Cómo dejar la artificialidad y experimentar una adoración reverente.

La palabra “reverencia” no es extraña al vocabulario del siglo XXI. Está en la jerga de los famosos, y circula en los medios académicos y de comunicación. Los astros del cine y de los deportes son reverenciados como verdaderos ídolos. Además, los estadios se están convirtiendo cada vez más en templos; los fanáticos, en fieles; y los uniformes, en mantos sagrados. Existe una verdadera devoción por las personas y las cosas. Todos quieren llegar más cerca, ocupar los primeros asientos, sentarse en el palco o junto a la cancha, o cerca de la pantalla, en expectativa reverente. Y no se atreva a molestar. Alguien le va a pedir que se calle y que, por favor, apague el celular.

Iglesia local, sábado de mañana. El nombre santo del Dios creador y redentor es invocado. Se dirigen los himnos más bellos y solemnes, tradicionales o contemporáneos. Se abre la Biblia, y se espera interés, participación, reverencia. Pero, lo que muchas veces se ve es una congregación dispersa. Los niños monopolizan los pasillos, los adultos conversan y los ancianos duermen. Un zumbido llena el aire, algunos se incomodan, y las semillas de la Palabra no encuentran un suelo receptivo. Caen a la vera del camino, a la vera del corazón (Mat. 13:19).

Este cuadro puede ser explicado por las transformaciones conductuales y sociales de la realidad urbana. El alucinante tránsito de personas, productos e informaciones ha acelerado nuestra rutina. Cualquier persona con un mínimo de responsabilidades es empujada por los compromisos, y lucha diariamente contra el implacable reloj. Esto no es una realidad exclusiva de las capitales. En ciudades del interior, y hasta en ambientes rurales o turísticos, se puede percibir el fenómeno. En todo lugar, celulares, computadoras y, más recientemente, las tablets, compiten por nuestra atención. Todo esto ha causado una serie de impactos en la salud. El Síndrome de Hiperactividad, el Déficit de Atención y el Síndrome de Pensamiento Acelerado son algunas de las perturbaciones a las que no somos inmunes.

Así, es natural que llevemos al culto un corazón perturbado, y nuestros oídos cansados de bocinas y sonidos del celular. Llevamos nuestra mente saturada de informaciones, absorbidas por todos los medios. Para tener una idea del volumen de información que acumulamos diariamente, según el Global Information Center de la Universidad de California, en los Estados Unidos, cada estadounidense consume una media de más de 100.000 palabras y 34 gigabytes de información por día, en 20 diferentes fuentes de información. Eso equivale a mirar 68 largometrajes o leer 34.000 libros de 200 páginas.[1]

A pesar de entender las dificultades que enfrentan los miembros de iglesia y hasta el liderazgo, incluyendo a los pastores, se debe encender una señal amarilla. En lugar de justificar nuestras dificultades de concentración y reflexión, necesitamos desarrollar una actitud de reverencia, exactamente para encontrar la paz que necesitamos. Sin una actitud reverente, pretendemos adorar a Dios en el templo, pero no descendemos justificados a casa (Luc. 18:14). Como líderes, tenemos la responsabilidad de incentivar la reverencia, que es mucho más que un comportamiento externo.

Don de la gracia

Es posible que la persona o la iglesia estén en silencio, pero su reverencia siga vacía. El adorador, incluso, puede participar orando, cantando y predicando, pero de manera mecánica (Isa. 29:13). Uno de los grandes problemas, como dirigentes, es que muchas veces queremos lidiar con la dimensión perceptible de la agitación, cuando la cuestión es más profunda. De nada vale que combatamos el ruido en la iglesia cuando el barullo dentro del corazón de los adoradores es ensordecedor.

Antes de que exista reverencia en el templo-iglesia, esa actitud debe existir en nuestro templo-persona (1 Cor. 6:19). La reverencia se expresa, lógicamente, en actos externos, pero brota de un corazón que reconoce la distinción divina. Si el mundo enmudece ante líderes y famosos, el adorador se postra ante la Majestad. En este aspecto, un espíritu reverente es esencial tanto para la salvación como para la misión de la iglesia. Los pactos y los llamados proféticos, a lo largo de la Biblia, estuvieron marcados por una manifestación de Dios, o teofanía. La teofanía ejercía la función crucial de impresionar los ojos y el corazón con la realidad de Dios, su carácter y su poder, como ilustra el episodio clásico de Isaías 6.

Después del contacto con lo divino, las personas pasaban a mirar a Dios y el mundo con otros ojos, asumiendo una actitud de reverencia ante el sublime Señor. “La verdadera reverencia hacia Dios es inspirada por un sentimiento de su grandeza infinita y de su presencia. Y cada corazón debe quedar profundamente impresionado por este sentimiento de lo invisible”.[2] Así, la reverencia comienza en Dios, como don de su gracia, que despierta una respuesta humana.

Solo un corazón convertido puede reverenciar a Dios. Los demonios “creen, y tiemblan” delante de él (Sant. 2:19); pero, no lo reverencian como Padre. Hablando del apóstol Juan, Elena de White destacó la reverencia que nace de esa ligazón filial.[3] Somos sus hijos, tenemos mucho respeto por el Señor y, por eso, lo reverenciamos.

