Jesús hizo muy claro que las experiencias espirituales como el arrepentimiento, la confesión, y el perdón tienen repercusiones en el cielo. En verdad, a la luz del Nuevo Testamento, ninguna de estas experiencias tendrían algún valor salvador sin esta resonancia celestial.

Por ejemplo, aunque el genuino arrepentimiento aparezca misteriosamente desde las profundidades del yo, nunca es autoiniciado. De acuerdo con el apóstol Pablo es siempre una respuesta al amor de Dios: “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad… ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Rom. 2:4). Olas de compasión emanan del infinito amor de Dios. La misericordia divina reclama una respuesta del alma humana, pero no se detiene allí. El circuito no está completo hasta que el arrepentimiento del hombre es aceptado, aprobado y ratificado por el cielo. Hay ‘‘gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente” (Luc. 15:7). Dios capta los profundos impulsos de arrepentimiento del alma humana, y estos tienen una enorme importancia si es que conducen al hombre a la salvación.

Lo que es válido en el arrepentimiento es aun más evidente en la confesión, su expresión audible. La confesión humilde del publicano: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Luc. 18:13), halla gozosa respuesta en el cielo. ‘‘Os digo”, dijo Jesús, “que este descendió a su casa justificado” (vers. 14). El pedido ferviente del publicano, tan sólo un susurro para los oídos humanos, encontró rápida respuesta en el corazón de Dios.

También está la confesión pública de fe en Cristo ante el ridículo o la muerte. Tal confesión, también, tiene repercusiones en el cielo: ‘‘A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mat. 10:32). El testimonio cristiano puede, aparentemente, ahogarse en medio del estrépito del escarnio o la indiferencia, pero no logra pasar inadvertido en el cielo. Permanece almacenado en la memoria del cielo, mucho mejor que en la memoria de cualquier computador terrenal.

Tampoco el perdón de los pecados es una mera transacción terrenal. ‘‘Y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mat. 16:19). Dejando de lado todas estas controversias, como el debate sobre quién está debidamente calificado para esgrimir el poder de las llaves y la discusión de qué significa el verbo “atar”, hay una verdad que se destaca del texto de una forma tan brillante como la luz del mediodía, y es que el perdón de los pecados nunca es una mera transacción terrenal. El perdón de los pecados no tiene poder salvador, a menos que sea ratificado por el cielo. La iglesia puede perdonar; la parte perjudicada puede perdonar; pero a menos que Dios perdone, ese pecado testificará contra el pecador en el juicio final.

Las Escrituras rara vez se preocupan del tema del perdón en general. Su preocupación está relacionada con el perdón de los pecados. Sin embargo, por pasado de moda que el concepto de pecado pudiera ser para el pensamiento moderno, es fundamental en la teología bíblica. El mismo plan de salvación fue concebido originalmente para abordar el problema del pecado. Es eso lo que hace que el pecado sea ofensivo para Dios y destructivo para el hombre. Rompe la armonía divino humana y coloca la voluntad del hombre en contraposición con la de Dios. Entroniza al yo donde sólo Dios debiera estar. Siendo el pecado lo que es, el perdón de los pecados en su sentido más profundo es una prerrogativa divina. Ningún pronunciamiento terrenal puede borrar su naturaleza repugnante como tampoco sus consecuencias. Esa es la razón por la que el perdón del pecado nunca puede ser solamente una transacción terrenal. Sin una ratificación celestial, el perdón nunca podrá quitar la mancha y la culpa del pecado.

Para el hombre bíblico el pecado es, primero y por sobre todo, una ofensa contra Dios. Las criaturas del Señor pueden equivocarse en el proceso, pero en último análisis Dios es la víctima de cada pecado. Por ello David confiesa humildemente: “Contra ti, contra ti sólo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4). La oración confesional de Daniel en favor de su pueblo expresa el mismo reconocimiento fundamental: “Oh Jehová, nuestra es la confusión de rostro, de nuestros reyes, de nuestros príncipes y de nuestros padres; porque contra ti pecamos” (Dan. 9:8).

El ataque del pecado orientado hacia Dios, tan claro para David y Daniel, no fue reconocido por Abelardo y sus herederos espirituales. Una concepción atenuada del pecado conduce a una valoración reducida del sacrificio de Cristo. En consecuencia Abelardo no podía comprender cómo la muerte de Cristo en la cruz pudo tener algún efecto objetivo sobre Dios. El propósito de la muerte del Señor, según enseñó Abelardo, no fue para posibilitar que Dios ejerciera el perdón, sino para hacer que el perdón fuese aceptable para el hombre. De acuerdo con él no había ningún obstáculo en la mente de Dios para perdonar al pecador, ni aún el lamentable oprobio hecho contra su ley. El único obstáculo estaba en la mente del hombre. El hombre debe estar convencido del amor de Dios antes de que pueda aceptar el perdón divino. Y la encarnación y la cruz fueron el reducido precio pagado para convencer al hombre. Abelardo anticipó en sus días la preferencia humanista que florecería algunos siglos después.

