En estos días de graves conflictos políticos, sociales, ideológicos y económicos me siento constantemente inducido a hacer consideraciones sobre mi ministerio. Durante veintidós años he trabajado en esta causa, pero ahora como antes procuro la respuesta a algunas preguntas muy profundas y penetrantes. ¿ Qué es el ministerio? ¿Es algo diferente hoy de lo que era en los tiempos apostólicos? ¿Cómo puedo hacer que mi ministerio sea más poderoso y eficaz?
Cuando era un muchacho de quince años sentí en mi corazón un deseo desacostumbrado de hacer algo por Dios.
Ese algo buscaba expresarse. Pronto descubrí que tenía un creciente deseo de predicar. Al pasar el tiempo, era casi imposible que me contuviera. No había forma de parar el impulso. Comencé a comprender la gran emoción que debe haber embargado a Pablo cuando exclamó: “Porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el Evangelio!” (1 Cor. 9:16).
El bondadoso pastor de la iglesia de la cual yo era miembro reconoció la excitación de mi corazón. Me dio muchas oportunidades por las cuales siempre estaré agradecido. Poco después dejé mi hogar para ir a uno de nuestros colegios y me inscribí en el curso ministerial. Encontré que la carga de mi corazón era compartida por otros. Ellos también se sentían impulsados a predicar. ¿No era esto una evidencia del llamamiento divino?
UNA NUEVA VISIÓN DE LA FUNCIÓN MAS NATURAL
Muy diversos deberes ocupan el tiempo y la atención de un ministro. Corremos peligro de dejarnos absorber de tal forma por la rutina de tareas materiales y ministeriales, que tenemos muy poco tiempo para el aspecto básico del ministerio, la predicación. Creo que necesitamos tener una nueva visión del verdadero lugar de la predicación en toda la armazón del Evangelio. ¿No es acaso la predicación la función más natural del ministerio? ¿No comenzó acaso Cristo su ministerio predicando? Más tarde instruyó a sus discípulos que hicieran lo mismo. Les dijo: “Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado” (Mat. 10:7). “Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas” (vers. 27). Después de su ascensión, es muy claro que el concepto del ministerio en la iglesia primitiva era mayormente el de la predicación. “Iban por todas partes anunciando el Evangelio” (Hech. 8:4). ¿Porque hacían eso? Era mediante la locura de la predicación como Dios salvaría a los hombres.
Hermanos obreros, ¿cómo estamos hoy en cuanto a predicación? ¿Está claro en nuestra mente que la predicación es el medio designado divinamente para la proclamación del Evangelio eterno? Esta es en verdad la obra del ministerio. Dios llama hoy a un gran reavivamiento de la predicación entre nosotros. No nos atrevemos a sentirnos tentados a pensar, en términos de hoy, en los así llamados especialistas en la predicación. La predicación debe ser la especialidad de cada hombre. La verdadera predicación del Evangelio es la dinámica del Cielo para nuestro mundo engañado. Si hay esperanza para el hombre, depende de la predicación porque por el acto de la predicación1 del Evangelio de Jesucristo el hombre puede hallar el camino abierto para la liberación, la victoria y la paz.
¿Habría alguna manera de justificar el ministerio si no está caracterizado por un continuo programa de predicación? A pesar de todo lo que tengamos que hacer, la predicación no debe ser relegada a un papel secundario. Al contrario, debe recalcarse su importancia. La orden de Jesús es “Predicad”.
NO SIMPLEMENTE UN MEDIO DE GANARSE LA VIDA
Esto nos presenta otra pregunta. ¿Que debemos predicar? Cuando Jesús envió a sus discípulos con la comisión de predicar, ellos no preguntaron qué debían predicar. El les dijo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mar. 16:15). Tenían un mensaje especial para dar, no de su propia elección, sino impuesto por el Señor. Era el Evangelio. Y ¡cómo lo predicaron! Pablo se refiere al “Evangelio de Cristo” (Rom. 1:16). Dijo que había sido llamado y “apartado para el Evangelio de Dios” (vers. 1).
¿Qué es el Evangelio? No es simplemente una manera de ganarse la vida. Es una manera de salvar la vida. El hombre debe predicar la manera de Dios de salvar la vida. Esta es la única forma. Fue provista mediante Cristo. Por eso Pablo lo llamó el Evangelio de Cristo. El cristianismo no es tan sólo una religión acerca de Cristo. Es la exposición de la demanda de Cristo de que él sólo puede encontrar a los perdidos y salvarlos perpetuamente (Heb. 7:25). Es posible hablar extensamente acerca del cristianismo y no referirse nunca a su Evangelio salvador. Nosotros debemos hacer hincapié, recalcar, detenernos y aclarar exactamente cómo el cristianismo obra como religión salvadora. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12).
¿Por qué esto es cierto? Debemos mostrar que la salvación del hombre no depende de una filosofía, un credo, un sistema, una psicología, ciertas normas o reglas de la conducta humana, ni siquiera de la práctica de ideales o principios elevados, sino de una Persona, un Hombre, cuyo nombre es Jesús. El Hombre, Jesús, mediante ciertos acontecimientos de su vida, rescató legítima y realmente al hombre del valle de muerte y lo elevó a “lugares celestiales” (Efe. 1:20). Nosotros debemos predicar esos acontecimientos, mostrando claramente cómo se relacionan en la salvación, porque es el lugar que esos acontecimientos ocupan en la vida de Cristo lo que confirma la validez de su Evangelio salvador.
