¿Quién o qué soy yo? ¿Cuán honesto tengo que ser con respecto a mi propia identidad? ¿Cuán importante es que mi identidad sea clara?
Conocer la propia identidad es importante para la supervivencia. Descubrir la identidad de la gente es esencial para entablar todo tipo de relación. Una vida gastada en el afán de negar la propia identidad, sin interesarse en ella, sin buscarla nunca, probablemente sea algo insostenible. En el mejor de los casos es una vida incompleta, consumida en las tinieblas, pobre en realidades y ansiosa por encontrar algo indefinible. Eso causa frustración, lo que ciertamente no es una buena manera de vivir.
La identidad es algo más que saber “de dónde vine” o “quiénes son mis padres”. Es más que la calificación profesional, más que preferencias y rechazos, olores y gustos. En parte puede ser todo eso, pero en el fondo es la realidad interior de la personalidad lo que cuenta. Mi identidad es mi corazón. Es lo que hace de mí un “yo”, un “alguien”, y me proporciona las razones para ser transparente y honesto conmigo mismo. También me induce a examinar y comprender las características exteriores de mi persona, que confirman mi identidad. Todos formamos parte de algo que es mayor que nosotros mismos. En otras palabras, formamos parte de una comunidad con identidad compartida.
Como creyentes, nuestra identidad fundamental depende de Cristo. Por la fe él nace y mora en nosotros. Somos de él. Mi identidad no puede ser razonable ni exactamente establecida sin la abarcante afirmación de lo que Jesucristo es para mí y lo que su presencia hace en mi vida. Esto explica la diferencia que produce la conversión en alguien. Modifica radicalmente su identidad personal. En eso también reside la diferencia que existe entre un creyente y un incrédulo. Sus identidades equivalen a mundos distintos.
Pero la identidad es incluso algo más definido que esto. Cuando me acerco al púlpito para enseñar e interpretar la Palabra, es muy importante que me acuerde de las personas que están delante de mí, conscientes de su identidad, como miembros de esta particular comunidad de fe.
¿Cómo estamos descubriendo y expresando nosotros nuestra identidad?
No estoy pensando en primer lugar en el evangelista que, al planificar su estrategia, decide pensar menos en sí mismo y más en lo que tiene que decir; aunque él también necesité saber por sí mismo, total y honestamente, la razón de esa decisión. Tampoco estoy pensando en la persona que decide evitar encontrarse en la situación de determinar ante alguien “quién soy yo”, porque “en treinta minutos más nos vamos a separar cada uno por su lado”, o porque la discusión acerca de ese tema necesita explicaciones más amplias. No; estoy pensando más bien en las relaciones y los contactos que establecemos a largo plazo, lo que implica un prolongado cultivo de nuestra identidad y la deliberada manera por medio de la cual decidimos expresarla o no. Sí, estoy pensando en el ministerio pastoral, en el educacional, en el médico y en otros más.
¿Por qué tiene que ser indefinida la identidad de los que llevan a cabo esos ministerios? ¿Y por qué tiene que haber tensión entre su declarada identidad y lo que se está haciendo? ¿Por qué debería preguntarse el adorador, al oír el sermón en el banco de la iglesia, si el predicador es adventista, bautista o luterano? ¿O relacionar el sermón de hoy con lo que leyó en el diario de ayer o en un libro de Psicología? Ésta es una iglesia adventista del séptimo día. Permitamos que nuestro mensaje refleje esa identidad. Lo que se debe proclamar es la Palabra de Dios. Reflejemos la identidad bíblica. La Iglesia Adventista del Séptimo Día fundó estas instituciones. Dejemos que su identidad se manifieste en lo que hacemos o enseñamos como teólogos, historiadores y consejeros. Eso es razonable y es honesto.
La identidad se puede afirmar o negar; no se puede olvidar. La identidad ignorada llega a ser negada, por omisión, sencillamente porque con el transcurso del tiempo deja de reflejar con exactitud lo que somos. Algo sucede a lo largo del camino. Puede reflejar lo que acostumbrábamos ser, pero que por alguna razón hemos rechazado, y ya no nos sentimos cómodos cuando se nos identifica de esa manera. Y algo sucederá en la jomada que nos aguarda, cuando marcados por el desafecto y la distancia, nos volvamos extraños a lo que éramos.
Cuando eso nos sucede como individuos, ciertamente es trágico. Y es destructivo también cuando le sucede a la comunidad de la iglesia y a los diversos servicios y ministerios que presta. Al final del día todos necesitamos saber quiénes somos, dónde estamos y a quién pertenecemos. La “mitad del camino” puede ser un punto de transición, pero jamás una morada permanente.
Es importante que nuestra identidad sea bien clara. Nuestra supervivencia depende de ella. Si dejamos de encontrarla y afirmarla, nuestra existencia terminará siendo la solitaria vida de un extraño. Y eso no es vivir.
Sobre el autor: Presidente de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.