Así vemos por qué la doctrina del Santuario celestial presta un inmenso servicio al pensamiento cristiano. Obliga a los teólogos a dirigir su atención hacia el aspecto celestial del propósito de Dios. Es verdad que el hombre perdido en el pecado es el objeto de la búsqueda y la salvación de Dios. Pero la iniciativa en esa búsqueda y esa salvación está sólo en Dios y no en el hombre, como lo recalcan las parábolas de la oveja, y la moneda perdida. La encarnación es importante pero sólo porque revela el infinito amor y la condescendencia de Dios en el don de su Hijo que llegó a ser el goel y Sumo Sacerdote del hombre. La cruz es importante, no porque en ella se produjo la expiación final del pecado, sino porque instrumenta la posibilidad de esa expiación final.

La doctrina del santuario le recuerda al hombre que las decisiones finales respecto de su salvación se toman en el cielo y no en la tierra. Más bien que alentar al hombre hacia la introspección y la preocupación por su yo, la Escritura lo anima a mirar hacia lo alto, donde Dios reina soberano: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra” (Isa. 45:22). El autor de Hebreos escribe a un grupo de creyentes cuya esperanza dé salvación giraba alrededor del santuario terrenal y su magnífico ritual, diciéndoles: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb. 8:1,2). Ahora, durante la dispensación cristiana, nuestros ojos deben ser puestos en El.

En este santuario celestial Cristo realiza ahora su ministerio sacerdotal en favor de la humanidad, un ministerio que es tan vital para la salvación como lo fue el ministerio terrenal de Cristo que culminó con su muerte en la cruz. Ambos ministerios forman una unidad indivisible. Sin la encarnación y el derramamiento de la sangre en la cruz sería imposible un ministerio celestial efectivo, pues es necesario que el sacerdote tenga algo que ofrecer (véase Heb. 8:3). De la misma manera, sin la mediación celestial de Cristo, quienes están hoy en la tierra no podrían beneficiarse con el sacrificio histórico de Cristo. No podría existir un vínculo que conectara lo que se realizó en el Calvario con la actual necesidad que el hombre tiene de perdón y reconciliación. Los méritos del sacrificio de Cristo deben hoy, de algún modo, aplicarse al pecador arrepentido. Y esto lo realiza la intercesión de Cristo en el Santuario celestial. “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb. 7:25).

Luego de haber tomado sobre sí mismo la naturaleza humana, el Hijo asumió naturalmente el papel de mediador en favor del hombre. Hecho semejante al hombre en todos los aspectos, Cristo llegó a ser un “misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb. 2:17). La mediación es una parte del ministerio sacerdotal de Cristo así como lo es la expiación que ofreció en la cruz. Podemos decir además que la expiación del pecado hecha por Cristo no tendría efecto sin su ministerio de mediación e intercesión.

Como el perdón de los pecados nunca es una mera transacción terrenal, también la expiación tiene repercusión celestial y no es meramente una transacción terrenal que ocurrió una vez y para siempre. El ministerio de reconciliación de Cristo es una extensión de la obra de expiación efectuada en la cruz, que une efectivamente el pasado con el presente, los méritos de la sangre derramada en el Calvario con la necesidad actual de todo pecador. Sin este vínculo celestial, la cadena de la salvación sería incompleta e inefectiva.

Cristo intercede por los pecadores en forma similar al abogado que defiende a su cliente. “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Por otra parte está Satanás como acusador de los hermanos (véase Apoc. 12:10). Con razonamientos especiosos Satanás argumenta contra los que quisieran escapar de su dominio. Reúne los argumentos más astutos por los que cada pecador debiera ser liberado a su propia suerte. Satanás ya aparece en este espantoso papel en los libros de Job y Zacarías, que nos proveen de una valiosa visión de los acontecimientos que suceden en la corte celestial de Dios. ¡Cuánto consuelo trae al creyente saber que tiene un intercesor perfectamente calificado para defenderlo delante del tribunal de Dios! Satanás quisiera que sus nombres fuesen borrados del libro de la vida. Sus argumentos pueden tener un aire de legitimidad, pero ignoran los méritos de la sangre de Cristo.

