Sin duda hemos predicado muchas veces sobre la desprendida y abnegada vida de Abrahán, quien, obediente al mandato divino, dejó su hogar, su querencia, sus amigos e intereses personales, trasladándose a tierras lejanas y desconocidas.
¿Qué habrá pensado Abrahán al recibir la orden de dejar su casa, su trabajo establecido, su parentela, sus muchos amigos y todo lo que significaba estar afincado, ser conocido y apreciado? Un hombre de la talla de Abrahán debe haber sido muy estimado y bastante conocido. Sus relaciones posteriores lo pintan como a un hombre sociable y amigable. Al observarlo,” sus vecinos se daban cuenta de que era distinto de los demás hombres: Dios estaba con él.
Pero ¿a qué viene esta introducción que parece alejarse de nuestro tema? Pues bien, Abrahán fue un misionero. Dios lo llamó para ser luz para las gentes y bendición para las naciones. Y este hombre admirable fue obediente, desprendido y abnegado. Admiramos a Abrahán por su notable obediencia a las órdenes divinas, su desprendimiento de las cosas que lo tenían atado al terruño y su abnegación al servicio de Dios.
Pero no necesitamos trasladarnos tanto en el tiempo y en el espacio para encontrar ejemplos de abnegación y sacrificio. Existieron y existen aún personas llenas de amor a Dios y al prójimo, que decidieron dejar su terruño, amistades, intereses establecidos y muchas comodidades, para ir a vivir a tierras extrañas, con personas desconocidas de costumbres extrañas, privándose de las facilidades y los beneficios obtenibles.
Escribimos estas páginas para rendir nuestro más cálido homenaje de admiración, respeto y aprecio a estos Abrahanes modernos que llegaron por vez primera a los campos misioneros de Sudamérica.
Hace muchos años llegó a las serranías de Bolivia y el Perú uno de los grandes pioneros de esta luminosa pléyade de valientes misioneros norteños que vinieron a nuestros países impulsados por el amor al prójimo y al Señor Jesús. Admiramos la obra del apóstol y misionero, pastor Fernando A. Stahl, y de los muchos otros que siguieron sus huellas. Aunque no tuvimos el placer de conocerlos personalmente, hemos podido apreciar los frutos de su obra, especialmente entre los necesitados y humildes. Hemos tenido la oportunidad de recorrer casi todos los lugares alejados que fueron escenario de la vida y obra de estos misioneros. De ahí nuestra admiración por su obra y temple de verdaderos enviados y zapadores de la obra adventista en el Altiplano peruano-boliviano, como también en la selva amazónico-peruana.
Han transcurrido más de 50 años desde que se inició la obra en estos lugares. En este medio siglo se construyeron caminos y pistas de aterrizaje, y se han tendido alambres telefónicos y telegráficos. Se han introducido medios modernos de locomoción y comunicación. Realmente este medio siglo ha sido de un progreso admirable.
Además se desbarataron las barreras y descorrieron las cortinas del prejuicio y la oposición. Hoy podemos recorrer esos inacabables caminos de antaño en pocas horas, sin encontrar la oposición y los contratiempos propios de aquellas épocas.
Cierta vez, mientras recorríamos uno de los escabrosos caminos en un vehículo moderno, nos pusimos a pensar en las dificultades, privaciones y sacrificios que habrán tenido que soportar los primeros misioneros que, tratando de abrir brecha para las generaciones futuras, recorrían a caballo esos caminos calurosos y polvorientos durante días interminables. Muchas veces, al pasar por estos lugares alejados, profundos o elevados, empleando mejores medios de transporte, nos hemos dicho: “Por aquí pasó hace décadas el pastor Fulano de Tal a caballo, empleando para el viaje una semana, o tal vez quince días. Y nosotros lo estamos haciendo en pocas horas, sentados cómodamente, sin cansancio y sin privaciones”. ¡Cuánto ha progresado el mundo!
