Lo que da un auténtico significado a la vida es llenarla de amor genuino. Y el amor es la esencia del cristianismo: amor a Dios y amor al prójimo.

     Tiempo atrás, regresé del velatorio de un niño de nueve años. Fuimos con el deseo de expresar nuestra simpatía a la madre, quien hacía algún tiempo había perdido a su esposo, y ahora a Robertito, su único hijo. Deseábamos consolarla y animarla. En vez de ello, recibimos una admirable lección de fe y valor.

     Con voz suave y pausada, la señora nos contó, primero, cómo fue el accidente. Pocos trazos bastaron para pintar el cuadro: “…Una noche oscura y lluviosa… el niño cruzaba la calle resbaladiza… un golpe seco del automóvil… el conductor se dio a la fuga… Felizmente, no sufrió nada”.

     Se expresaba sin amargura, y con mucha serenidad ante nuestros asombrados ojos. “Estoy segura –concluyó– de que Robertito estaba listo para enfrentar la muerte. Cuando Cristo vuelva, muy pronto, a la Tierra, lo va a resucitar y me encontraré con él. Entretanto, Dios me acompañará y ayudará”.

    Salí caminando lentamente. Hubo algo que me causó una impresión más honda que la irresponsabilidad de un automovilista o la fragilidad de la existencia. Era la valentía conmovedora de esa madre creyente; era la eficacia milagrosa y terapéutica de la esperanza cristiana, más grande que el dolor y más fuerte que la muerte.

    El enfoque cristiano de la existencia brinda, a la vida presente, un significado pleno y positivo.

     Jesucristo declaró: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Cristo nos recuerda que la vida del hombre tiene un inmenso valor: cada ser humano es un hijo de Dios; cada uno de nosotros es importante. El individuo vale más que las cosas, o que las ideologías. Debemos subrayar esto, en una época en que la sociedad tiende a convertir al hombre en una ficha de computadora o en “el desvalido diente de un engranaje de la máquina”. A punto tal el ser humano es valioso que el Creador del universo vino a esta Tierra con el objetivo de vivir y de morir en favor de una raza pecadora, a fin de rescatarla.

    En lugar de las metas rastreras del materialismo o del mero placer sensorial, el cristianismo nos presenta el desafío de cultivar un carácter noble, altruista y equilibrado; una personalidad que se deleite en servir a los demás y contribuir a su bienestar.

     Según Elena de White, el gran propósito de la vida es “restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor, hacerlo volver a la perfección con que había sido creado, promover el desarrollo del cuerpo, la mente y el alma, a fin de que se llevase a cabo el propósito divino de su creación” (La educación, p. 13).

     Cuando se fomentan estos valores espirituales, la existencia se enriquece constantemente: más amigos, más satisfacciones, ¡mayor felicidad!

     Al dar prioridad a lo espiritual, incluso se asegura la obtención de los bienes materiales, que tanto nos preocupan: “Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mat. 6:33).

     Otro elemento, eminentemente cristiano, que hace más hermosa y completa la vida es el perdón. Todos cometemos errores, y necesitamos perdonar y ser perdonados. La existencia es demasiado corta como para empequeñecerla y envenenarla con el rencor o con los sentimientos de culpa.

     Lo que da un auténtico significado a la vida es llenarla de amor genuino. Y el amor es la esencia del cristianismo: amor a Dios y amor al prójimo; incluso, a los enemigos.

     Leí, en una oportunidad, que “solo vive de veras el que ama; y solo ama cabalmente quien tiene a Dios en su corazón”.

     Finalmente, Cristo, mediante su Palabra, contesta en forma clara las preguntas sobre las “cuestiones últimas”, como las definen los filósofos: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es su origen y su destino? ¿Qué es la verdad? ¿Por qué existe el sufrimiento? ¿Qué es lo bueno y qué es lo malo? ¿Cuál ha de ser la norma de conducta? Es un hecho que vivimos en una hora de relativismo y confusión. Lo que queremos y necesitamos es La respuesta y El camino.

     Sí: vale la pena ser cristiano. Jesucristo, y solo él, da al hombre y a la mujer una vida abundante, la esperanza segura de la eternidad, el camino para una plena realización y las certidumbres fundamentales.

     Estoy apasionado por la Vida que me ofrece Jesús. Estoy apasionado por el ministerio que me concedió de anunciar este evangelio. Estoy seguro de que tú también eres un pastor apasionado por la Vida.

Sobre el autor: Secretario ministerial de la División Sudamericana.