La reverencia trasciende las paredes de la iglesia. “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). Con esas palabras, Cristo dejó en claro, a la mujer samaritana, que la adoración va más allá del aspecto local, geográfico. La adoración reverente sucede no solo en templos, sino también en casas, en las calles, en el campo y en la ciudad. La reverencia es algo que llevamos con nosotros por donde vayamos. Es aquello que practicamos durante la semana y que repetimos en la iglesia. Cuando la adoración no ocurre en un espíritu de reverencia, además de vaciarse, se pervierte. “Cuando alguien es incapaz de percibir la majestad del Dios creador, la fe puede fácilmente transformarse en presunción, y la adoración se convierte en autoglorificación”.[4] Cometemos irreverencia (2 Sam. 6:7) y presentamos “fuego extraño” (Lev. 10:1, 10). No podemos ser complacientes con la irreverencia, pues carga una dosis de orgullo que espanta a los pecadores arrepentidos. Además, el orgullo es la peor irreverencia.

Se cuenta la historia de un notorio pecador, que fue excluido y se le prohibió entrar en la iglesia. Entonces, se quejó ante Dios:

–Ellos no me dejan entrar, Señor, porque soy pecador.

Y Dios le respondió:

–¿De qué te quejas? Ellos tampoco me dejan entrar a mí.[5]

Asombro

Como ya sabemos, existe una serie de factores involucrados en la cuestión de la reverencia: desde la estructura familiar, pasando por la educación, la organización, la sonorización, la música, la infraestructura de los templos y el vestuario, entre otros. Son parte del problema y de la solución. Pero, la cuestión crucial está en el reconocimiento del Dios vivo; lo cual tiene una relación íntima con nuestra capacidad de asombrarnos.

El rabino Abraham Heschel reflexionó sobre la cuestión del asombro. Mucho antes de su muerte, Heschel sufrió un ataque cardíaco casi fatal. Debilitado, comentó con un amigo: “Sam, estoy agradecido por mi vida, por todos los momentos que viví. Estoy pronto a partir”. Luego de una pausa, completó: “Sam, nunca pedí en mi vida éxito, sabiduría, poder o fama. Pedí asombro, y él me lo concedió”.[6]

Perdemos el asombro ante una puesta de sol, y las gotas de lluvia y el arco iris que se forma después de ella. “Nos convertimos en apáticos, sofisticados y llenos de la sabiduría del mundo. […] Cuanto más sabemos de meteorología, menos inclinados estamos a orar durante una tempestad. […] Qué ignominia –si es que una tempestad puede experimentar la ignominia– reducida de teofanía a mera incomodidad”.[7]

En su libro, Barack Obama cuenta que, a pesar de haber crecido en un hogar agnóstico, su corazón fue despertado a la espiritualidad y al cristianismo gracias a su madre. Quedó marcado por el “constante sentido de admiración” y “reverencia por la vida” manifestados por ella. En algunos de esos momentos, que él llama “devocionales”, cuenta que veía lágrimas en los ojos de ella. “Algunas veces, mientras crecía, ella me despertaba en medio de la noche para hacerme contemplar una luna espectacular, o para cerrar mis ojos mientras andábamos juntos, durante el crepúsculo, para escuchar el susurro de los árboles. Ella veía misterios en todas partes, y se alegraba en lo extraño de la vida”.[8]

David se asombró por su propio nacimiento y, por eso, alabó a Dios (Sal. 139:14, 15). Nuestra artificialidad nos impide percibir la grandeza de Dios. Necesitamos, más que nunca, el colirio espiritual (Apoc. 3:18) para maravillarnos ante la majestad divina, reflejada en sus obras y anunciada en su Palabra. Solo contemplando “a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados” (2 Cor.3:18). Y esa contemplación no ocurre sin que haya una pausa. Solo cuando hacemos un espacio para Dios en nuestra agenda es cuando podemos encontrar paz. Jesús lo hizo, en una época en que él y sus discípulos “ni aun tenían tiempo para comer” (Mar. 6:31).

Necesitamos redescubrir la reverencia al Señor Dios. No el emocionalismo ni las expresiones ensayadas del show business gospel, sino una actitud de respuesta a la grandeza de un Dios tremendo. Más que un comportamiento en el templo, necesitamos adorar al Rey con el silencio del corazón. Debemos reverenciarlo en el camino hasta la iglesia y al salir de ella. Necesitamos redescubrir la importancia de las cosas pequeñas, de los seres y las personas que nos ligan al Señor. Así, iremos a la iglesia a buscar, por sobre todo, su presencia.

Sobre el autor: Editor asociado del Comentario bíblico adventista en portugués, Casa Publicadora Brasileña.


Referencias

[1] Investigación sobre el consumo de la información: “How much information? (2009). Report on American Cosumers”. Disponíble en http://migre.me/ejTTp

[2] Elena de White, Obreros evangélicos, p. 187.

[3] Elena de White, El camino a Cristo, p. 15.

[4] Joseph Kidder, Adoração Autêntica (Tatuí, SP: CasaPublicadora Brasileira, 2012), p. 36.

[5] Brennam Manning, O Evangelho Maltrapilho (Niterói, RJ: Textus, 2005), p. 30.

[6]  Ibíd., p. 89

[7] Ibíd., p. 90.

[8] Barack Obama, The Audacity of Hope (Nueva York: Three Rivers Press, 2006), p. 205.