El principio, el fundamento y la permanencia de la Ley en la dinámica de la salvación

En los textos del Antiguo Testamento, la justificación es presentada como un proceso que demandaba la realización de ritos y ceremonias ilustrativas (Lev. 1-7; 16) que apuntaban hacia el ministerio y el sacrificio de Jesús. El énfasis de este proceso estaba en el cumplimiento de la Ley, o del Pacto (Éxo. 24:8), que tenía como elemento esencial el sacrificio del cordero (Éxo. 12:5; Isa. 53:7), aunque esto no anulara el papel de la fe en la dinámica de la salvación. Después de la muerte, la resurrección y la ascensión de Cristo, las leyes ceremoniales alusivas a su ministerio dejaron de estar en vigor, pues la sombra se encontró con la realidad. Así, la enseñanza del Nuevo Testamento pasó a destacar el papel de la fe, necesaria para que una persona sea justificada.

Sin embargo, a lo largo de los siglos, el catolicismo, creó prácticas religiosas con las cuales originó el dogma de la salvación por las obras. En el siglo XVI, después del surgimiento de la Reforma, la fe se tornó la virtud exaltada para obtener la justificación (sola fide): “El hombre es justificado por fe” (Rom. 3:28), y: “por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado” (Rom. 3:20).

En rigor, sin embargo, el concepto sola fide entraña la potencialidad de producir una anomalía teológica, pues, para algunos, elimina la vigencia de la Ley. En su definición, la Ley no ejerce función eficiente en la justificación, aunque mantiene su fundamento u origen, y su papel como principio de toda existencia. Este artículo confirma la manifestación de la fe como fundamento de la justificación: “Justificados, pues, por la fe” (Rom. 5:1). Más allá de esto, refleja la afirmación apostólica de que “sin Ley no hay pecado” (Rom. 7:8), y pretende situar a la Ley en su condición de principio de toda existencia, y su fundamento como don de Dios, vigente desde antes de la fe, y después de ella. La justificación no depende de la Ley, pero es inherente a ella. Sin Ley no hay vida, y vida eterna.

El fundamento de la ley

Emitir un concepto sobre algo abstracto como la ley es una tarea limitada, en virtud de la dificultad de expresar con precisión el significado del término. Esta es la razón por la cual hay decenas de conceptos sobre ella, algunos más identificados con sus finalidades. En síntesis, podemos conceptuar a la ley como norma, o conjunto de normas que orientan el comportamiento de las personas.

Como norma, la ley puede ser elaborada sobre el fundamento de la razón individual, del consenso de una sociedad organizada o, en el caso de las naciones constituidas, de la voluntad del poder legislativo. Cuando la ley apunta al bienestar integral de las personas, su fundamento reside en la voluntad de Dios, independientemente de que haya sido originada como fruto de la razón individual o del consenso social. En esencia, las leyes reflejan la Ley divina, de donde también procede su autoridad, ya sea que los involucrados en su formulación reconozcan o no la existencia de Dios (Rom. 13:1, 2). Así, podemos afirmar que el fundamento de la ley está en la voluntad divina.

Estudios científicos afirman que todo en la naturaleza está regido por leyes. Los elementos minerales así como los cuerpos estelares están sujetos a los principios de las leyes físicas y químicas. Los seres de los reinos vegetal y animal, además de ser regidos por las leyes mencionadas, siguen las leyes biológicas. Considerando el comportamiento de todos los seres del Universo, es posible concluir que hay dos tipos de leyes: las leyes naturales, aplicadas a los minerales, vegetales y animales, y las leyes morales, aplicadas de forma singular y exclusiva al ser humano, escritas en su mente y su corazón (Jer. 31:33).

Cabe aquí una aclaración en cuanto a la posición de la raza humana en la clasificación de los reinos. De acuerdo con sus características físicas, está clasificada como perteneciente al reino animal. Sin embargo, el ser humano tiene otros atributos que ningún otro ser de la naturaleza posee: los atributos mentales y espirituales, que determinan la manifestación de las cualidades morales. Por eso, la raza humana debe ser clasificada como una especie distinta de la del reino animal.

