La clase de Archivo, una materia obligatoria para mi curso de secretaria se reunía en el cuarto piso. Una tarde por semana subía los setenta y cuatro escalones para pasar tres horas aprendiendo a archivar alfabética, numérica y eternamente.

 Entré al aula, y me senté ante una mesa con un cajón de fichas con el rótulo “Halsey, Patricia”. El resto de la tardo jugué con ese cajón cambiando las fichas de 7,5 por 12,5 cm de la A a la Z una y otra vez. Todavía recuerdo una de las reglas básicas do archivo:

 Nada va antes de algo”. ¿O era “algo va antes do nada? No, estoy segura de que es nada antes de algo” porque si usted no tiene nada, le pone antes de “A” y si tiene un poquito más que nada, como “AN”, va antes de algo como “ANA”.

 A las cinco de la tarde mis dedos estaban insensibles, mis ojos cruzados y mi cerebro se había vuelto una sopa de letras. Saqué una A en el curso y prometí organizar mi vida, pero no podía decidir si iba a hacerlo numérica, alfabética o temáticamente

 Todavía no habla conseguido decidirme en mi último año porque necesitaba encontrar primero un esposo, de tal forma que pudiera tenor algo para seguir a mi nada o nada después del algo del colegio. Lo que fuera mejor.

Así fue que conocí a un estudiante de teología en la biblioteca Dos citas más lardo, él anunció a su compañero de habitación: “Me voy a casar con esa chica” Pero cuando me lo dijo, sentí pánico. Yo necesitaba más tiempo para organizar y archivar mis sentimientos.

 ¿Eran ellos amor o infatuación? Al cabo de un año, puse todos mis pensamientos sólidamente bajo AMOR y nos casamos con un mínimo de preparación, porque yo trabajaba hasta quedar casi exhausta como preceptora en una escuela, y lo hice hasta una semana antes de nuestra boda. De todas formas nos casamos y nos mudamos a un departamento en un subsuelo mientras él terminaba el colegio.

 Siendo que todavía estaba convencida de la eficiencia del archivo, pegué pequeños rótulos en los cajones de su cómoda que decían: “Ropa interior aquí”, “Medias allí”, con la esperanza de que lo inspiraran a poner su ropa en los cajones en lugar de abajo de la cama. Todo lo que hizo fue reírse y besarme mientras pateaba sus zapatos dentro del armario.

 Pero me mantuve firme en un punto: lograr que “BEBE” viniera después de “COLEGIO” y “SEMINARIO”. Llegamos a un acuerdo (o más bien, capitulé), y pusimos “BEBE” entre los dos (o debería decir en el medio de “SEMINARIO”), lo que desarchivó nuestras finanzas y reorganizó nuestras vidas.

 Fiel al desorganizado giro que mi vida había tomado, nuestro hijo llegó unas tres semanas antes de lo previsto, antes que pudiera ganar el cheque rotulado “Ajuar”. Mientras yacía en el hospital preocupándome por los pañales, mi esposo y la esposa de un amigo compraron unos pocos elementos y pudimos llevar a Daniel Scott a casa y lo pusimos en un canasto de ropa.

 Dos años y nueve meses más tarde me dedicaba a raspar la pintura de la cuna de segunda mano y a darle una nueva mano de barniz, pero nuestra hija, Patricia Joanne, vino antes que pudiera pintar la última pata. Quedó como un deslustrado recuerdo de mis intentos de hacer las cosas “decentemente y con orden”.

 Trece años han pasado rápidamente, y todavía estoy luchando para mantenerme al día, ni hablemos de archivarla. Pero continúo tratando de practicar las técnicas de organización que aprendí, y me veo recompensada con gritos como:

  – Querida, ¿dónde pusiste ese libro que estaba leyendo?

 – ¿Qué libro?

 – Tú sabes, el amarillo con letras marrones.

 – ¿Qué título tenía?

-No recuerdo.

O, en fortísimo:

 – ¡Querida, no puedo encontrar mi sermón!

O:

 -¿Dónde están los formularios de los impuestos de este año?

 – En el archivo.

 -Bajo “I” de “Impuestos”.

 -Oh, yo estaba buscando en “R” de “Rentas”. Ese es el problema con los sistemas de archivo. Nunca se puede encontrar nada.

 –A ver, déjame a mí, que yo lo busco.

 Así nos chocamos las cabezas sobre cajones de archivo o pierdo la mitad de su agenda de direcciones que es un surtido de nombres y direcciones garrapateados en cualquier cosa, desde boletines de iglesia a servilletas de papel, que periódicamente arrojo dentro de su cajón cuando ya no puedo recordar si la parte superior de la cómoda es de nogal o de cerezo.

 Entre estos cuaques de estilos de vida, trato de definir el papel de una esposa de pastor de forma tal que pueda ordenar mi vida de acuerdo con ello. Pero me veo interrumpida por pedidos como:

 – Trae una ensalada para la reunión de la iglesia.

 – La organista no vino hoy, ¿podría tocar Ud.?

 – Querida, ¿está bien que lleve al Sr. Rosales a casa a almorzar en unos quince minutos?

 – Quién es el Sr. Rosales?

 – Oh, nos conocimos esta mañana.

 Y yo sé por lo que no está diciendo que el Sr. Rosales está sentado a un metro del teléfono, de tal modo que digo:

 -¡Por supuesto!

 Y mientras corro frenéticamente entre la heladera y la alacena orando y buscando un menú para almorzar, me olvido de si decidí que una esposa de pastor debiera ser del tipo “de retaguardia” o de la clase “del frente”. Ni siquiera sé si he obtenido todos mis derechos de mujer, mucho menos mi sentido de ello, o si me siento realizada o si he logrado todos mis ideales personales mientras salto de una crisis a otra. En días realmente malos desearía estar casada con un plomero que trabaja de 8 a 17 por un salario mínimo en lugar de un predicador “siempre listo”. Pero no cambiaría la agitación que produjo ese llamado impredecible por mil tardes de aburrida compañía frente al televisor.