La intercesión de Cristo en favor del hombre, llevada a cabo aun durante su ministerio terrenal (véase Luc. 22:31, 32), continúa natu­ralmente en forma normal en la corte celestial pues Él vive “siempre para interceder por ellos” (Heb. 7:25). Es evidente que esta intercesión no apunta a ablandar el corazón de Dios, como si El no profesase ningún amor por el hombre en la situación que se encuentra. “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8). Pero si no es despertar en Dios amor y piedad por el hombre, ¿cuál podría ser el propósito de la intercesión de Cristo en el santuario celestial?

Su propósito es probar, delante de las inteligencias celestiales, que Dios es justo y a la vez “el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom. 3:26). En ese tribunal celestial al que asisten incontables testigos angélicos, los justos juicios de Dios deben estar libres de toda sombra de duda. Cuando el último caso sea examinado en las cortes celestiales, y se pronuncie la sentencia para vida o para muerte, un coro prorrumpirá de miles de labios que lo adoran diciendo: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos” (Apoc. 15:3).

No debemos minimizar la importancia crucial de lo que sucede en el cielo. La salvación del hombre es vital, pero no menos vital es la vindicación de los actos de Dios para con el hombre en todo el proceso de la redención. Comenzada en la cruz, la vindicación no está concluida hasta que el tribunal celestial pronuncie la sentencia final.

Así, la doctrina del santuario celestial viene a ser un antídoto necesario para el prejuicio humanista del pensamiento teológico actual. Que esta tendencia sea tan antigua como la reforma no la hace menos falsa y peligrosa. El centro del proceso de la salvación, por tanto tiempo centralizado en el hombre y su pecado, debe al fin orientarse hacia Dios, quien inicia y garantiza todo el plan de redención. Es comprensible que para los reformadores el Evangelio completo parezca estar resumido en el texto: “El justo por la fe vivirá’’ (Rom. 1:17). Por más bendita que sea esta declaración para los cristianos evangélicos, no obstante es evidente que su focalización está en el hombre y no en Dios.

Si se acepta que este nuevo énfasis era necesario luego de siglos de error medieval, no por ello las percepciones que lograron los reformadores representan la palabra final en teología bíblica. Si los escolásticos descuidaron la dimensión humana de la salvación, el péndulo ahora osciló hacia un repunte humanista que ahora descuidó el aspecto divino. La recuperación de la doctrina del santuario celestial, a mediados del siglo XIX, sólo puede describirse como providencial al rectificar la falta de equilibrio teológico. Su fuerza y centro consiste en reorientar la atención de los hombres hacia lo que sucede en el cielo, donde se decide finalmente el destino eterno del hombre.

El plan de Dios de dar un nuevo énfasis a la dimensión celestial de la salvación es evidente por el tenor del primer mensaje angélico: “Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc. 14:7). La tendencia que comenzó con el Renacimiento y se aceleró con la revolución científica iniciada en el siglo XVII, glorificó al hombre y sus realizaciones a expensas de Dios, quien quedó reducido a un papel cada vez menor en la visión del mundo desarrollada por científicos y filósofos. En medio del fervor humanista la proclama: “Temed a Dios y dadle gloria” cayó como una bomba de tiempo, como un sismo que recordaba que Dios está allí, que gobierna y controla todo, y que es el Juez.

El plan original de Dios fue que el hombre lograse un progresivo dominio sobre la tierra y sus recursos. Pero el hombre neciamente llegó a embriagarse con el poder y las conquistas que lo enceguecieron para no ver la dimensión espiritual de su vida, y su destino dependiente de Dios. Es esta miopía espiritual del pensamiento moderno la que mayormente es responsable de la disposición desesperanzada que se cierne sobre la humanidad como un miasma mortal. Nada es más apropiado para disipar este smog espiritual que descubrir que Dios está allí y que el más alto deber del hombre es tributarle gloria. Esto es lo que el primer mensaje angélico intenta realizar, y esa es la razón por la que el redescubrimiento de la doctrina del santuario celestial viene a transformarse en un rayo de luz en medio de la oscuridad producida por una teología humanísticamente orientada. Impulsa a los hombres destinados al juicio a recordar su origen divino y también su destino eterno.

La asociación del mensaje del primer ángel de Apocalipsis 14 con la doctrina del santuario no es arbitraria. El llamamiento a temer a Dios y darle gloria se basa sobre la verdad de que la hora de su juicio ha llegado. En el libro de Apocalipsis a menudo se asocia el juicio final con el templo celestial. Así, en Apocalipsis 11 a la declaración de que es “el tiempo de juzgar a los muertos” (vers. 18), sigue el anuncio: “Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su pacto se veía en el templo” (vers. 19). Juan no necesita recordar a sus lectores que el arca del pacto, en el tabernáculo de Moisés, contenía las tablas de la ley (véase Deut. 10:5). Para el que estaba familiarizado con el Antiguo Testamento resultaba difícil no asociar el juicio con el Decálogo y al Decálogo con el arca del testimonio, ubicada en el lugar más sagrado del santuario.