En síntesis, cuando se trata de fundamentos, tanto de la ley natural como de la Ley moral, debe afirmarse que el fundamento de ambas es la voluntad de Dios. Elena de White corrobora esta afirmación al decir que “La Ley de Dios es una expresión de su misma naturaleza […] el fundamento de su gobierno en el cielo y en la Tierra”.[1] Del Señor irradian las leyes que rigen los atributos, los principios y las propiedades que todos los seres del Universo manifiestan.

La ley y la existencia

La Creación fue el sublime acto divino, incomprensible a la mente humana, por el cual el Universo llegó a la existencia. La Biblia revela este hecho sin abundar en detalles, al afirmar que Dios habló, y todas las cosas fueron creadas (Sal. 33:6; 148:5). Como fue presentado en la sección anterior, hay leyes que rigen el comportamiento o la manifestación de principios, propiedades y atributos de los seres del Universo. Así, es posible afirmar que existe una relación íntima entre la “observancia de la ley” y la existencia de todos los seres encontrados en la naturaleza.

A lo largo del tiempo, el estudio de las características de los seres de la naturaleza fundamentó la edificación de las ciencias. Parte de este estudio se propone identificar las leyes que rigen el Universo conocido. Por lo tanto, “hacer ciencia” es descubrir o enunciar leyes y aplicarlas. Por la ciencia, sabemos que la luz debe su existencia a la observancia de muchas leyes. Por ejemplo, ella depende de leyes como la de la irradiación electromagnética, de la naturaleza ondulatoria, de la velocidad, de la frecuencia de las ondas, de la radiación espectral y de la longitud de la onda. La constancia de estas leyes en la producción de la luz posibilita el estudio de los fenómenos luminosos. La omisión o no cumplimiento de cualquiera de estas leyes determinará la extinción de la luz.

Aceptando la relación entre la ley y la existencia, podemos suponer que, en la Creación, Dios elaboró esas leyes antes de ordenar: “Sea la luz” (Gén. 1:3). De forma similar, procedió así al crear todo lo demás en el Universo. Primero, elaboró las leyes; después, ordenó la existencia de todas las cosas. Acerca de la soberanía divina en la naturaleza, Elena de White afirma: “Desde las estrellas, que en su trayectoria sin huellas por el espacio siguen de siglo en siglo sus sendas asignadas hasta el átomo más diminuto, las cosas de la naturaleza obedecen la voluntad del Creador”.[2]

En el caso de la humanidad, además de estar sujeta a las leyes naturales, también está regida por valores morales y espirituales, basados en la Ley de Dios. Sin las leyes morales, el ser humano no podría existir como persona; sería solo una especie más del reino animal. Así, es posible afirmar que la existencia de la persona humana, a imagen del Creador, depende de la vigencia de la Ley moral.

La permanencia de la ley

La relación entre la ley y la existencia es vital para cualquier ser del Universo. Esto también se aplica a la relación de la persona humana con la Ley moral. Mientras el ser humano existe, la Ley moral está vigente, grabada en el corazón, aun para los gentiles o no creyentes (Rom. 2:14, 15).

En su esencia, la ley natural posee los siguientes atributos: universalidad, obligatoriedad, validez absoluta y causalidad. Esto quiere decir que está impuesta a todos los seres creados (universalidad), debe ser cumplida (obligatoriedad), no puede ser afectada (validez absoluta) y, en el caso de ser anulada, causa la extinción del ser (causalidad).

La Ley moral también tiene estos atributos, y ellos se aplican a la relación entre ella y el ser humano. Con todo, en la Ley moral, el atributo de la obligatoriedad posee un elemento diferente, el libre albedrío (Gén. 2:16, 17). El Creador estableció que la observancia de la Ley moral fuera un acto de libre elección humana. La frase utilizada por Dios “del árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gén. 2:17) indica metafóricamente a la Ley moral. Elena de White favorece esta interpretación al decir que “esa cosa tan pequeña era una transgresión de la santa e inmutable Ley de Dios”.[3] Pablo también refleja este concepto al presentar, de modo paralelo, los resultados de la desobediencia de Adán y de la obediencia de Cristo (Rom. 5:19).