Debemos dar gracias a Dios por este progreso y estas facilidades de trabajo, pero también tenemos que rogar al Señor que siga poniendo en el corazón de sus misioneros el verdadero espíritu de abnegación, sacrificio y amor al prójimo, ya que ése debe ser y no otro, el móvil que los impulse a ir a los campos misioneros.
Son pocos los que entienden lo que eso significa. Hoy por hoy, casi han desaparecido esa fibra y ese temple del misionero. Son pocos los que están dispuestos a caminar. ¡Bah! Hoy estamos en pleno siglo XX, y si no hay camino para el automóvil, no se podrá visitar este o aquel grupo. Poquísimos están dispuestos a dormir algunas noches en el suelo o en duras tarimas. Hoy se viaja con mullidas bolsas de dormir y cómodos colchones de aire, y sin estas facilidades no se está dispuesto a pasar una noche en una cabaña altiplánica de algún modesto hermano que ofrece unas pieles de alpaca o de ovejas, y un sabroso “chupe” que sabe a chuño y chalona.
Los primeros misioneros, pernoctaban en las modestas viviendas de los hermanos y éstos se sentían felices de poder alojar al pastor y tener el placer de convivir, por lo menos un día, con el querido hermano, el misionero extranjero.
Para los territorios que todavía se llaman “campos misioneros”, se necesitan hombres del temple de los primeros misioneros, ya sean norteamericanos, argentinos, uruguayos, chilenos o peruanos. Ha habido muchos de ellos que ofrendaron al Señor y su causa lo mejor de su juventud y vivieron junto al rebaño, pastoreándolo y alimentándolo con el rico alimento de la Palabra de Dios. ¡Cómo recuerdan todavía los hermanos de edad y sus hijos a los primeros misioneros que abrieron trocha en los campos vírgenes! No hay muchos misioneros de la talla de Stahl, Pedro Kalbermatter, Thompson, Minner, Howell, etc.
Hay mucho que hacer todavía en cada campo, pero también se necesita el verdadero espíritu misionero. Hay mucha necesidad de misioneros, sean norteamericanos, argentinos, chilenos, peruanos o de cualquier otra nacionalidad, que tengan el temple y la fibra del misionero de las generaciones pasadas.
En tiempos del medioevo los que salían en pos de las aventuras de caballería eran armados caballeros. De la misma manera, los caballeros del Evangelio necesitan armarse del espíritu de abnegación, sacrificio y amor al prójimo. Deben estar poseídos del amor de Cristo, sí, del amor de Aquel que habiendo amado a los suyos, “amólos hasta el fin”. Sólo así se seguirá en las huellas del Maestro y de aquellos grandes zapadores a quienes rendimos nuestro más cálido tributo de admiración y respeto. Con ese amor y con ese espíritu se podrán reeditar nuevas proezas de abnegación y sacrificio para honra y gloria del Señor y su Evangelio.
No quisiéramos dejar de mencionar la obra admirable realizada por alguna pareja de misioneros en ciertos parajes de la selva peruana. Se necesita tener mucha voluntad y abnegación para confinarse voluntariamente a vivir entre pueblos primitivos para enseñarles los conocimientos elementales de la civilización, apartarlos de la ignorancia y, muchas veces, del salvajismo. Es digno de admiración ese sacrificio. Sólo los que han vivido en esos lugares saben lo que eso significa: lejos de la civilización, desprovistos de medios rápidos de comunicación y, muchas veces, hasta de los elementos indispensables para vivir. Estos misioneros están escribiendo nuevas páginas gloriosas del evangelismo y trabajo misionero.
Nuestro respeto, admiración y simpatía son también para ellos. Deben sentirse muy cerca del Señor, quien les dice: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”, y algún día no lejano resonarán en sus oídos las palabras: “Venid, benditos de mi Padre…”
Habíamos pensado escribir una apología del misionero adventista y resultó este artículo que dedicamos con corazón fraternal a todos los misioneros del pasado y del presente, como también a los que están preparándose para llenar las vacantes dejadas por los zapadores de la viña del Señor.
Sobre el autor: Inspector de Escuelas Primarias de la Unión Incaica