De la misma manera, en la última parte de Apocalipsis 14, que describe a uno “semejante al Hijo del Hombre” sentado en una nube blanca y ejecutando juicio sobre los impenitentes, se ve dos veces a ángeles que salen del templo (véase vers. 15, 17). En el primer caso, un ángel sale con instrucciones para el que está “sentado sobre la nube”; en el segundo caso, el ángel sale del templo en el cielo para unirse con el Hijo del Hombre en la obra de segar la cosecha de la tierra. Tres veces se mencionan el templo celestial en Apocalipsis 15 en conexión con ángeles que están por derramar los juicios divinos sobre la tierra (véase vers. 5, 6, 8).

La frase: “Mire, y he aquí una nube blanca; y sobre la nube uno sentado semejante al Hijo del Hombre” (Apoc. 14:14), se reconoce fácilmente como una descripción tomada del libro de Daniel en el capítulo 7. Allí leemos en relación con la escena del juicio descripta en los versículos 9-14: “Y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre” (vers. 13). También Jesús estaba familiarizado con las profecías de Daniel, y en su discurso sobre los acontecimientos de los últimos días aplica la fraseología de Daniel a sí mismo: “Y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria” (Mat. 24:30). Nuevamente Jesús toma de Daniel al describir, delante del Sanedrín, su venida en gloria: “Y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo” (Mat. 26:64).

Si se reconoce el juicio como el paso final en la proscripción del pecado y su erradicación del universo, entonces la analogía del día de la expiación en la dispensación mosaica puede utilizarse para arrojar luz sobre el tema. Los procedimientos detallados en Levítico 16 pueden considerarse como el coronamiento del año religioso. Las ceremonias del día de la expiación, aunque repetían los sacrificios diarios, contenían el elemento adicional de la erradicación o eliminación final de los pecados confesados. A quienes hubiesen mantenido su arrepentimiento y su relación para con Dios, se les borraban sus transgresiones. A quienes abandonaban su relación con Dios se les retenían sus pecados y eran excluidos de la vida espiritual de la comunidad, una exclusión equivalente a la muerte eterna. Por lo tanto uno podía imaginar con qué profundo interés se seguían los servicios religiosos que se realizaban ese día en el santuario.

En la economía mosaica cada aspecto de la solución del problema del pecado estaba vinculado con el santuario. El ciclo anual de sacrificios y ceremonias prefiguraban, a los ojos de la fe, los distintos aspectos del ministerio de Cristo: su perfecto sacrificio en la cruz, hecho una vez y para siempre, su mediación sacerdotal en el santuario celestial en favor del pecador arrepentido, y el juicio final que conduce la obra de la redención hacia una gloriosa consumación. El santuario era el mejor camino para proclamar que sólo Dios puede proveer un remedio para el pecado y que este remedio debe buscarse donde Dios lo ofrece. No hay un remedio alternativo. “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Isa. 45:22). Además, el hecho de que este remedio para el pecado debe buscarse en el santuario y no en otro lugar, debiera evitar la vana búsqueda de cualquier medio humano de salvación. El pecador debe reconocer humildemente su total dependencia de Dios para recibir perdón y vida eterna.

Este énfasis del Antiguo Testamento se traslada al Nuevo Testamento. Pedro dice sin ninguna ambigüedad: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12). Esta exclusividad tan radical suena escandalosa al hombre moderno educado en una tradición humanista. Así como el agudo filo de las convicciones cristianas es erosionado por los ácidos del modernismo, tal postura carente de compromiso es considerada pasada de moda por algunos.

En esta época de evangelios antropocéntricos sustentados sobre premisas seculares, la doctrina del santuario celestial viene a ser el recordativo oportuno de que la salvación encuentra su única fuente en Dios. No puede ser de otra forma; Dios en Cristo es el alfa y la omega en toda la historia de la redención, y todas las fases del plan de redención están centralizadas en el cielo. El profeta Ezequiel en su visión culminante contempló un río que sale del templo, cuyas aguas vivificantes transforman el árido desierto en un fructífero vergel (véase Eze. 47:1-12). ¿Hay alguna descripción más adecuada que pueda comunicar las buenas nuevas de que la salvación procede de Dios, quien “está en su santo templo” (Hab. 2:20)?

Sobre el autor: Siegfried J. Schwantes, actualmente jubilado, era director del Seminario Adventista de Francia, en Collonges, Francia, cuando escribió este artículo.