Para hacer justicia al título de esta sección, hoy quiero escribir realmente desde el corazón. Es temprano en Brasilia. Falta casi una hora para que comiencen las actividades aquí, en la División. Desde la ventana de mi oficina observo cómo lucha el sol frente a un conjunto de nubes negras anunciadoras de tormenta. Ayer llovió mucho, y ahora sigue la lucha entre el sol y las nubes; y me recuerda el conflicto que se libra entre el bien y el mal, entre Cristo y el enemigo de las almas. Sé que el sol finalmente vencerá; las nubes son pasajeras y, más tarde o más temprano, cederán ante la presencia del astro rey.
Me gustaría tener la misma seguridad de la victoria de Cristo en cada vida; pero no la tengo. Eso no depende sólo de Jesús. Él hace todo lo necesario para vencer en el corazón de los seres humanos; pero, para que esa victoria sea válida en la experiencia de cada cual, cada individuo necesita decidir aceptarla. De ahí mi incertidumbre y el dolor que invade mi corazón.
Decidir es la llave de la victoria o de la derrota. La libertad que Dios nos regala puede significar la bendición más grande o la peor maldición. Todo el día, cada hora, a cada instante, tenemos que decidir en favor del bien o del mal. Me acuerdo, entonces, de algunos personajes bíblicos que tomaron decisiones erróneas y tuvieron que pagar muy caro por eso. Pienso, por ejemplo, en Sansón. Vino al mundo designado para librar al pueblo de Dios de la opresión de parte de los filisteos. Tenía una misión noble y especial que cumplir. Dios lo había escogido entre miles antes de nacer. Y eso es lo que pasa con todo pastor. El Señor le dijo a Jeremías: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué y te di por profeta a las naciones” (Jer. 1:5). Lo mismo ocurrió con usted. En sus gloriosos designios, Dios creó un plan maravilloso para su ministerio. Pero el cumplimiento de esos planes depende de las decisiones que usted tome.
Sansón no supo decidir. Un día llegó delante de sus padres y dijo: “Vi una mujer […]”. Inútiles fueron los argumentos que se usaron para disuadirlo, porque el futuro libertador del pueblo de Israel concluyó diciendo: “Ésta agradó a mis ojos” (Juec. 14:2, 3). Observe los verbos que usó: ver y agradar. El gran error de Sansón no fue ver, sino decidir de acuerdo con lo que vio. El problema no radicaba en los ojos, sino en el corazón, en la mente y en la clase de mujer que “vio”. Usted conoce el fin de la historia. Sansón murió ciego, solitario y trabajando como si fuera un buey en un molino. Ése no era el plan de Dios para su vida. Su tragedia fue tomar una decisión equivocada.
Escribo esto para referirme a Internet. Este avance de la tecnología se está convirtiendo en el cementerio de pastores de diversas denominaciones; y el pastor adventista no está libre de las garras amenazantes del empleo indebido de este recurso. Algunos pastores, para quienes Dios reserva un futuro extraordinario, pueden tirar todo por la ventana del monitor de la computadora. El problema no está en los ojos ni en la computadora, sino en el corazón y en la mente en el momento de decidir qué se va a ver y qué no se va a ver.
Los dos peligros fundamentales de Internet son la pornografía y la pérdida de tiempo. El correo electrónico del pastor recibe todos los días una verdadera invasión de ofertas indecentes. Al principio, puede ser que las rechace, pero la insistencia es tan grande, que un día decide “sólo por curiosidad” entrar en una página indebida y, amparado por la privacidad, corre el peligro de tomar una decisión equivocada. Después de todo, ¿quién lo ve en el silencio de su oficina? ¿Quién sabe lo que está recibiendo? Se desperdician horas preciosas con esos famosos programas para “chatear”. Conversaciones que, en la mayoría de los casos, no edifican; todo lo que hacen es distraer al ministro de las prioridades de su elevada vocación.
Ya es común la expresión “navegar en Internet”. Navegar significa salir del puerto con un destino preciso; se sabe cuándo comienza el viaje y cuándo termina. Tal vez, usted necesita navegar en procura de un objetivo claro y determinado. Pero, cuando entra en Internet sin saber adonde se dirige, no está navegando; está a la deriva en medio de un mar sin destino ni rumbo, con el riesgo de adormecerse y perder la conciencia de la realidad de las cosas. Cuando usted anda a la deriva en Internet, se adormece y lentamente pierde la conciencia de la sagrada obra que Dios le confió.
Ahora veo que el sol brilla en el cielo de Brasilia. A los nubarrones negros se los llevó el viento; y eso le da esperanza a mi corazón. Si usted lo permite, la Luz del mundo vencerá. Jesucristo estableció el principio de que se debe descartar todo lo que estorbe la vida espiritual: “Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mat. 5:29).
Entre tirar lejos el ojo o la computadora, ¿por qué no conservar el equilibrio que sólo Jesucristo proporciona? Piénselo.
Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la División Sudamericana.