La caída de la humanidad en el Edén llevó a efectivizar el plan de salvación, cuya esencia reside en la muerte sustitutiva de Cristo, en lugar del transgresor de la Ley (Gén. 3:15; Rom. 3:24). La aceptación del sacrificio mediante la fe determina la revocación de la pena, justificando, así, al pecador (Gál. 2:16; 3:11). De este modo, la vigencia de la Ley es anterior a la manifestación de la fe. Dicho de otra manera, en el proceso de la justificación, la Ley precede a la fe.

A su vez, Pablo declara enfáticamente que ninguno es justificado por el cumplimiento de la Ley (Rom. 3:20), aunque ella tenga su papel en el proceso de la redención, reflejando la orientación de Cristo al joven rico: “si quieres entrar en la vida [eterna], guarda los mandamientos” (Mat. 19:17). La Ley moral es la expresión del carácter de Dios y de su voluntad para el hombre (Éxo. 20:1-17); “De manera que la Ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Rom. 7:12). Considerando su origen divino, la Ley es perfecta, y quien la practique “será dichoso en todo lo que haga” (Sant. 1:25, RVC). Sin la Ley, el hombre quedaría privado de la noción del bien, pues es por la Ley que viene el conocimiento del mal (Rom. 3:20). El propósito o finalidad de la Ley es conducir al hombre a Cristo (Rom. 10:4). La Ley, siendo espiritual, ayuda al hombre carnal a practicar el bien (Rom. 7:14-22). La ética cristiana, basada en la práctica de llevar “los unos las cargas de los otros”, es el cumplimiento de la Ley (Gál. 6:2).

Finalmente, es importante recordar lo que Jesús afirmó en relación con la Ley “No penséis que he venido para abrogar la Ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la Ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mat. 5:17, 18). Por lo tanto, la Ley permanece después de la fe.

Conclusión

Para alcanzar la vida eterna, el hombre pecador precisa una declaración de justicia, obtenida gratuitamente por la gracia divina (Rom. 3:24), dado que ninguno es justificado por obras o méritos propios (Rom. 3:20). Los méritos de la justificación son atribuidos al ministerio de Cristo y a su muerte vicaria (Rom. 5:6, 9). Por lo tanto, la salvación es mediante la fe en Jesucristo (Rom. 3:22). Esta verdad ya se encontraba en el Antiguo Testamento (Hech. 2:4), pero fue realzada en el Nuevo Testamento (Rom. 1:17). Sin embargo, las Escrituras indican que la justificación por la gracia mediante la fe no afecta la validez de la Ley.

En sus dos formas de expresión, natural y moral, la ley encuentra su fundamento en la voluntad de Dios. Ella tiene origen en él, refleja su carácter y, como tal, manifiesta su perfección y eternidad (Mat. 5:18). Además, fue elaborada y definida aun antes de cualquier cosa en el Universo. La ley natural establece los principios, los atributos y las propiedades que todo ser creado por Dios manifiesta. De este modo, determina la existencia de todo ser.

La Ley moral, a semejanza de la ley natural, también fue elaborada por Dios, antes de que el ser humano fuera creado a su imagen. El contenido de la Ley moral orienta el modo en que las personas pueden relacionarse con Dios y con sus semejantes, y cómo pueden amar a Dios y a su prójimo, pues “de estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas (Mat. 22:40). Además, las Escrituras presentan una relación entre leyes alimenticias, higiénicas, pedagógicas y sociales, entre otras, que, por su propósito, deben ser consideradas como extensiones de la Ley moral. Finalmente, el apóstol Pablo, visualizando esta relación, recomienda glorificar “a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor. 6:20); es decir, observar la Ley moral y su extensión para el bienestar de la propia persona.

Sobre el autor: profesor emérito de Teología de la UNASP, Engenheiro Coelho, Brasil.


Referencias

[1] Elena de White, El camino a Cristo (Florida, Bs. As.: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2014), p. 52.

[2] Ibíd., p. 86.

[3] Ibíd., p. 33.