¿Cuáles son esos sucesos? Su preexistencia con el Padre, su actitud hacia el pecado, su participación en el consejo de paz, su nacimiento virginal, su derecho de Hijo de Dios, su vida sin pecado, su muerte vicaria, su gloriosa resurrección, su ascensión, su ministerio de intercesión, su pronta venida, su eterno reinado como rey de un reino sin fin.
Todos estos sucesos deben ser predicados en el marco del problema del pecado, de la gracia divina, de la fe, la ley, la elección, el nuevo nacimiento, la expiación, la reconciliación, la nueva creación, justificación, santificación, unidad con Cristo y glorificación. Pablo dijo: ‘‘Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor. 1:23). Pero gracias a Dios, no se detuvo allí. También predicó la resurrección. “Que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Rom. 1:4). Para Pablo la resurrección prueba que Cristo es Dios. ¡Él vive! No hay error en ello, ¡Cristo vive! Pablo se regocijaba en la seguridad, no sólo de que la resurrección significa vida para los que duermen, sino, lo que es mucho más importante, que significa que Cristo está vivo, y todos los hombres pueden tener comunión con él.
EL CORAZÓN
Aristóteles, Platón, Agustín y todos los demás están muertos. ¡Cristo está vivo! ¡Nosotros predicamos a Cristo! ¡El vive! Este es el corazón del Evangelio. El hombre puede tener comunión con un Dios viviente. Puede hablar con él, andar con él, sentir su presencia. No es de maravillarse que la muerte y la resurrección de Cristo fuesen los temas primarios, secundarios y básicos que siempre predicaban los apóstoles. Que no haya cuestión acerca de lo que debemos predicar. Hay bastante para decir acerca de Cristo. Sus palabras y su obra, tal como se relacionan en los acontecimientos de su vida, desde ahora y a través de las edades futuras de una eternidad que nunca tendrá fin. Pablo escribió: “El es nuestra paz” (Efe. 2:14). Ciertamente, no hay otra forma en que el ministro pueda alcanzar la paz espiritual sino predicando a Cristo. Los mayores momentos de gloria en lo que respecta al ministerio deben ser los momentos en los cuales el ministro glorifica a Cristo. Este es su destino. Por este propósito nació, debe vivir, y si es necesario, morir. “Llevar al hombre frente a frente con Cristo le ha parecido a Ud. un asunto de urgencia tan grande y preeminente, que Ud. se propuso dedicar toda su vida a hacer nada más que eso” (James S. Stewart, Preaching, pág. 10).
REAVIVAMIENTO DE PREDICADORES QUE PREDIQUEN A CRISTO
Hemos llegado a un momento cuando reavivamiento y reforma han de ser la dirección en la cual debe moverse nuestro ministerio. ¿En qué otra forma puede realizarse esto a menos que tengamos un reavivamiento de predicadores que prediquen a Cristo? Dejémonos de cosas sin importancia. Debemos abordar grandes temas y hacerlos gloriosos. Debemos ponernos al frente con el Evangelio eterno y predicar como nunca lo hemos hecho antes. “Cristo está allí y nos insta. ¿Que está pasando con la historia de Cristo?” “Descartemos armas obsoletas e impedimenta superflua, y concentrémonos en las cosas que realmente importan para la vida eterna y la piedad, como la reconciliación de la cruz” (P. T. Forsythe, Positive Preaching and the Modern Mind, pág. 192).
Hace muchos años, dos hombres caminaban con Jesús hacia Emaús. Al comienzo no sabían quién era. “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Luc. 24:27). Más tarde ellos dijeron: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (vers. 32). Se había hecho un impacto en su corazón frío e incrédulo. Cristo era ese impacto. Oh, ¡cuánto necesita un impacto el corazón de hombres y mujeres! Sólo Cristo puede hacerlo. El corazón humano hoy está frío. Necesita un fuego que arda desde adentro. Necesita el calor de una llama que arda continuamente. Sólo Cristo puede encender ese fuego. Aquí estamos en medio de la humanidad moderna y compleja de hoy. ¿No habríamos de comenzar desde Moisés y seguir con todos los profetas predicando de las Escrituras todas las cosas concernientes a Cristo? Debemos llevar a los hombres por el camino a Emaus, y predicando a Cristo incendiar sus corazones. Dios no permita que se considere hoy al ministerio diferente de lo que era en los días de Cristo y los apóstoles. ¿No es tiempo de poner la predicación en el lugar que le corresponde, el primero, el más grande y el más importante de nuestro ministerio? Entonces nuestra obra alcanzará nuevas dimensiones. Será reconocida, poderosa y efectiva en la “destrucción de fortalezas” (2 Cor. 10:4). Hay centenares de ciudades, pueblos y aldeas por alcanzar todavía; comarcas oscuras que necesitan ser alumbradas. Avancemos en el nombre de Cristo y prediquemos por todas partes. “Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el Evangelio” (Rom. 1:15).
Sobre el autor: del Depto. de Teología del Colegio Heldelberg, Sudáfrica.